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No sé cómo he llegado aquí. No me explico el estar en este cuarto sin puertas y sin ventanas, sin apagadores y con las paredes diáfanas y vacías. Además, no había reparado que a pesar de no hallarse foco o lámpara alguna la visión es clara, nítida, no tengo idea de donde venga la luz que alumbra estos muros pintados de un color que no reconozco, algo que nunca había visto, una coloración entre violácea y oscura que por momentos abandona ciertos rincones del cuarto dejándolos más oscuros que otros.

No recuerdo como llegué aquí. Lo último que llega a mi mente es cuando celebraba junto a mí banda haber obtenido el dinero que nos propusimos al empezar “la chamba”. Dan vuelta en mi mente imágenes que no sé si son reales o no: El placer del triunfo, las primeras copas y cervezas; la vecindad del “Tiburón” en donde nunca falta el “bote” y la cocaína si traes dinero. Una “piedra” tras otra, el humo suave y dulzón recorriendo mi garganta, sintiendo como se eleva a mi cabeza dándome la tranquilidad que sólo así encuentro, pero también me invade esa sensación de invencibilidad y poderío que me hace sentir capaz de cualquier cosa.

Esfuerzo la memoria una y otra vez, y nada ¡Maldita sea! tal vez la volví a joder una vez más ¿pero qué estupidez pude haber hecho para estar aquí? esto no se parece en nada a los separos de algún ministerio público, y vaya que he conocido algunos. Pienso y pienso y no sé qué hago aquí, tal vez este es un nuevo tipo de “anexo” al que me han traído mis “jefes”, pero como diablos entré aquí si no hay puertas, hoyos ni ventanas. La última vez que paré en un anexo tenía las marcas de las cuerdas con las que amarraron mis muñecas mis “carnales” dicen que monté una feroz resistencia, pero no… no tengo ninguna marca en las manos ni en los pies, sólo esta desorientación que me provoca este cuarto de cuatro por cuatro con paredes de un color irreal.  He recorrido muchas veces cada rincón, llamo, grito, y golpeo los muros sin encontrar respuesta. Es curioso, pero desde que estoy aquí ha habido momentos en los que me siento tranquilo, momentos en donde desaparecen todas las sensaciones, cómo si me desconectara de todo y quisiese estar en este lugar para siempre y no preocuparme por nada. Y viene una vez más ese sopor que me invade, esa pesadez en mis parpados y en mi cuerpo, que poco a poco nubla mis sentidos.

Abro los ojos y vamos en el automóvil a toda velocidad en las calles del Bulevar de la colonia Resurrección, llevamos a todo volumen el estéreo y las bocinas retumban alrededor como si fueran a explotar. Suena poderosa la melodía de Little Richard, Johnny be good; eso significa que estamos de cacería.

El Molacho va al volante, da vuelta a la calle a toda velocidad rechinando las llantas en el pavimento y me grita:

-¡Ahí están cabrón, son nuestros!-

-¡Párate, ya se chingaron! -respondo, mientras llevo mi mano por inercia a la parte trasera de mi cintura, en donde siento la frialdad del metal de mi pistola escuadra calibre 38.

De un solo brinco estoy pisando el suelo, incluso antes de que el carro haga alto total mientras las llantas chocan con la banqueta cerrándoles el paso a nuestras presas. Alguna vez escuché o leí, no recuerdo, a alguien que decía que “existe el destino, la fatalidad y el azar; lo imprevisible y, por otro lado, lo que ya está determinado”. Nunca entendí esas palabras a pesar de que me llamaron la atención, y creo que este momento pinta exacta la frase. De un brinco estoy frente a frente al “Caras”. En mi mente sólo gira la idea de la venganza y el rostro marchito, pálido y aletargado de David, amigo desde que éramos niños y que al paso de los años se convirtió en mi hermano, y al cual tuve que sepultarlo en medio del dolor más profundo.

