Ir a: Los hinchas del santo padre (4)
"El cobro de los diezmos y primicias de la iglesia de Dios enriquece al cura y los importantes. Se realizan matrimonios por conveniencia. Don Fructuoso participa en otra de las tantas guerras civiles que asolaron la patria en el siglo XIX..."
Durante las interminables charlas diarias tejían casullas hermosísimas, amitos impolutos del más fino lino importado de las Europas, bordaban la mantelería del altar y cosían la ropa necesaria para los ritos del culto, torcían cíngulos celestiales, bordaban capas, cubre lechos, sábanas y cuanto pudiera requerir el guardarropa sagrado del sacerdote que algún día llegara. Querían estar listas cuando apareciera el santo varón de sus ruegos al señor arzobispo, lo exigían como un reflejo de un patriarca bíblico y les llegaría diez años después en la persona de José María Querubín, imagen viva del ministro soñado y requerido, por este motivo no hubo el enfrentamiento, que todos esperaban, entre ellos; él compaginó con la imagen forjada por ellas. También pudieron asegurar que ellas no hubieran aceptado al curita que se desbarrancó y todavía sale a solicitar compañía de los viajeros; se explicaron que devolvieran a la capital al sacerdote que llegó cuatro años antes de la aparición del enviado del cielo; “cuando hizo llover ceniza y marcó en nuestras frentes cruces de plata como premio a nuestra fidelidad, descreídos”.
Desde su casa Aminta se preocupó por la soledad del extranjero y le envió comida “a ese señor tan atento que siempre me saluda desde la ventana; Rita, llévele una jarra con leche para los niños que tiene en la jaula, pobres angelitos y...”. El alemán les decía “gracias señoras, y ellas, ruborizadas le corregían “señoritas”; y él enmendaba “Perdón señoritas, gracias”, pero con acento de su patria, que era como ellas creían que hablaban todos los alemanes de Alemania. “Murió don Carlos Fructuoso Hernández por muerte de edad, ese si era un liberal de los buenos, de los antiguos, creyentes de Dios y temerosos de sus iras divinas; los de ahora son masones y ateos. Pobre viejo, viudo por tres veces, lo llamábamos “Matasuegras” y para colmo de males el único hijo que permaneció a su lado fue este calavera que no respetó las tradiciones y se llevó el cadáver para Santa Úrsula para sepultarlo con honras solemnes. Esto lo recordamos cuando el actual se amancebó allí mismo con una tal Encarnación Mora.
Después del sepelio dijo a quien quisiera escuchar: “Aquí se queda mi papá porque este si es un pueblo puto, liberal y macho”. Allí también aparecieron las campanas de Quente años después y se descubrieron porque su hijo Venancio, el de allí, regó el cuento de que su mamá tenía unas matas muy bonitas sembradas en unas campanas. Don fructuoso al quedar huérfano decía con tristeza: “Lo que más me ha dolido en la vida es la muerte de mi padre. Viejo liberal y Berraco de los de antes, que no le temblaban los pantalones para nada ni le comía cuento al miedo, por eso no lo dejo en este pueblo de godos come mierda donde vivió por amor a mi madre, la única goda buena del mundo, cabrones”.
Transcurrida una noche con lluvia de murmullos que resonaron por las calles, en las casas y en nuestros pensamientos explicaban ellas. “Sonaban igual que secretos de ángeles y los truenos como suspiros de inocentes”. Clotilde dio a luz a Eurípides que fue un sabio pero murió de indigestión de conocimientos según la partida de defunción expedida por el médico recién llegado durante el clamor de llanto de la lluvia del año siguiente y que no estuvo sobrio uno solo de los días de vida en Quente. Concepción parió a Eulalio en San Antonio y algún día cayó de la hamaca y quedó atronado por vida. Encarnación tuvo a Cantalicio quien recorrería las llanuras infinitas y la selva con sus cantos de la tierra. María del Carmen casi muere destrozada en el parto al concebir a Capitolino. Engracia, durante el delirio de una fiebre religiosa recibe a José María Cristo de la Santísima Trinidad en Fiquiteva y Mercedes dio a luz trillizos en El Paraíso, los nombró José Aniceto, José Gregorio y José Armando, tuvieron una defunción fantástica y tuvo que reponerlos, como dispuso su, marido. Pólvora inicua y satánica estalló en los seis pueblos para celebrar el acontecimiento; se elevaron cohetes de seis truenos que se multiplicaron por las hondonadas, los morichales, los cauces de caños y ríos, las chozas de indios y peones que encomendaban a Dios al patrón: “Señor Diosito protégelo de todo mal y peligro porque es bueno y nos da plazo para pagarle, gracias patrón y gracias Señor Dios, cuida a tu hijo don Fructuoso...”
