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En mitad de la ambición del monarca, las imágenes dejaron de ejercer influencia sobre él. Sin saber cómo, la tarjeta con la dirección de la señora Matthew se encaramó a sus dedos. La cartulina plastificada los escalaba uno a uno. Emergía de un pulgar para ocultarse en la palma de la mano y subir de nuevo por un meñique. La tarjeta progresaba hasta llegar al índice y empezaba de nuevo, una y otra vez. Aquello le desconcentró.

Suspendió la representación y abandonó la cabina. Nunca le había ocurrido, el teatro le gustaba lo suficiente como para desvincularle de sus problemas y obsesiones. Sin descender del nivel en el que se encontraba, decidió esperar a que amaneciera refugiado en un local que ofrecía comida y música las veinticuatro horas. Comió algo, un sucedáneo de carne con gusto a pollo, e intentó concentrarse en una fanfarria de trompetas balcánicas. La música no despertaba en él ninguna emoción, el sonido de los instrumentos resbalaba en su oído sin llegar a fijarse en los entresijos mentales del placer. Una idea le poseía, la idea de un asesinato. A primera hora de la mañana, se presentaría en casa de la señora Matthew. Ella no sospecharía nada, su naturaleza cordial la llevaría a deshacerse en gestos de hospitalidad. Es más, era posible que preparase la dichosa tarta de manzana. Aprovecharía la primera distracción de su anfitriona y la golpearía con algo pesado en la cabeza. Cualquier cosa serviría, seguro que su casa estaba llena de baratijas idóneas con las que acometer tal empresa: un sujeta-libros, un jarrón, un aparato de música, incluso un perchero serviría. Una vez la tuviera en el suelo inconsciente, la asfixiaría con el mismo cojín que llevara consigo durante su reclusión.

Cómo odiaba aquel cojín. En los veinte días que la mujer estuvo a su cargo, se retrepaba en la cama y apoyaba un costado en la abultada forma de tela y espuma. Escuchaba las palabras de Stevenson por fidelidad a una educación antigua no exenta de la condescendencia de una patricia romana, dispuesta a prestar atención a la lista de quebrantos de un simple plebeyo. Como si el cojín le concediera la fuerza necesaria, la señora Matthew aguantó una a una todas las andanadas, todos los razonamientos y recursos de su repertorio como desprogramador. Sí, iría a casa de la vieja y la mataría asfixiándola con el cojín.

Aún de madrugada, se desplazó hasta el límite de la ciudad, donde las aceras móviles ya no llegaban y la noche descubría su rostro de estrellas. Era como si la tarjeta de la señora Matthew, moviéndose entre sus dedos a ritmo de baile, le condujera por los suburbios de una urbe de contornos diluidos por el paisaje humanizado del extrarradio, compuesto de pastizales y campos de trigo. El alba le sorprendió frente a un edificio envejecido, de austera arquitectura. La vivienda de la mujer se encontraba ubicada en una calle donde el abandono se hacía palpable en unas pocas farolas operativas, frente a otro montón de ellas incapaces de proporcionar luz. Ante el bloque de pisos se recortaba una forma difusa de metal. Se aproximó a lo que parecía un automóvil ingrávido desvencijado, uno de los últimos modelos que irrumpieron en el mercado antes de ser substituidos por las aceras móviles. Bajo su protección, una gata tricolor observaba el deambular ansioso del funcionario. Tres gatitos nerviosos, la camada entera de la hembra felina, recibieron con agresividad los pasos del intruso, replegados entre el pelaje de su madre. Los bufidos de los mininos le siguieron un trecho, aún después de alejarse. En el portal del edificio, Stevenson pulsó un timbre.

—¿Sí? –sonó una voz a través de las vísceras del bloque de viviendas.

—Señora Matthew, soy yo, Stevenson.

—Oh, pasa, pasa, hijo. No te dé apuro.               

Un zumbido electrónico abrió el portal. Subió a un ascensor, la vieja vivía en un noveno. La señora Matthew le esperaba con la puerta abierta, la cabeza asomada al pasillo. Se hizo a un lado.

—Pasa, pasa, hijo –repitió de nuevo.

            Stevenson se movió desde un recibidor a una sala de estar. Sus ojos en busca de los instrumentos con los que desempeñar un crimen. En una estantería instalada en el pasillo que conducía del recibidor a la sala, localizó un sujeta-libros bajo la forma de una cabeza de caballo esculpida en mármol, y en la sala de estar encontró el arma principal. El cojín con el que había de asfixiar a la vieja reposaba mansamente en el extremo de un sofá, ajeno al uso que se esperaba de él.

—Siéntate, hijo. En unos minutos preparo la tarta de manzana que te prometí.

Se acomodó junto al cojín. Palpó la curvatura del tejido como si fuera la barriga de una mascota ávida de caricias. Desde el sofá, algo llamó su atención.  Ante él había una mesa rodeada de cuatro sillas, y sobre la mesa un retrato de familia. Una fotografía protegida con una cubierta de vidrio, rodeada por un marco en plata de imitación. El objeto era el producto de la cutrería más “chic”, un atentado al buen gusto. Se alzó del sofá para asirlo entre sus manos. La fotografía era reciente. La señora Matthew aparecía en el centro, rodeada por dos varones canosos y tres mujeres de la misma edad de Stevenson: la frontera difusa de los treinta a los cuarenta. Sin duda eran sus hijos, intuyó con asco.

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