Ahora está frente a mí el culpable y estoy en posición de ejecutar mi derecho natural de venganza. El “Caras” se sabe acorralado y empiezo a dibujar en mi mente cada movimiento que sé que va a hacer. Yo lo haría. Cruza su brazo izquierdo al lado contrario de su cintura, es zurdo, lo sé también, aun así espero el momento en que el toque su arma, que sienta que tiene una oportunidad, oportunidad que no tuvo David. Ya lo tengo encañonado y  mido el tiempo en que se empieza a separar la mano de su cintura, parece eterno el momento, pero por fin observo como la luz del faro se refleja pulcra en el metal de su pistola que se asoma, tal vez un revolver o tal vez una nueve milímetros, eso ya no importa, a donde va ya no la va a necesitar, acciono dos veces el gatillo y el sonido brutal rompe el silencio de la madrugada.

Camino lentamente hacia el cuerpo tirado y empiezo a ver a contraluz de un faro callejero como brota en medio de su chamarra, que asoma una playera blanca, y sobre esta una mancha marrón en su pecho que crece a medida que me acerco.

-¡Mátalo también!- escucho en mi espalda el grito del Molacho, grito que me lleva a recular mi atención en el acompañante del “Caras”, sin dejar de apuntar volteo a mi derecha unos centímetros y ahí está, con su rostro pálido y descompuesto por el miedo, su expresión dice que nunca había estado tan cerca de la muerte.

Al sentir mi atención sus ojos expresaron mas angustia, es todavía un chamaco que denota en su rostro no más de diecisiete años mal vividos. Apunto mi arma a su fragilidad adolescente y dudo. Lo había visto algunas veces, nunca se metía con nadie y en algunas ocasiones cuando lo encontraba en la cancha de basquetbol del barrio me saludaba con una pequeño movimiento de cabeza; ahora está parado frente a mí en el lugar y momento equivocado, con quien no debía, con su rostro cómo suplicante. No dejo de apuntar y me acerco lentamente a él. No tengo la misma sensación que hace algunos momentos, ya no siento odio ni rencor, simplemente… Malditos sean los gritos del Molacho, me alteran -¡mátalo de una vez! -grita descompuesto. Mis ojos se encuentran con los suyos. Cierro los míos un momento y…     …¡Haaag!

Abro mis ojos y trago aire buscándolo afanosamente. Todavía retumban en mis oídos el requinto de guitarra de “Ricardito”. Me encuentro de nuevo en el cuarto extraño, no sé si acabo de despertar de un sueño o una alucinación, si esto pasó en realidad o es una alteración de  mi cerebro; sin embargo, siento el dolor, no el físico sino el del alma. Recuerdo a David, mi amigo, su muerte, pero no recuerdo nada más. ¡Dios mío…! ¿Habre disparado contra ese morillo?

¡Maldita sea! ¿Dónde estoy? siento las lágrimas corriendo por mis ojos, lloro y no sé porqué; no sé si por mí, por lo que soy, por los que fui, o por lo que no pude ser. Mi vida en el barrio siempre fue una lucha constante, defenderte de los más grandes cuando eres niño, y cuando menos te das cuenta quieres ser el más chingón, el de la mejor ropa, la mejor vieja, los mejores tenis, la mejor joya, el mejor carro, cuando menos piensas todo es vacío y superficial. 

Muchas veces comí sin tener hambre, dormí sin tener sueño, a veces cogí con mujeres sin amarlas y le di a mi cuerpo más de lo que realidad necesitaba, pensando y persiguiendo fantasmas y demonios de sufrimientos que por el tiempo ya habían caducado y que sólo estaban vivos únicamente en mi memoria. En esta habitación no pasa nada, o tal vez pasa todo. Ahora ya no siento ni sueño, ni hambre, ni deseo. Es más, es la primera vez que paso tanto tiempo sin hablar ¡Cabrón! cuantas veces hablaba sin tener que decir algo. Creo que me está gustando este lugar. Ya no se cuanto tiempo he pasado aquí, sólo sé que  hay momentos en que siento la mirada de pequeños hombrecitos que recorren la habitación de un lugar a otro, son como duendecillos  que aparecen y desaparecen en los rincones de esta habitación. Son fugaces y rápidos, empezando un segundo están frente a mí y en la mitad del mismo desaparecen, sé que no les simpatizo y hay momentos que el miedo invade mis sentidos pensando que en el supuesto de que durmiese, estarán ahí, prestos para deshacer mi cuerpo con pequeñas navajas y cuchillos. Son todos ellos, ya los vi. El “Caras”, David mi amigo; el “Charifas”, quien murió cuando asaltábamos un camión de cervezas, lo asesinó un policía estando desarmado; la “Lolis” valedora de la adolescencia quien se quedo en “el viaje” mientras nos drogábamos; ese viejo tendero español que me despache hace años; y son tantos, tantos amados y odiados que han muerto desde que existo. Lo poco que me consuela es que no he visto a ese muchachito del parque, aquel que andaba con el “Caras”, creo que vive.