En el único poblado de los suyos sin celebración fue Quente, donde no quiso quedarse y prefirió El Paraíso donde nacieron los trillizos. En los cinco pueblos hubo parrandos de celebración. El que quiso tomar tomó hasta intoxicarse y vomitó y volvió a tomar, “Tranquilos que todo corre por mi cuenta”. Y el que quiso comer comió y el licor y la comida abundaron. José María subió a la torre de las campanas a mirar desde la altura de la iglesia y de su soberbia los resplandores de alegría y de irrespeto a los días de cuaresma por las fiestas paganas que patrocinaba el impío. Descubrió feligreses de su parroquia en las veredas más apartadas y colindantes con los otros pueblos incrédulos entregados a la gula, la lujuria y otros pecados por culpa de ese Fructuoso Hernández que se irá al final de su vida a lo más profundo de los infiernos. Ojala Dios le envíe una muerte atroz.
Resonaron los bronces extranjeros de las campanas con repiques de Ira Divina, volaron enjambres de avispas de advertencia y se metieron en los miedos atávicos o picaron sentimientos de culpa; se dispersaron por todas partes los fantasmas de terrores religiosos con gemidos de torturas infernales, azotaron las emociones látigos musicales de hacer llorar cristianos y la carga melódica de los repiques febriles, interpretados por el prelado en persona, obligaron a todos los habitantes a orar de rodillas en los reclinatorios, los bancos de madera o el físico suelo que lastimaba el cuerpo “... por el perdón para nosotros por los pecados que comete y hace cometer ese hereje. Perdónanos Señor por nuestras faltas y las ofensas graves que cometen esos malvados liberales. Perdónanos Dios Nuestro por sus culpas y no envíes sobre nuestras cabezas castigos mayores, Señor, ten piedad de nosotros”.
Después de la lluvia de llanto de otro onomástica se encontró tirado en el suelo, mojado y temblando a un hombre vestido como los filipichines de las revistas que leen las señoritas. ¿Qué buscará por acá? Debe ser de familia importante por la ropa que trae puesta pero hiede a aguardiente. El hombre portaba reloj de oro y a su lado reposaban dos enormes maletas. Se pensó que podía estar muerto. Las beatas dijeron que por la noche se escuchaba como un gotear de lágrimas derramadas por personas tristísimas y los truenos eran suspiros del alma. El cura, que se auto impuso el título de Monseñor, llegó a investigar lo que sucedía atraído por la muchedumbre y el forastero abrió los ojos, asombrado al sentirse traspasado por una fuerza que le rebulló los intestinos y le aumentó la resaca. Encontrando en el trayecto de su mirada una figura que le quitaba la visibilidad y arriba unos ojos extraños ubicados en un rostro adornado por una sonrisa maléfica que lo sobrecogió. Luego sabría que era un arcángel y el aura que lo circundaba el resplandor de un ser santo, santo, santo.
