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Lo primero que hizo al despertar el día siguiente fue gritar con todas sus fuerzas el nombre de su hermano. Dionisio era para él mucho más que un simple hombre entregado a los placeres del mundo, no solo por ser su hermano, sino también su compañero de padecimientos y vejaciones impartidas por el “general” Adolfo. Desde la más tierna edad habían compartido el terror que les causaba el arribo de su padre a casa, y solo el poder contar el uno con el otro servía de esperanza ante el pavor que les causaban los desmesurados castigos y admoniciones de aquel. En verdad, Salvador amaba a su hermano, y el presente de rebeldía y desenfreno de este le preocupaba, ya que su hedonista búsqueda de libertad lo había llevado a comportarse con frialdad y desdén para con todos, incluyéndolo lamentable a él.
Sus estruendosos requerimientos por la suerte de Dionisio obedecían al impacto que le había provocado un dantesco sueño que acababa de terminar, pero que jamás olvidaría por su matiz desquiciado y perverso. En lo mas alto de un elevado y arcaico edificio se ubicaba un departamento en el cual Salvador podía apreciar una particular escena de discusión entre sus padres. Aunque veía y escuchaba todo con plena claridad, no participaba él mismo en la escena. Su padre, ataviado con un espléndido e impecable traje militar, se dirigía encolerizado a su esposa, haciéndole todo tipo de reproches y amenazándola enérgicamente. Por su parte, la mujer se veía decaída y achacosa. Sus evidentes canas y arrugas, aunadas a sus anquilosadas extremidades, le hacían lucir mucho mayor que su esposo, quien mantenía un porte gallardo y vigoroso. En su robusta y áspera mano derecha el “general” Adolfo sostenía una fusta que movía de lado a lado y con la que daba fuertes golpes sobre el suelo, produciendo intimidantes chasquidos que asustaban a sus interlocutores. Junto a él se encontraba, inclinado y hecho un manojo de nervios, su hermano Dionisio, a quien Salvador observó con gran impresión. Aunque su rostro era exactamente el mismo, su cuerpo era completamente diferente. Una manta de color café oscuro se descolgaba por unos hombros amorfos, en medio de los cuales sobresalía una asombrosa joroba, que junto al arrastrar de sus pies y a la exclamación de algunas frases incomprensibles lo convertía en un monstruo repulsivo.
El “general” Adolfo asestó dos golpes sobre el desdichado que se hallaba a sus pies y entonces empezó a gritar a su esposa con tono airado. Salvador trataba de intervenir en beneficio de su madre, pero no se le había concedido participación alguna en medio de la visión. Los insultos del militar agresor hacían referencia a las molestias que le ocasionaba Dionisio, a quien se dirigía en términos denigrantes y referentes a su penosa malformación. Su madre, a su vez, trató de excusarse haciendo a Dionisio el responsable de sus propios actos y empleando de igual modo expresiones que reflejaban desprecio por su propio hijo. En medio de la riña Salvador contempló a su hermano escondido debajo de aquella lúgubre manta, observándole con ojos desdichados. Entonces vio que una lágrima cayó por su mejilla, y contempló conmovido cómo le hacía una señal de despedida con su mano, tras lo cual se levantó y dio unos pasos hacia atrás. Los dos padres contendientes, embebidos en su riña, no pudieron notar el abandono de su hijo que lentamente se dirigió al balcón sin que alguien pudiese detenerlo. Caminó reflexivamente y se posó en la barandilla, mientras observaba con frustración el andar de las gentes muchos metros debajo de sus pies. Entonces la luctuosa y sobrecogedora escena terminó cuando, en medio de los gritos de sus padres, Dionisio se apoyó en la baranda y saltó al vacío en busca de una súbita conclusión a su dolor. Al instante Salvador quiso gritar a su hermano, pero no pudo. Entonces intentó de nuevo, con mucha más fuerza, y fue ese el preciso momento en que despertó, gritando el nombre de Dionisio.