No sé, no recuerdo.  Otra vez viene el sopor. No, no dormiré, no lo lograran, pero… ¿qué me pasa? los duendes ni los hombrecitos existen, entonces… ¿qué pasa conmigo? Los parpados me pesan aun más a cada segundo. Cruza una pregunta por mi mente como el recordatorio de una maldición… ¿quién soy yo? Se me olvida mi nombre, por momentos lo recuerdo y en otros se va. Cierro mis ojos un momento y… “Hola, soy tu” dice la imagen de un niño al otro lado del espejo que aparece frente a mí en cuanto abro mis ojos.

Salto hacia atrás y me encuentro en medio de un baño, con las paredes grisáceas que algún día fueron blancas y ahora reventadas por el sarro, moho y hongos crecidos entre las hendiduras del azulejo, el piso pegajoso y húmedo, con la insuficiente luz de un pequeño foco que difícilmente  ilumina el oxido de las llaves y regaderas, con una taza de baño en el fondo llena alrededor de desperdicio de papel que indica el nauseabundo contenido que se adivina por el olor inmundo. Me acerco lentamente una vez más al espejo con el temor de encontrar algo anormal, pero no, únicamente mi rostro. Observo a mi alrededor y creo reconocer el lugar, sí ahora recuerdo donde estoy: es uno de los dos viejos baños de la vecindad donde crecí.

Los vados recónditos de mi mente me empiezan a llevarme cuando tenía 11 años. Recorro cada palmo de la negruzca pared frente al espejo del asqueroso baño y cerca del wáter encuentro un pequeño agujero tapado con papel sanitario amasado y seco. Ese pequeño agujero los descubrimos David y yo en el calor de nuestro libido para observar a las vecinas desnudas. Los recuerdos llegan de golpe, veo a través del agujero y ahí está Lolis a sus 10 años, desnuda, con su piel húmeda y con la mirada perdida, como absorta en la nada, y veo a Robaina, el maldito, acercarse a ella y recorrer con sus manos su frágil cuerpecito aun de niña. Los recuerdos y las imágenes y los sentimientos incesantes en mi mente chocan unos con otros y me regresan cuando niño.

Lolis, llegó a la vecindad junto a su madre desde algún lugar en el mar cuando tenía escasos cinco años. Su mamá, una morena de belleza brava que de a poco se fue marchitando tras las eternas desveladas en los bares de teiboldance en los que tuvo que trabajar para sobrevivir, conoció y ligó su vida a Robaina, el maldito, un ratero poca monta en el barrio que poco a poco se fue metiendo a su vida y a su cama, y terminó viviendo con ella y con su hija. Lolis, un año menor que yo, creció junto a mí y a mis hermanos hasta la adolescencia. Como olvidarla en el día de Reyes cuando llegaba emocionada temprano en la mañana a despertarnos para enseñarnos sus juguetes y jugar con los nuestros. Lolis, siempre amiga, siempre sonriente. Lolis cambió después de lo que vi, se volvió retraída, ausente del mundo que alguna vez fue feliz y ahora le daba la espalda. Me acercaba a ella en el patio de la vecindad y sólo atinaba a tomar su mano y quedarme callado durante largos momentos hasta que ella se paraba y se iba.

