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Presa de la frustración y el terror por la intrincada y peligrosa situación en la que se hallaba, Salvador salió del hospital sin rumbo alguno y sin decir una sola palabra. Margarita le acompañaba con lástima e incomodidad por no poder reconfortarle. Sentados en la banca de un parque pasaron casi dos horas en total silencio. Ella quiso consolarlo diciendo que seguramente Dionisio aparecería de un momento a otro. Incluso intentó hablarle de otros temas, pero no obtuvo respuesta alguna. Hastiada por la frialdad de su novio y sintiéndose completamente ignorada, rogó a Salvador que le permitiese llevarle a casa, pues estaba muy agotada. Él se limitó a contestarle adustamente que no la necesitaba y que podía retirarse cuando ella tuviera a bien hacerlo. De modo que la indignada mujer le dio un insípido y poco romántico beso de despedida y se marchó, dejándole solo, aunque estaba por caer la noche.

Salvador pasó horas llorando y maldiciendo, lamentándose por no poder llevar una vida normal, no poder ver a sus seres queridos ni poder cuidarles y ni siquiera poder soñar. La plúmbea carga que se le había encomendado, según la cual la suerte de los suyos dependía de lo que ocurriera en su mente cada noche, le agobiaba sumamente, pues era indeseada y  excedía su capacidad para controlarla. Se juró no dormir de nuevo, para así poner fin a su tragedia.

Cayó la noche por fin, y Salvador, como es obvio, no pudo notarlo por que el cielo se hubiese oscurecido, pero sí por el silencio sepulcral que invadía las calles y por el frío que lo atería. En varias  ocasiones sintió el deseo de sumergirse en sueño profundo, pero su nueva determinación y el pavor de causar otra desgracia lo obligaban a permanecer despierto.

En medio de la arboleda ubicada en un rincón del solitario parque se encontraba una humilde barraca, desde la cual un guardia, apercibido de cobijas, café y un radio descompuesto y casi inoperante, vigilaba el pacífico jardín. Vio entonces a lo lejos a Salvador, tristemente sentado en el estrecho banco con su rostro inclinado hacia abajo y tiritando de frío. Pasaron las horas y el intrigado centinela no dejaba de observar a aquel hombre, que evidentemente no dormía, pero que, yerto a causa del glacial aire nocturno, conservaba una postura atónita y casi exánime. En esa misma posición, para sorpresa de su único espectador, se mantuvo Salvador el resto de la noche. Cuando por fin el sol hizo su majestuosa  aparición, el pobre hombre se  hallaba aún con su cuerpo inclinado y con su semblante emanando aquel espíritu ensimismado que ni siquiera le impelía a secar sus lágrimas. Los pequeños habitantes del barrio llegaron al paradisíaco lugar a divertirse con sus amigos. Muchos pasaron por su lado, pero ninguno se detuvo para hablarle una sola palabra; era como si él no existiera, o como si fuese solo un triste fantasma entre tanta felicidad.

Preocupado por aquel desborde de autismo y aflicción, el guardia quiso acercarse a Salvador para indagar por la causa de su conducta. Al acercarse podía notar con más claridad la inercia de aquel cuerpo desgarbado que no parecía tener la más mínima expresión de vida. Le llamó tímidamente por temor a su reacción. Al no encontrar respuesta decidió moverlo un poco y elevó el tono de su voz. Cómo aún no obtenía alguna señal satisfactoria, aunque fuese una airada protesta, lo empujó con más fuerza y emitió un fuerte gritó que afortunadamente pareció despertar al hasta entonces inmutable personaje. Notó que estaba perturbado y agotado, de modo que con paciencia le preguntó si estaba bien. Cuando Salvador trató de ubicar el tiempo y el espacio en que se encontraba, el guardia pudo notar que se hallaba impedido de sus ojos. Se ofreció para ayudarle e incluso llevarle a casa, si él lo deseaba, pero Salvador, pareciendo no escucharle, le preguntó con sinceridad si escuchaba unos pasos a su alrededor. El ya compasivo centinela, convencido de que se trataba de un hombre alcoholizado, le dijo que se tranquilizara, que no había nadie junto a él y que no se escuchaba absolutamente nada.

Las afirmaciones del guardia buscaron apaciguar los ánimos de Salvador, pero lejos de lograrlo, lo preocuparon mucho más, pues él comprendía que el sonar de los implacables pasos al despertar solo podía significar una tragedia para él. Se reprochó el no haber cumplido con su objetivo de velar el resto de sus días, y mucho más al percibir que no pudo cumplir con su voluntad ni siquiera una sola noche. Seguramente había sucumbido al sueño en las horas de la madrugada, cuando perdiendo la conciencia de sus actos había dejado de sentir frío o pesar.

