Cuando por fin despertó, Salvador emitió un fuerte quejido y, al incorporarse en su estrecha cama, secó el sudor de su frente mientras daba gracias a Dios por que aquello no había sido más que una pesadilla. Mientras recobraba su compostura trataba de interpretar lo que había soñado, pero solo recordaba que en la angustiosa visión se hallaba él mismo protagonizando una frenética huida por los corredores de un museo abandonado. Las más hermosas y reconocidas pinturas que hubiese visto adornaban los muros agrietados y cubiertos de humedad.
Él, por su parte, sin poder detenerse para admirar aquellas afamadas obras de arte, debía continuar con su impetuosa fuga, pues unos pasos demoledores se le aproximaban vertiginosamente. No sabía quién le perseguía y mucho menos por qué razón, pero en las irracionales leyes de su sueño debía correr sin detenerse. Por fin llegó a una enorme galería, en la cual solo había un lienzo con marco de oro en el fondo de la habitación. La representación pictórica plasmada en el cuadro era nebulosa y compleja. Apuró entonces sus pasos hacia la misteriosa imagen con el fin de descubrir su intrigante contenido, pero cuando se encontraba a mitad de su trayecto, de súbito, un velo oscuro cayó desde lo alto de la cúpula del edificio, cubriendo por completo la enigmática obra mientras los pasos se escuchaban con más claridad. Esta vez, sin embargo, parecían ser los pasos de una mujer provista de finos y agudos tacones. Retumbaban en su mente cada vez más cerca, y más cerca, hasta que finalmente parecían estar sobre sus hombros. Con un gesto de trémula confusión cerró los ojos y cubrió la cabeza con sus manos, esperando que ocurriese la tragedia.
En ese momento preciso había despertado sin conocer la figura plasmada en el lienzo y sin saber quién le perseguía. Encendió la luz de la lámpara junto a su cama, tomó un poco de agua y meditó por unos segundos en lo que había soñado. No era extraño que un pintor como él, dedicado a su arte por más de diez años, soñara con pinturas, museos y demás. Aún así, el cuadro abstruso y esquivo nunca había aparecido en sus ensoñaciones y, mucho menos, en medio de circunstancias tan atípicas como aquella ilógica persecución. Sin embargo, lo que más le desconcertaba eran los pasos que tanto lo habían asustado. ¿Por qué el andar que parecía ser atronador y propio de un guerrero bárbaro resultó ser solo el de una dama seguramente inocua? Y más preocupante aún, por supuesto, le resultaba el hecho de que aquellos pasos, los de una mujer acicalada, y sin duda inofensiva, le hubieran causado aquel terror desmesurado a un hombre como él, de casi treinta años de edad. En medio de sus cavilaciones, Salvador creyó escuchar nuevamente los ágiles pasos de agudos tacones, pero esta vez mucho más reales, justo en la solitaria calle donde se encontraba su casa. De un salto salió de su cama y buscó la ventana de su alcoba para poder ver la singular dueña de aquellos pasos que a media noche transitaba por un lugar solitario e inhóspito como aquel. Sin embargo, desde allí solo pudo divisar la oscuridad de la vía y unas cuantas gotas de rocío que se escurrían por el cristal. Un sobrecogedor silencio se había apoderado de la noche y el sonido de los pasos fue aún más estremecedor cuando cesó.
Durante toda la noche Salvador no dejó de pensar en su extraño sueño y en los pasos que había escuchado desde su alcoba. Una y otra vez se levantó de su lecho y se dirigió hacia la ventana con el fin de averiguar si en medio de aquella soledad podría encontrar alguna señal o indicio que le demostraran que el sonido de aquellos tacones no era una de sus tantas alucinaciones, las que según su madre no le permitían madurar y vivir en paz. Finalmente la luz de la aurora le tranquilizó, de modo que así pudo dormir de nuevo, resguardado por el sol que le ponía fin a su agónica noche. Cuando por fin había logrado conciliar el sueño, entonces nuevamente se encontró en medio de una escena recreada en su mente y en la que coincidencialmente no dejaban de escucharse los aterradores pasos. En esta ocasión todo ocurría en el gran salón de una biblioteca. Una muchedumbre de pequeños que no sobrepasaban los diez años se disponía a escuchar con atención la lectura que él mismo haría de dos o tres capítulos de Los miserables, de Victor Hugo. Una hermosa y joven mujer, que parecía ser la maestra encargada de los infantes, le miraba con expectación y con cierta coquetería. Le pidió cortésmente que empezara la lectura, pero en el momento en que acercó el libro a sus ojos Salvador percibió con asombro que no era capaz de enfocar correctamente las líneas que se movían de un lado a otro y parecían huir de su mirada. Tras varios intentos fallidos por iniciar la lectura correspondiente, quiso hablar con el fin de brindar una explicación a su joven auditorio, y sobre todo a la agraciada maestra que le observaba con desconcierto y dando señas de encontrarse totalmente decepcionada. No obstante, cuando iba a emitir su primer fonema, el sonar de los malignos pasos le impidió hacerlo, de modo que se limitó a contemplar a sus oyentes, meneando su cabeza en gesto de negación. Los pequeños estallaron en sonoras carcajadas, mientras se miraban entre sí, como si no pudiesen creer lo que veían. La simpática y perturbada profesora ordenó con enfado a sus discípulos que salieran junto con ella del salón, mientras escribía con ímpetu algunas palabras – seguramente un insulto - sobre una hoja que lanzó con desdén a los pies de Salvador antes de partir. Él, por su parte, con vergüenza y, a la misma vez, con gran curiosidad, recogió aquel mensaje esperando encontrar alguna virulenta alusión a su ineptitud. Sin embargo, cuando puso su mirada sobre el secreto manuscrito, tristemente despertó.