Tiempo después, Lolis y su madre se mudaron de la colonia Resurrección a otra colonia cercana. De Robaina, el maldito, nos enteramos que murió a manos de su banda acribillado, no sin antes arrancarles cada una de las uñas de los pies y tirarlo a una alcantarilla, todo por haberles robado un botín de joyas.  Pero el daño ya estaba hecho. La nebulosa del tiempo y el destino me llevó a encontrarme muchas veces más con Lolis, siempre al calor de la música de la salsa y la guaracha que se bailaba en los festines del barrio. Ya en los 18 años, cuando el ímpetu de la juventud nos llevaba a querernos comernos la vida de un bocado, observaba a Lolis entregada al baile y a la música primero, después al alcohol y a la cocaína. Más de una vez nos encontramos en las fiestas de vicio, en donde ella fumaba como si quisiese que el mismo mundo se evaporara en el humo que devoraba su aliento en la lata perforada y adaptada a pipa.

–He carnalita, aguanta, poco a poco. La vida es larga y hay que vivirla -le decía tratando que frenara su forma de fumar crack.

Ella me miraba condescendientemente con sus ojos profundos y porteños y solo me reviraba -…si tú supieras lo mierda que puede ser el mundo… créeme hermanito… -atorada las palabras en su garganta se abrazaba a mí y se abandonaba al efecto de la droga.

Algunas veces fumamos juntos, otras terminaba pagando de los botines que el “trabajo” dejaba para que no la humillaran y corrieran de los fumaderos. Pero Lolis no se permitió una segunda oportunidad, algunos meses después de no verla, las noticias de su muerte llegaron. Su vida quedo dentro de un viaje de alcohol, cocaína y pastas, tal como ella lo fue ideando.

Lolis me enseño que hay dos formas de llegar a la drogadicción: una, por el orgullo y la prepotencia que da la estupidez de la juventud; la otra, la necesidad de muchos de encontrar escapatoria de la realidad, y en esa búsqueda toparse con puertas extrañas y peligrosas en donde la muerte aparece como una triste bendición.

Y ahora estoy aquí una vez más, viviendo lo que mi mente sepultó en el olvido. Yo era tan sólo un niño que sin querer fue testigo del abuso hacia su pequeña fragilidad, no sabía qué hacer que decir, salí corriendo del baño sin mencionar a nadie lo que había visto ¡Como decirle a mí madre o mis hermanos!... no me creerían, sabrían que estaba de mirón y no sé… ¿Qué podía hacer si sólo era un escuincle…? Un pobre chamaco tonto y cobarde que no supo defender tan sólo una pequeña parte de lo que amaba en la vida.

Observo las penumbras rotas por la luz mortecina del foco alrededor del pestilente baño, veo mi rostro en el bruñido espejo en la pared. Vuelvo a vivir ese momento pero ya no como un niño, el espejo me dice que el tiempo ha pasado y que Robaina, el maldito, está tan sólo a unos metros en el baño de lado y que estamos en igualdad de circunstancias. Abro mi puerta y de un paso estoy frente a la puerta del baño contiguo -todo está como en mis recuerdos-. Recargada en la pared derecha de la puerta, en medio de la penumbra, observo una varilla carcomida por el oxido que al momento de tomarla hace un perfecto contacto ergonómico con mi mano. Excelente. Reviento de una patada la desvencijada puerta de metal y me encuentro a espaldas de Robaina, el maldito, frente a él en la pequeña tina de metal esta Lolis con su piel húmeda y su rostro perdido

–¡Chingaste a tu madre perro!  -desgarra mi garganta empuñando la varilla con mi mano y con mi odio-.

Una ráfaga de aire helado sale del fondo del cuarto y Robaina, el maldito, voltea hacia mí con la piel del rostro carcomida y con las cuencas, en donde tendría que tener ojos, totalmente vacías

–Lo hecho, hecho esta, y tu algún día estarás conmigo en el infierno junto con ella  -dice refiriéndose a Lolis con una voz fría y tétrica-.