Su madre acudió prontamente. Salvador, cubierto en sudor, preguntó una y otra vez por la suerte de Dionisio. Ella, procurando tranquilizarlo, le dijo que su hijo seguramente se encontraba en su alcoba, y si no era de ese modo, no tardaría en llegar, pues tras la discusión con su padre se había ido, como de costumbre, a beber con sus amigos. Él asustado pintor preguntó a su madre si ella también escuchaba unos pasos dentro de la estancia, pero esta, convencida de que su hijo había perdido el juicio mucho tiempo atrás, le rogó que se durmiera de nuevo y que más tarde recibiría el desayuno en su cama. La condescendiente y, a la vez, indiferente respuesta de su madre convenció a Salvador de la poca importancia que tenían sus problemas para toda su familia. Los tacones finalmente desaparecieron de su cabeza, pero sus pensamientos no se alejaban del posible destino de Dionisio.
El resto de aquel día Salvador lo pasó con Roberto y con Margarita en el hospital. A pesar de su propia tragedia, Roberto no dejaba de preocuparse por su amigo, ya que había transcurrido un buen tiempo desde que este había perdido la visión, y no había la más mínima señal de que pudiera recuperarla. Esta situación, por supuesto, también agobiaba a Margarita que no encontraba el modo de complacer a su novio en semejantes circunstancias. Reunidos en la cafetería del hospital, los tres hablaban mecánicamente sobre la salud de la pequeña hija de Roberto, que se mantenía estable, pero no daba síntomas de mejorar. Margarita, a pedido de Salvador, fue a llamar a casa de este con el fin de averiguar cómo estaba todo. En ese momento, los dos hombres se encontraron a solas y pudieron sostener una conversación que había sido aplazada por cuenta de Salvador.
- Oye Salvador – dijo Roberto trémulamente – Siento mucho haber dicho que eras obsesivo y no creer lo de tu ceguera. No quise ofenderte, pero veo que ya ha pasado suficiente tiempo y esto continúa. Conozco varios médicos del hospital que podrían ayudarte. Si quieres, hablaré con ellos.
- No te preocupes, amigo. – contestó Salvador, recostando su mano sobre el muslo de Roberto con el fin de tener algún contacto que atenuara su ulterior declaración. - Yo si tengo que disculparme contigo y confesarte algo.
- De qué se trata?
- Mira, yo sé que no me crees lo de mis sueños y premoniciones, pero ...
- ¡Ah, ya olvídalo! – interrumpió Roberto – no tiene importancia, y si es necesario te creo.
- Déjame explicarte, si? Recuerdas que al salir de mi casa dijiste en broma que soñara contigo y con tu hija?
- Sí, y qué?
- Pues que sí soñé con ustedes.
- Ya basta, Salvador. No juegues conmigo y menos con mi hija.
- Es cierto, Roberto. Tuve un sueño terrible contigo y con tu hija.
- ¡ Cállate! – diciendo esto Roberto alejó con violencia a Salvador que trataba de asirse de sus prendas a tientas.- No te permito que inmiscuyas a mi pobre hija en tus alucinaciones esquizofrénicas. Mejor olvidémoslo y ... y creo que es mejor que te vayas a casa.
- Solo te pido que me escuches, y si quieres no volvemos a hablar. He tenido sueños muy extraños. Lo que te dije sobre el museo y los tacones que me perseguían era cierto. No he dejado de escuchar esos pasos cada vez que me despierto. Además soñé que perdía mis facultades ópticas y, mírame, estoy completamente ciego. – hizo una breve pausa y entonces continuo con el punto más álgido de su discurso – Hace unas noches soñé que tú y yo estábamos junto a tu hija, y, sin más ni más, me dijiste que ella estaba agonizando.
- Ya te pedí que te callaras – dijo Roberto tomando su cabeza con ambas manos.
- Lo peor de todo es que ella empezó a sonreír, y finalmente ... en medio de tu llanto y su sonrisa ... murió.
- Estás completamente loco, Salvador. – murmuró Roberto – no pienses que voy a creer esa historia tan estúpida. – Sin embargo, para sus adentros dio virtud a aquella historia, sobre todo por la pasión con que su amigo se la refirió.
Sin perder el hilo de su confesión, Salvador, en un tono más sereno, contó a Roberto su última visión, la cual le hacía pensar que Su hermano se hallaba en problemas. Describió la escena entre lágrimas y con tantos detalles que su compañero llegó a visualizarla e incluso trató de interpretarla. Cuando todavía hablaban, apareció Margarita y, lacónicamente, dijo a Salvador:
- Dionisio ha desparecido.