Abro mis ojos y trago aire buscándolo afanosamente. Todavía retumban en mis oídos el requinto de guitarra de “Ricardito”. Me encuentro de nuevo en el cuarto extraño, no sé si acabo de despertar de un sueño o una alucinación, si esto pasó en realidad o es una alteración de mi cerebro; sin embargo, siento el dolor, no el físico sino el del alma. Recuerdo a David, mi amigo, su muerte, pero no recuerdo nada más. ¡Dios mío…! ¿Habre disparado contra ese morillo?
¡Maldita sea! ¿Dónde estoy? siento las lágrimas corriendo por mis ojos, lloro y no sé porqué; no sé si por mí, por lo que soy, por los que fui, o por lo que no pude ser. Mi vida en el barrio siempre fue una lucha constante, defenderte de los más grandes cuando eres niño, y cuando menos te das cuenta quieres ser el más chingón, el de la mejor ropa, la mejor vieja, los mejores tenis, la mejor joya, el mejor carro, cuando menos piensas todo es vacío y superficial.
Muchas veces comí sin tener hambre, dormí sin tener sueño, a veces cogí con mujeres sin amarlas y le di a mi cuerpo más de lo que realidad necesitaba, pensando y persiguiendo fantasmas y demonios de sufrimientos que por el tiempo ya habían caducado y que sólo estaban vivos únicamente en mi memoria. En esta habitación no pasa nada, o tal vez pasa todo. Ahora ya no siento ni sueño, ni hambre, ni deseo. Es más, es la primera vez que paso tanto tiempo sin hablar ¡Cabrón! cuantas veces hablaba sin tener que decir algo. Creo que me está gustando este lugar. Ya no se cuanto tiempo he pasado aquí, sólo sé que hay momentos en que siento la mirada de pequeños hombrecitos que recorren la habitación de un lugar a otro, son como duendecillos que aparecen y desaparecen en los rincones de esta habitación. Son fugaces y rápidos, empezando un segundo están frente a mí y en la mitad del mismo desaparecen, sé que no les simpatizo y hay momentos que el miedo invade mis sentidos pensando que en el supuesto de que durmiese, estarán ahí, prestos para deshacer mi cuerpo con pequeñas navajas y cuchillos. Son todos ellos, ya los vi. El “Caras”, David mi amigo; el “Charifas”, quien murió cuando asaltábamos un camión de cervezas, lo asesinó un policía estando desarmado; la “Lolis” valedora de la adolescencia quien se quedo en “el viaje” mientras nos drogábamos; ese viejo tendero español que me despache hace años; y son tantos, tantos amados y odiados que han muerto desde que existo. Lo poco que me consuela es que no he visto a ese muchachito del parque, aquel que andaba con el “Caras”, creo que vive.
No sé, no recuerdo. Otra vez viene el sopor. No, no dormiré, no lo lograran, pero… ¿qué me pasa? los duendes ni los hombrecitos existen, entonces… ¿qué pasa conmigo? Los parpados me pesan aun más a cada segundo. Cruza una pregunta por mi mente como el recordatorio de una maldición… ¿quién soy yo? Se me olvida mi nombre, por momentos lo recuerdo y en otros se va. Cierro mis ojos un momento y… “Hola, soy tu” dice la imagen de un niño al otro lado del espejo que aparece frente a mí en cuanto abro mis ojos.
Salto hacia atrás y me encuentro en medio de un baño, con las paredes grisáceas que algún día fueron blancas y ahora reventadas por el sarro, moho y hongos crecidos entre las hendiduras del azulejo, el piso pegajoso y húmedo, con la insuficiente luz de un pequeño foco que difícilmente ilumina el oxido de las llaves y regaderas, con una taza de baño en el fondo llena alrededor de desperdicio de papel que indica el nauseabundo contenido que se adivina por el olor inmundo. Me acerco lentamente una vez más al espejo con el temor de encontrar algo anormal, pero no, únicamente mi rostro. Observo a mi alrededor y creo reconocer el lugar, sí ahora recuerdo donde estoy: es uno de los dos viejos baños de la vecindad donde crecí.
Los vados recónditos de mi mente me empiezan a llevarme cuando tenía 11 años. Recorro cada palmo de la negruzca pared frente al espejo del asqueroso baño y cerca del wáter encuentro un pequeño agujero tapado con papel sanitario amasado y seco. Ese pequeño agujero los descubrimos David y yo en el calor de nuestro libido para observar a las vecinas desnudas. Los recuerdos llegan de golpe, veo a través del agujero y ahí está Lolis a sus 10 años, desnuda, con su piel húmeda y con la mirada perdida, como absorta en la nada, y veo a Robaina, el maldito, acercarse a ella y recorrer con sus manos su frágil cuerpecito aun de niña. Los recuerdos y las imágenes y los sentimientos incesantes en mi mente chocan unos con otros y me regresan cuando niño.
Lolis, llegó a la vecindad junto a su madre desde algún lugar en el mar cuando tenía escasos cinco años. Su mamá, una morena de belleza brava que de a poco se fue marchitando tras las eternas desveladas en los bares de teiboldance en los que tuvo que trabajar para sobrevivir, conoció y ligó su vida a Robaina, el maldito, un ratero poca monta en el barrio que poco a poco se fue metiendo a su vida y a su cama, y terminó viviendo con ella y con su hija. Lolis, un año menor que yo, creció junto a mí y a mis hermanos hasta la adolescencia. Como olvidarla en el día de Reyes cuando llegaba emocionada temprano en la mañana a despertarnos para enseñarnos sus juguetes y jugar con los nuestros. Lolis, siempre amiga, siempre sonriente. Lolis cambió después de lo que vi, se volvió retraída, ausente del mundo que alguna vez fue feliz y ahora le daba la espalda. Me acercaba a ella en el patio de la vecindad y sólo atinaba a tomar su mano y quedarme callado durante largos momentos hasta que ella se paraba y se iba.
Tiempo después, Lolis y su madre se mudaron de la colonia Resurrección a otra colonia cercana. De Robaina, el maldito, nos enteramos que murió a manos de su banda acribillado, no sin antes arrancarles cada una de las uñas de los pies y tirarlo a una alcantarilla, todo por haberles robado un botín de joyas. Pero el daño ya estaba hecho. La nebulosa del tiempo y el destino me llevó a encontrarme muchas veces más con Lolis, siempre al calor de la música de la salsa y la guaracha que se bailaba en los festines del barrio. Ya en los 18 años, cuando el ímpetu de la juventud nos llevaba a querernos comernos la vida de un bocado, observaba a Lolis entregada al baile y a la música primero, después al alcohol y a la cocaína. Más de una vez nos encontramos en las fiestas de vicio, en donde ella fumaba como si quisiese que el mismo mundo se evaporara en el humo que devoraba su aliento en la lata perforada y adaptada a pipa.