Ayudado por el servicial y amable guardia, Salvador emprendió el camino a su casa. Estaba paralizado de terror al pensar en lo que pudiese suceder cuando llegara a su hogar. No obstante, su máxima preocupación surgió al querer recordar infructuosamente su última visión. Sabía que los pasos que sucedían a sus sueños eran una prueba franca y resuelta de que estos se cumplirían de algún modo. Sus horas tratando de luchar por mantenerse despierto solo habían servido para aumentar su agotamiento, por lo cual su dormitar se había hecho lo suficientemente pesado como para no tener, al despertar, conciencia alguna de lo que había transcurrido en su mente durante ese periodo de tiempo. A medida que se llegaba el momento de encontrarse con su familia, padecía enormes dolores al pensar en las noticias que podrían tener para él. Se había preparado mentalmente para afrontar una nueva desgracia.

¿Cómo se encontraría la encantadora hija de Roberto? ¿Habrían encontrado el cadáver de Dionisio o estaría también en algún frío hospital? ¿Cómo se encontraban sus padres? Tales preguntas acudieron a su mente inevitablemente. Lo que más le perturbaba era el estado de su madre. Era a quien más quería en el mundo y no soportaría que aquellos tacones que revolotearon por su mente fueran la anunciación de una desgracia para ella. Lo que más deseaba al cruzar por el antejardín de su casa era que su madre fuera quien abriera la puerta y así comprobar que por lo menos ella se encontraba bien. Sin embargo, desgraciadamente para él, fue el “general” quien abrió. Al ver a su hijo acarreado por el guardia del parque, imaginó que se encontraba completamente borracho, de modo que descargó un par de insultos sobre él. No obstante, el agraviado  no le dio la más mínima importancia; solo le interesaba el estado de su madre.

En medio de los gritos del “general” Salvador alcanzó a percibir la algazara que causaba su progenitora al verle regresar. Entonces sintió un gran alivio al escuchar su voz suave que se acercaba a él y le reclamaba por las horas de sufrimiento causadas. El guardia dio una breve explicación de los hechos, y tras recibir una cuantiosa recompensa monetaria por parte de la mujer se despidió con afectada cordialidad, seguro de querer ayudar a todo ser humano que se cruzara por su camino. Salvador, aferrado a su madre, llegó hasta su estudio, donde intentó  averiguar por algún suceso extraordinario que hubiese ocurrido en las últimas horas. Ella  ignoró sus preguntas, y al escuchar los clamores de Salvador puso sus ojos en blanco condescendientemente y le pidió que durmiera un poco, algo que seguramente no sucedería.

Dionisio aún no aparecía, la visión de Salvador no mejoraba y era imposible dejar de inquietarse por lo que podía haber soñado  la noche anterior en la fría banca del parque. Trató de recordar algo, pero fue inútil. Al final de la tarde Roberto llegó a su casa y quiso hablar en privado con su amigo. Lo primero que tuvo que aclarar, ante los desesperados ruegos de este, fue la estabilidad de su hija, que seguía interna en el hospital, pero sin dar muestras de agravarse. Se sentó junto a Salvador y con escarceos y anfractuosas preguntas abordó el tema de las premoniciones. Después de obtener algunas respuestas someras y poco elaboradas, tomó la mano de Salvador y delicadamente puso en ella un  papel, que por supuesto no significaba nada para este a menos que se le diera una explicación o se le hiciera saber su contenido. Cuando Salvador quiso saber a que se debía la inexplicada entrega de aquel impreso,  Roberto, con voz acongojada, respondió a su pregunta: era una carta de Margarita.

En ese momento, como por arte de magia, el esquivo sueño de Salvador  apareció en su mente con meridiano realismo. Se vio a sí mismo en medio de un inmenso campo cubierto de coloridas flores que hermoseaban el paisaje. Caminaba lentamente, con su mirada puesta en le suelo, tratando de encontrar su propia flor. Por fin, tras una búsqueda que se hizo eterna dentro de su sueño, vio resplandecer entre todas las demás, una preciosa y llamativa flor, con el centro amarillo y diáfanos pétalos blancos. Era la más bella que hubiese visto en toda su vida. Se acercó rápidamente para tomarla con sus manos, pero en el preciso instante en que se iba a producir el primer contacto, un enorme búho de color como el plomo pasó junto a su rostro y arrancó la delicada flor, llevándola consigo al yermo espacio celestial. Empezó a dar vueltas en torno a Salvador, exhibiendo en su pico la hermosa flor, que enseñaba en actitud desafiante. Tras dar numerosas rondas por la  periferia, planeó decididamente de frente a Salvador, mientras este observaba estupefacto el provocador y agresivo comportamiento de la siniestra  ave dotada de unos enormes y luminosos ojos. Cada vez más cerca, el animal parecía no tener intención de detener su paso, y estando solo a unos cuantos metros del rostro de Salvador dejó caer su expolio y emitió un prolongado ululato que contenía un críptico mensaje, el cual se repitió solo dos veces antes de que el sueño terminara.