A partir del día siguiente, y durante todos los años que vivió en Quente, el doctor Jaime Ángel practicó su profesión de médico, bebió hasta embriagarse con su constancia de alcohólico y fue amigo del que quiso ser amigo suyo. Días después de su despertar, supimos que era sobrino del sacerdote y este disculpó su adicción ante los importantes explicando que su hermana había huido del hogar paterno con un liberal del demonio. Este era médico y años después truncó la vocación sacerdotal de Jaimito obligándolo a ser médico, como él. El joven recién graduado empezó a tomar licor y jamás dejó de hacerlo. Esta historia me la contó él mismo y yo le creo porque tiene la misma cara de mi hermana, que en paz descanse. Y, “Fíjense como es de acertado para curar enfermedades, suturar heridas u operar sobre un camastro o encima de una mesa con el paciente amarrado y dormido a punta de aguardiente y yerbas para soportar el dolor, diría en público, y jamás deja de atender a quien lo llame”. De veras que el doctor era bueno y cuando murió dijeron que lo había matado el apodo porque lo apodaron “Cirrosis Ángel”. El mote se lo acomodó un alcalde que llegó dos meses después que el médico, por la época en que llegaron al mundo los segundos trillizos de Mercedes Fuquen porque los primeros se ahogaron con los vapores de la pólvora inicua y pagana quemada durante la cuaresma, cuando el patrón celebraba el acontecimiento en el poblado. También llegaron al mundo Hermógenes, de Clotilde, Ernesto de María del Carmen quien esta vez ni se dio cuenta y descubrió su maternidad al escuchar el llanto del niño en el suelo; Nazareno del pilar de Engracia que seguía con los delirios religiosos. Los trillizos recibieron los nombres de Luis Ariel, Luis Gabriel y Luis Germán. Y Encarnación parió a Hernando.
Los ataques de palabra en contra de Santa Úrsula recrudecieron a causa de las malas relaciones que a nivel nacional sostenían los partidos. Los pueblos vecinos estrechaban el cerco sobre Santa Úrsula de los perdidos, único pueblo liberal de los seis donde tenía mujer don Frutos. Pronto empezaría uno de los tantos enfrentamientos civiles que se dieron en la república.
El alemán y el médico se hicieron amigos del alma porque el doctor era gran conocedor de perros pero no adiestrador. Las beatas los observaban desde las ventanas de la casa de Aminta y se daban cuenta de que el sobrino de Monseñor siempre llevaba aguardiente y tomaba todo el tiempo que duraba la conversación. El teutón bebía sólo en las ocasiones en que se iba de farra con Lola, la mujer que le recordaba a su esposa. Las tres asumieron la obra de misericordia cristiana de regenerar al médico, en la casa de Aminta le cedieron una alcoba y la vieja Rita Guavita, muchacha de servicio, se la ordenaba y mantenía limpia, además lavaba la poca ropa que había traído en las maletas, en estas lo que abultaba eran frascos e instrumental; por corto tiempo recibió alimentación en la vivienda, prefería engullir algo ligero y de afán por la calle. Su tío buscaba su charla entretenida y erudita; “Lástima que mi sobrino tome tanto”, comentaba. Las muchachas casaderas no perdían oportunidad de acercarse y coquetear con el joven y en plena calle, en contra de las buenas costumbres, por ser un buen partido y de la familia del párroco; jamás se le conoció mujer y aunque las malas lenguas decían que tal vez fuera maricón tampoco se le vio con varón.
Don Fructuoso Hernández y sus llaneros partieron rumbo a otra guerra para combatir a los godos. El cura desde el púlpito hizo llamamientos a sus fieles pidiendo colaboración, con lo que pudieran, para sostener el ejército de la legitimidad “...que debe vencer a los liberales masones, enemigos de Dios y de su Iglesia...”, con su labia de orador sagrado logró recaudar una buena cantidad de dinero representada en prendedores, cruces, anillos, aretes y pendientes, gargantillas y collares de oro y plata, los más piadosos contribuyeron a la causa con sus sortijas de matrimonio. Julio Mantilla, uno de los primeros diez llaneros, descubrió durante una de las batallas un pelotón de indios ojiazules y mechimonos que huyeron ante su invulnerabilidad dejando en el terreno algunos muertos por los machetes y lanzas liberales. “Maldita guerra, pensaba, donde se matan hermanos de la misma madre que es la patria”. A su regreso el médico Ángel le explicaría: “En los albores de la historia de la nación unos alemanes de la patria de Fritz Von Walter, que eran conquistadores de la misma época que los españoles, vinieron recorriendo el llano desde el país vecino y trajeron las primeras gallinas y al pasar por el Río de los tembladores dejaron fundado un pueblo que llamaron San Antonio y un español agregó “de los mechudos” debido a que los indios de los alrededores usaban largos los cabellos. Encontraron a muchas indias jóvenes y agraciadas que les sonrieron y como llevaban tanto tiempo sin tirar y aguantando ganas, Von Nicolás Federmann, su capitán, les dijo: “Indias a discreción” y ellos: “Como ordene capitán” y se comieron cuantas indias pudieron, claro que lo dijeron en alemán; desde entonces en esta región abundan los llaneros de ojos claros, rubios y blancos.