Me abalanzo con la varilla hacia su cuerpo sin poder evitar cerrar mis ojos una fracción de segundos y…

De nuevo me encuentro en esta habitación de paredes raras, ahogado en mis lágrimas, sin más voluntad que la de respirar el aire a mi alrededor. Dios mío, no sé cuánto tiempo ha pasado desde mi encuentro en el baño de la vecindad, pero francamente no me importa. Hay momentos en que mi mente queda totalmente en blanco relajando mi cuerpo en una paz que invade todo mis ser ¿Será esta la muerte…?  No lo sé, quizá… será que ahora que estoy consciente de la muerte es como asumo esta profunda soledad a mi alrededor, será que este es el escape que siempre busque en el dulce vicio, o este es el sitio justo al que me han llevado mis fracasos y frustraciones que se convirtieron en odio. Un odio que sólo pude desahogar en quimeras y que nunca tuvo un rostro y un nombre, un odio que  desbordaba sólo hacía aquellos determinados a morir igual que yo, sin sentido alguno. No lo sé… simplemente no sabría.

Por momentos, la memoria y los recuerdos se me escapan, el rostro de mi madre y de mis hermanos además de sus nombres. Los repito una y otra vez con el anhelo de que se queden en mi mente; el rostro de esa bella morena con caderas perfectas como el cielo, que conocí hace unas semanas y de la cual se me va su nombre ¡Pero no, esto no puede terminar así! tengo que salir de aquí ¿pero cómo, como putas madres? Hurgo en mi mente y recuerdo de niño –y aun de grande-, cuando en mis pesadillas me hacia consciente de estar soñando y no podía despertar, buscaba una altura, una azotea, un barandal, un lugar de donde pudiera saltar al vacío y sentir esa sensación de abandono que me hiciera despertar. Y Ahí está una vez más esa sensación, ojala sea la última. Cierro mis ojos un momento, relajo mi cuerpo y me dejo llevar por ese sopor que por momentos…

Abro mis ojos y es tal como la recuerdo, ese viejo patio enorme rectangular rodeado de lavaderos con la escalera al centro que llevaba al segundo nivel y a la azotea; y en todo su alrededor, las puertas de cada vivienda que al paso de los años encerraron sucesos e historias que se perdieron cuando fue derribada para dar paso a un centro comercial, y que sólo quedan en las memorias de lo que vivimos aquí alguna vez: ¡es la vieja vecindad en donde crecí!

Estoy parado en el centro de del patio y me invade una sensación de irrealidad, respiro un aire pesado y la atmosfera se siente brumosa y espesa, el cielo se nota gris, silente, abstracto, como dibujado sobre un papel. Corro hacia la escalera. Sé que tengo que ir al punto más alto. Los pies me pesan y entre más acelero más difícil es poner un pie frente al otro; un escalón y otro a la vez y cada que subo uno más difícil es subir. Observo a mí alrededor y en cada puerta hay alguien que me observa, llego al final de la escalera y recorro el pasillo que me lleva al siguiente nivel, me paro y volteo y en cada puerta están parados todos: El Caras, aun con su camisa blanca ensangrentada; Lolis, con su mirada triste y perdida de cuando niña; El Charifas, quien cayó a mi lado en nuestras andanzas; David, mi amigo y hermano; en otra, mi abuelita Carmen, mujer enorme y generosa quien representó todo lo bueno de mi niñez. En la puerta más alejada esta él, Robaina, el maldito. Todos están mirándome y haciendo un extraño símbolo que forman con los dedos índices tocando los pulgares de la mano contaría para crear un rectángulo horizontal que recargan en su pecho, como si formaran una pistola con sus dedos, una arriba de la otra en dirección contraria.