El recordar su visión le quitó de sus hombros un peso inclemente y grávido. Además, la interpretación debía ser muy clara, pues cualquiera comprendería que el sueño aludía a la pérdida de una hermosa flor, en este caso a Margarita. Sin demora, pidió a su compañero que leyera la carta para así corroborar lo que ya sospechaba. En gesto de resignación bajó su cabeza casi hasta tocar su pecho con el mentón y tras suspirar profundamente se prestó a escuchar el contenido de aquellas líneas que decían:

        Salvador:      Sé que en las presentes circunstancias será muy difícil para ti leer esta carta, pero no dudo que tu madre o Roberto te ayuden al respecto. Sé que es inconveniente el comunicarte esto por escrito y no de viva voz, pero en realidad me sentiría algo incómoda al hablarte de esto. Además, debido a tu enfermedad has estado algo distante y he preferido no perturbarte más. Por eso, sin más rodeos quiero que sepas que no nos veremos de nuevo.  En primer lugar, para cuando leas esta carta seguramente estaré fuera del país, rumbo a Norteamérica, donde emprenderé nuevos estudios. Hace un buen tiempo surgió la oportunidad, pero para no alarmarte preferí ocultártelo. Me confirmaron el viaje hace una semana, y aunque quise informártelo en varias ocasiones, fue imposible, como tú ya sabes.  En segundo lugar, debo confesarte que en nuestras últimas semanas juntos pensé mucho en si lo nuestro funcionaría, y supe que no sería así. Creo que somos muy diferentes, y estoy segura que, aún en caso de que este viaje no hubiera surgido, el noviazgo habría terminado. No es que no te quiera, sencillamente creo que tu personalidad es algo “exótica” y, por que no, obsesiva. No quiero ofenderte, pero he llegado a la conclusión que aún debes madurar un poco. Por último, y aunque sea innecesario, quiero que sepas algo más; tal vez merezcas algo de mi franqueza, ya que no tuve el valor de hablarte cara a cara. Hace tres meses conocí a otra persona. Es, de hecho, con quien viajo. Me ha propuesto buenas oportunidades y siendo sincera creo que me he enamorado. No sé cómo sucedió, y no me lo preguntes, pues los detalles suelen ofender más que el mismo hecho.  Esto es solo una explicación y una despedida, agradeciendo todos los buenos momentos y deseándote la mejor de las suertes.  

Margarita.

Cuando Roberto terminó la lectura de la carta puso sus ojos en el rostro de Salvador, con el fin de averiguar el impacto de aquellas palabras  en él. Por su parte, Salvador no dijo una sola palabra y solo se limitó a enseñar un gesto de resignación, como si ya hubiese presentido que eso ocurriría. No derramó una sola lágrima.

Roberto dio unas palmadas en la espalda a su amigo y se despidió con parquedad, tras lo cual salió del estudio, dejando abandonado y en la más absoluta soledad a aquel pintor obsesivo y soñador. Al cerrar la puerta, permaneció unos segundos con su oído sobre ella a fin de escuchar algo. Sin embargo, el silencio en aquel salón era estremecedor.

Salvador no se movió del cómodo sillón en el que escuchó la procaz y tardía confesión de Margarita. Aunque pareciese increíble, no estaba sorprendido. Sabía que, como en muchas otras ocasiones, las posibilidades de que su pareja se cansara de su particular carácter eran muy amplias. No era la primera vez que esto le sucedía. Por otra parte, la frigidez de su relación con Margarita estaba completamente asimilada por él y estaba seguro de que el momento de romper con ella no era muy lejano. Sin embargo, su reflexiva reacción, su pasmo y su silencio obedecían a la humillación que le significaba el ser engañado y traicionado de aquel modo. Si su ceguera, la enfermedad de la hija de su amigo y la desaparición de su hermano eran considerables desgracias, la perfidia de Margarita no era menos, sobre todo por que reflejaba el poco valor que él tenía a los ojos de ella. Su autoestima, como es de esperarse, se había franqueado, mancillado y derruido por completo. Ahora, aunque pareciese increíble, quería dormir profundamente. No temía ya a lo que pudiese soñar, ni le causaba ansiedad el despertar caracterizado por el sonido de misteriosos pasos. Convencido de que nada peor podría ocurrirle, se acomodó abúlicamente en su sillón y pidió al cielo que se le concediera soñar, de ser posible, con el fin de su vida. De modo que, excitado en su ser y dispuesto a todo, permitió que su alma se embarcara en un  nuevo sueño. Sus  singulares visiones no tardarían en aparecer.

  

 

 

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