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Poniendo en orden los objetos que día con día se van atesorando, algunos de incalculable valor sentimental, otros que con el tiempo pasan a ser "chácharas" sin beneficio alguno, encontré un álbum fotográfico que armé durante aquellos años en los que me dedicaba con total pasión a la docencia preescolar.

Había olvidado muchos de esos rostros infantiles llenos de vida, de chispa, de fantasías y los recuerdos me sumieron en un estado de reflexión y nostalgia. Por supuesto que "mis niños" como solía llamarlos, ahora serán jóvenes que han comenzado a trazar los caminos que delinearán sus vidas para siempre. Pero entonces, eran tan solo un puñado de chiquillos encantadores que me dieron mucho, creo que bastante más de lo que yo misma, en mi calidad de maestra, les legué.

En aquel tiempo, recién titulada como licenciada en ciencias de la comunicación, lo que menos imaginé fue que el destino me llevaría a un jardín de niños -nada que ver con lo que esperaba hacer profesionalmente- sin embargo, acepté el reto. Y no fue cosa fácil. Me enfrenté a las otras maestras que desde el primer momento me hicieron ver que no me facilitarían la tarea (tenían la errada idea de que yo no era más que una ama de casa que solo buscaba un entretenimiento para mi aburrida vida de casada). No era así. Los padres de familia, por su parte, buscaban una mano dura que metiera en cintura a los 40 niños que por separado eran dinamita pura y en conjunto una real bomba atómica. Yo no compartía su idea de represión y castigo para obtener disciplina, por lo cual, la gran mayoría declaró su inconformidad con mi plan de trabajo y me auguraron un rotundo fracaso. Y los alumnos, me veían como la intrusa que llegaba a ocupar un lugar que le correspondía a la maestra que hasta ese día había sido su titular y que dejaba el cargo, ella sí, para realizarse como ama de casa.

Aunado a todo esto, me consideraba una persona totalmente incapaz de realizar manualidades y monerías. La única arma que tenía a la mano era mi imaginación desbordada, los libros de cuentos que llenaron mi infancia de sueños, y que afortunadamente aún conservo, y el reto enorme de demostrarle a todo el mundo que sí podía.

Me costó mucho trabajo. Cada día durante el primer mes salía del plantel jurando que ya no regresaría, derramé lágrimas, fui víctima de malas pasadas por parte de mis compañeras de trabajo, los niños no me obedecían y todo aquello era un caos, mismo, que era captado y celebrado por la directora y los padres de familia que habían comenzado a hacer apuestas entre ellos acerca de cuánto tiempo más aguantaría.

Convencida de que aquello no podía continuar así, pedí permiso de entrar a la escuela el fin de semana para redecorar el salón de clases, pasé las siguientes tardes con sus noches planeando y haciendo diseños, reuniendo cosas que para otros eran basura pero que yo utilicé para fabricarles objetos útiles y curiosos, les construí una pequeña biblioteca arriesgándome a llevar mis invaluables libros de cuentos, llené el salón de globos, de serpentinas, de muñecos...pero sobre todo, de fantasía. Había afrontado con éxito mi primer reto: Me demostré a mi misma que sí podía fabricar, crear y dibujar cosas hermosas.

Ese lunes, conforme los chicos iban entrando al salón de clases, ocupaban en orden su lugar con la boca abierta mirando al techo, las paredes, las ventanas, las mesas...en todas partes había algo que llamaba su atención. Les mostré una a una las novedades fabricadas y les expliqué que si querían tener su salón así de lindo siempre había que conservarlo con la misma limpieza y arreglo. Acto seguido, saqué un libro de nuestra nueva biblioteca y comencé a leerles la historia de Almendrita, un cuento maravilloso de Hans Christian Andersen.

A partir de ese día todo fue miel sobre hojuelas en nuestra relación. Pasar lista era toda una aventura gracias a un gráfico que inventé haciendo un muñeco que representara a cada uno, lo cual, les fascinó. Les vendí la historia de que un viejecito diminuto escudriñaba por las ventanas para comprobar que se estaban portando bien, ya que necesitaba encontrar niños que fueran poco disciplinados para poder arrojar sobre ellos sus polvos inmovilizadores, y bueno, terminé amando a mis criaturas con todas mis fuerzas, y creo que ellos a mi. Los últimos meses la comunión entre nosotros era fantástica. Cuando terminó el año, la separación fue tan dolorosa que aún siento una punzada en mi corazón al recordarlos.

Lo interesante de esto es que, ahora que el tiempo ha pasado y miro hacia atrás, no puedo menos que meditar en lo grandiosa que es la infancia, y en la sabiduría enorme que posee un niño. Aún me parece escuchar la voz del pequeño Manuel durante esos primeros días de caos en el aula diciendo a sus compañeros “Niños, no hay que ser malos con la maestra. Lo está intentando”, de repente los veía de reojo mirándome con sorna para luego comentar en voz baja entre ellos “Mira, la maestra parece una niña”. Y sí, creo que mi éxito se debió a que dejaron de verme como la autoridad implacable a la que hay que vencer y comenzaron a tenerme respeto por considerarme uno de ellos. Al despedirme, aquel doloroso fin de cursos, de César, un dulce niño que con su sonrisa iluminaba mi existencia se acercó a mi oído para decirme muy bajito: “Nunca nos creímos ese cuento del mago que nos espiaba, nos querías hacer creer que Merlín nos vigilaba. Pero igual nos portábamos bien, porque te queremos”.

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