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Pobre mi padre, tantas mujeres, tantos amigos y tanto licor desperdiciados. Yo nunca tuve nada ni a nadie y eso me consuela, tuve padres y hermanos y una abuela que me malcrió, o creí tenerlos; de resto, la botella plena de tranquilizante: exuberante, hermosa, tierna, fiel y leal, nunca me ha fallado y sé que no lo hará por los años que me resten de vida que, estoy seguro, no van a ser muchos porque este líquido tan precioso y, dicen, perjudicial, mata lentamente pero, como decía mi padre, “yo no tengo ningún afán”. Algún día mi madre le dijo, “oiga, don Leopoldo, se va a morir de tanto tomar” y él alzó la copa, la miró con amor, a la copa no a mi madre, y pronunció unas palabras de sabio: ”Si nos hemos de morir, vayámonos enfermando” y se mandó el trago sin consideraciones luteranas.

Cómo recuerdo ese bendito restaurante enclavado en el centro de la capital y rodeado de los negocios más populares y rentables del vicio general, especialmente para las clases media y baja: billares, tabernas y burdeles; que ironía, y fue mi padre el que llevó a su hijo enfermito que casi no se cría, el consentido de la abuela, de su propia  madre, que en paz descanse, para ayudarle entre ladrones, homosexuales, vividores y putas, ¡que desgracia Dios mío!, me decía descorazonado, mientras me ubicaba en ese nuevo destino; los años de la infancia como acólito y protegido de la abuela estaban muy lejos y los cuatro años de internado también.

Allí aprendí a defenderme de las acechanzas del mundo, el demonio y la carne y, aunque inocente en muchos aspectos, sabía o sospechaba lo que podía encontrar en la capital. Nunca, jamás, en mis sueños más locos, me aproximé a la realidad que viví durante tres años y que me consumieron, definitivamente en el vicio y el alcohol. El restaurante de mi padre estaba en un lugar inmejorable del centro de la ciudad mayor y fría del país, bien ubicado, mírese desde donde se mire, rodeado de clientes y clientas, si se puede decir y con un servicio  a domicilio que no existía, en la época, en otros negocios de lo mismo. Mi padre me presentó como él me veía, su hijo mayor que llegaba a ayudarles en la caja y con las cuentas porque para algo estaba estudiando y que tuvieran paciencia porque era un poco torpe y apendejado, gracias padre por lo que me corresponde.

Los años de la capital transcurrieron como lo que fueron: un mierdero sempiterno sin pies ni cabeza del cual nunca me repuse y que guardé en el alma, mientras la tuve, como los recuerdos mas bravos y malparidos de mi existencia. Mi padre no me hizo un favor, quería demostrarse y demostrarle a los demás que el dinero invertido en el estudio de su hijo mayor estaba bien gastado, y, como las calificaciones finales del colegio demostraban que yo era un buen alumno, él necesitaba demostrarle a los amigotes, que no creían en la ciencia y la literatura, que el dinero invertido en estudio si servía para algo y lo demostraba con el hijo que llegaba a administrar las finanzas del restaurante.

Yo, que demonios sabía de cuentas, balances y otras desgracias contables que representaban para mi un laberinto insondable; sin embargo, metí las manos y todo el cuerpo y le cuadré a mi padre las finanzas de tres años, por lo menos, y él confió en mi...para mi infortunio.  Todos los días viajaba, yo, desde el pueblo cercano hasta la capital para hacerme cargo de las cuentas del restaurante.  Mi padre, como siempre, solo se desplazaba según su estado de genio o de la borrachera del día, y es que mi forma de beber no era gratuita, hablando con mi madre, años después, supe de mis ancestros alcohólicos, mi bisabuelo y mi tatarabuelo desocupaban envase por parte de la madre y, por parte de los padre la historia era parecida, que dicha.

Acompañaba a mi papá en el restaurante desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche, cuando salía el último bus, a veces hacíamos cuentas pero, por lo general, me recibía lo que quisiera entregar. Sacaba unos billetes para enviar a mi madre y me despachaba sin más; al principio todo bien, después de darme cuenta para donde salían las ganancias comencé a sisar como en las buenas épocas de la tía en el pueblo y siempre tenía dinero para el chorro, trago, bebida, licor o como se le quiera llamar. Viajaba en el último autobús de la noche, siempre lleno de borrachos y trasnochadores, de manera que nadie se daba cuenta de la media botella que yo me desocupaba durante el trayecto. Como en la casa ya estaban acostumbrados a mi horario desacostumbrado, no tenía inconvenientes por llegar a las tres o cuatro de la mañana porque llegando al pueblo, me bajaba medio entonado y me metía en uno de los antros del centro a seguir bebiendo, y nada más; las mujeres de mi pequeña ciudad disponibles para las necesidades apremiantes del cuerpo eran horrorosas; unas mujeres como de cien años, les calculaba yo, con maquillaje que daba risa o pesar, algunas parecían payasas horrorosos para asustar a los niños malcriados.

Yo, acostumbrado a ver a las nenas de la capital, que ocupaban los servicios de restaurante de mi progenitor, repartidas en esos burdeles elegantes del centro y accesibles a mis deseos cuando se me diera la gana; que me iba a fijar en los esperpentos de mi pueblo, y lo digo porque los viejos del barrio, amigos de mi padre, sabedores de que yo cargaba dinero, me invitaban a compartir sus diversiones pueblerinas, que incluían juego de billar para acariciar a estos entes envejecidos y feos. Uno de los amigos de mi progenitor abrazado a una cosa de esas me dijo: “venga mijo y aprenda”; y es que yo los veía hacer y no hacía porque me causaban asco mientras ellos interpretaron mi repudio como falta de hombría y un día me lo dijeron: ”Es que a usted no le gustan las mujeres” y yo los dejé con su duda.

Algún día uno de esos personajes pasó por el restaurante y almorzó y, como tenía muchas cosas que hacer le dijo a mi padre que me permitiera acompañarlo; fuimos a muchas oficinas y, después, con gesto pícaro  me dijo que me iba a llevar a un sitio que jamás olvidaría, y qué lo iba a olvidar, todas las putas eran como de la edad de mi abuela y el hombre feliz y yo más aburrido que un vegetariano en un asado de carne; el viejo seguía asombrado por mi falta de interés y me preguntó de frente ¿es que a mijo no le gustan las mujeres?  Yo, con el candor de mis dieciséis años le contesté: “si señor, pero es que estas viejas no son mujeres, son brujas”; al hombre casi le da un infarto porque pensaba que me había llevado al séptimo cielo. Con todo respeto le sugerí que si quería conocer mujeres de verdad me dejara guiarlo y casi se muere del infarto, ¿yo, el sano, el tierno, el apocado, el casi pendejo invitándolo a donde mujeres verdaderas?, Como se había tomado unos tragos aceptó y la impresión por poco lo mata; timbré y el marica de siempre abrió la rejilla de la puerta para mirar quien era, cuando me reconoció me saludó por el nombre y abrió, ahí comenzó el asombro del veterano. Después subimos las escaleras interminables y saludé de beso en la boca y nombre a todas, óigame bien, todas las mujeres del putiadero y lo presenté como un viejo amigo; me tocó cerrarle la boca y secarle la babas ante tanta belleza. ¿Lo mismo? Preguntaron. Lo mismo, contesté y senté al pobre viejo en mi mesa preferida a desocupar la media de ron con agua fría y limón; le senté seis mujeres en las piernas, una por una, y lo volví loco.

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