6
La casa era oscura, vetusta y muchas de sus habitaciones habían sido demolidas. Las paredes, frías y cubiertas de moho, contaban ancestrales episodios mortuorios. En la planta baja se encontraba un estudio abandonado, con las ventanas desprovistas de cristales y techado con mil telarañas que evocaban la ausencia. La oscuridad y el silencio de aquella estancia solo eran truncados por la verdosa y tenue luz de una lámpara casi inservible y por el furioso ruido de un pincel que azotaba con fuerza el indefenso y vulnerable lienzo.
Salvador era aquel apasionado pintor que plasmaba airadamente en aquella obra de arte su penoso sentir. Sudaba pletóricamente y gemía vez tras vez mientras culminaba su autorretrato, que era en realidad una viva representación de sus deseos de hallar un desahogo. En medio de su labor sintió escuchar pasos afuera del estudio; eran ágiles y estilizados, aunque no dejaban de ser aterradores. Entonces miró a través del resquicio y pudo ver una figura femenina que caminaba en dirección a las escaleras que conducían al segundo piso. Llevaba un vestido rojo, el largo cabello suelto y tenía una figura atractiva, aunque no dejó ver su rostro. En un absurdo estado de conciencia para estar soñando, Salvador salió del estudio en persecución de la mujer, a fin de conocer de una vez por todas la fuente de su tragedia. Subió a toda velocidad por las escaleras, pero el paso de la misteriosa dama era vertiginoso. Al llegar a la segunda planta alcanzó a ver la fantasmagórica silueta penetrar en un pasillo.
Dubitativo, pero compelido por la curiosidad y la desesperación, tomó el mismo camino. Sin embargo, mientras recorría el pasillo, notó que la figura de su intrigante fugitiva había cambiado radicalmente. Ahora el espectro era enorme y parecía mucho más intimidante. Se escuchaban sus pasos lentos y calculados, pero aún así atronadores. Cuando estuvo más cerca percibió que no se trataba ya de una delicada mujer, sino de un varón de titánica complexión. Además, para sorpresa suya, descubrió que llevaba un uniforme militar ceñido al cuerpo y botas de cuero negro que cubrían incluso sus rodillas. Se detuvo al ver que el hombre ingreso en una alcoba oscura y medrosa. La puerta quedo entreabierta y se escucharon movimientos en el interior del cuarto, de modo que, aún siendo presa del terror, se presto a ingresar para así acabar de una buena vez con su pesadilla.
Al entrar, vislumbró por la luz de la luna la figura de aquel hombre de colosales proporciones que, asomado a la ventana, mantenía ambas manos en los bolsillos de su pantalón, mientras susurraba algunas palabras tan enigmáticas como su rostro. Petrificado por la mefistofélica aparición, Salvador guardo silencio y observó detenidamente cada uno de los movimientos del tenebroso militar que parecía percibir su presencia. Instantes después, aquel personaje sombrío y abyecto para él, soltó una fuerte carcajada que le causo un espanto imposible de narrar. Lentamente, el hombre giró su cuerpo y tras caminar un poco se arrellanó en un sillón que se hallaba junto a un mesón que sostenía montones de libros y una lámpara sin encender.
Salvador quería emprender la huida, aunque aquello fuese un acto cobarde. Quiso despertar también, pero le fue imposible, pues el monstruo que estaba enfrente suyo alargó su mano para encender la deteriorada lámpara, de modo que por fin se develaría su rostro. Sus intentos por gritar fueron vanos y finalmente la luz fue encendida. Entonces las pocas fuerzas de Salvador parecieron desvanecerse al descubrir que era él mismo quien ostentaba aquel uniforme y que era su propio rostro el que se ocultaba en la oscuridad de sus pensamientos. Se vio a sí mismo sonriendo sardónicamente y con desenfreno. El volumen de su risa aumentó hasta hacerse estrepitoso e insoportable.
Entonces despertó. El sudor humedeció su cuerpo entero y sus gritos esta vez fueron sentidas invocaciones y fervientes plegarias a los cielos. Sucedió que al abrir los ojos Salvador vio luminosos destellos de luz que se hicieron más y más fuertes hasta que pudo ver con total claridad la gran belleza de sus cuadros. Observó palmo a palmo su pequeño estudio, y concluyó que no existía otro más hermoso en el mundo. Su felicidad, al fin de cuentas, no estaba solamente en haber recuperado su apreciada visión. No; su mayor dicha consistía en que, tras un nuevo despertar, en su mente solo reinaba un ingente, perdurable y apacible silencio.
FIN