Todos me muestran el rectángulo y no entiendo, sólo mi abuela con su rostro apacible lleva su dedo índice a sus labios en señal de silencio, señala hacia la otra escalera y con su mano derecha me dice adiós. Raudo, retomo la carrera y los pies me pesan aun más, subo la vieja y derruida escalera de caracol que me lleva a la azotea y me dirijo a la esquina donde convergen dos pequeñas bardas y subo a ellas como en los días de mi niñez, cuando a escondidas escapaba y llegaba hasta este rincón mío, alzaba la vista hacia el cielo y sentía el aire en mi rostro dándome el efecto de volar y tocar el cielo. Estoy a punto de saltar pero algo me detiene, oigo una voz lejana, no entiendo lo que dice; dudo una vez más de dar el paso final cuando resuena otra vez en mi mente la misma voz y de pronto cierro los ojos y…

Abro los ojos, siento de golpe el aire que inunda y atraganta mi garganta y golpea mi rostro, la luz del sol entra de lleno y lastima mis pupilas. Hago un esfuerzo  por abrir los ojos y miro alrededor, estoy en la cornisa del segundo piso del edificio en donde vivo, atrás de mi esta la ventana que da al departamento, en el interior mis hermanos me miran atónitos y espantados; oigo una vez más la voz, pero esta vez clara y fuerte, miro hacia el vacío frente a mí y de entre un grupo de gente atónita observándome encuentro la fuente de la voz: es mi madre que a todo pulmón grita mi nombre desesperada una y otra vez tratando de evitar que me lance al vacío. Aspiro otra bocanada profunda de aire, miro la inmensidad del cielo aturquesado y por fin sé que estoy en casa, y sí, esta es la realidad.

Han pasado ya dos semanas desde que desperté en la cornisa. La última noche que recordaba sufrí una severa intoxicación con alcohol, pastillas y coca que casi me deja en “el viaje”. Dice mi madre que estuve varios días delirando y momentos en los que me paraba hablando y con la vista perdida, que llegue a tomar cuchillos para atacar y amenazar a mis hermanos y tíos. Debido a eso tuvieron que tenerme amarrado y sometido; pase varios días sin dormir, sin comer, hablando incoherencias; mi madre y mis hermanos temían que quedara loco de por vida, pero mi madre no dejo que me llevaran. Ella misma relata que el día que desperté ella se disponía a trabajar, que estando ya lejos tuvo un presentimiento y que regresó. Mis hermanos dicen que no saben cómo fue que logré soltarme estando amarrado y que no hubo fuerza capaz de impedirme salir por la ventana. Mi madre al verme a un paso de la muerte no paró de gritar una y otra vez mi nombre para que reaccionara. Lo logró.

Ha pasado ya mucho tiempo. Dejé las drogas y el robo a mano armada, sólo de vez en cuando llego a tomar una que otra cerveza, es más he empezado a trabajar en algo que llaman “los lanzamientos” y a veces deja buen dinero. A veces recuerdo y trato de responderme qué fue lo que paso en mi mente, todo lo que experimenté y hacia adonde me ha llevado. De vez en cuando mis pasos me llevan a la Plaza de Garibaldi y me siento a observar al “escuadrón de la muerte”, todo el grupo de alcohólicos y drogadictos indigentes que pueblan la plaza en las noches. Tal vez pensando que pude haber terminado así. Hay  uno en especial que me llama la atención, un hombre de edad indescifrable debido a las costras de mugre, suciedad y marañas de cabello, que pasa la mayoría del tiempo, cuando lo observo hablando consigo mismo, gritando y gesticulando cosas sin sentido totalmente absorto de la realidad.

Una tarde lo miraba fijamente sin disimular mi interés, hubo un momento en que de golpe corto sus monólogos, volteo hacia mí,  su rostro y su mirada pareció que de pronto cobraban coherencia, pero lo único que hizo fue juntar sus dedos índices con sus pulgares formando el símbolo del rectángulo en el pecho, tal como lo hicieron todos los muertos que vi en mi delirio. Fue un momento fugaz que duro sólo unos segundos y que tal vez pude haber imaginado, ya que de pronto perdió esa mirada y regresó a sus monólogos sin sentido. No lo sé… sólo me aleje de ahí recordando que tengo que tener cuidado si no quiero regresar a esa habitación en la mente que todos llevamos consigo y a la que muchos que han caído, no han salido jamás.     

Fin

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