El doctor, a pesar de ser conservador y de la familia del párroco tomaba parejo con todos: conservadores, liberales, radicales y federales, aún en tiempo de guerra y eso hacía que todos sin distingo lo estimaran. Examinaba, recetaba, curaba y atendía a cuanto paciente le ponían ante los ojos y si alguno carecía de los medios para pagar le decía:” Mucho lo bueno mi señor, cuando pueda me paga...” También acudían a preguntarle sobre variados temas porque sabía mucho y venía de la capital. Para muchos campesinos la ciudad era otra mentira de las personas importantes. A las tres damas se les disminuyó el olor de santidad pero les aumentó el brillo de sus aureolas que exhibían con orgullo en la misa mayor de los domingos; las otras misas, pensaban, eran propias de la indiada y la guacherna, esta última palabra la aprendieron en uno de sus viajes a la capital donde sus aureolas no se veían como signo de santidad sino de locura y las silbaban y hasta les arrojaban piedras por la calle. “Hasta liberales serán estos pendejos”, pensaban, “pero en nuestro querido Quente la gente si sabe distinguir a las personas de Dios y respetar; es por eso que nuestro amado Monseñor Querubín nos hace flotar con su mirada porque tiene la santidad infusa que mi Dios le dio.
En su sabiduría distribuyó los sitiales en la iglesia por orden de importancia. Los primeros reclinatorios son los de nosotras, después los Villalba, menos Ananás que se volvió compadre del ateo; los Sabogal con don Flaminio y la señora Presentación a la cabeza, vigilantes de los novios eternos de las dos familias, dicen las malas lenguas que si llegan a casarse no tendrán hijos sino nietos, eran Julia y Pedro Villalba ennoviados con Sofía y Mario Sabogal, bastante menores pero solo ellos eran aceptados por el cura y las beatas como dignos de la prosapia de los Villalba; después la familia León y el primer matrimonio que unió José María entre Angelina Sabogal y Carlos María Reina que tuvieron como veinte hijos porque la mujer debe estar sometida al varón y darle muchos hijos como ordena la madre iglesia y el mandato bíblico de “Creced y multiplicaos”; seguían los Moreno, los Guevara y los Mora, que no son de los mismos de San Antonio, donde los indios son ojizarcos porque los alemanes de la conquista se tiraron a las indias en los albores de la patria, ni de Santa Úrsula donde tiene una moza el hereje”.Seis meses después del regreso de la guerra con los siete llaneros sobrevivientes al regreso lo esperaba Clotilde en el parador de las mulas con un bultito en los brazos.
“Es Francisco”, dijo. “Bueno”, dijo él, la montó en ancas del animal rojizo llamado “Llamarada “y echó rumbo a la casa seguido por sus hombres sudorosos, olorosos a licor, pólvora y vientos de guerra, cabalgando al paso de sus monturas y echando escupitajos de rabia en el polvo hirviente de la tarde mientras jugaban a darle machetazos a los sueños perdidos que vagaban sin rumbo y saltaban sobresaltados y temerosos provocando carcajadas.
Ella le dijo: “Antes de llegar a la casa quiero comentarle algo importante”. “Bueno, cuente” dijo él. “Venancio se nos fue”. “Pues hacemos otro”. “No le importa nada”, replicó ella. “Más vi morir en la guerra”. Ella dijo ¡Ah! Y calló.
El médico Ángel le explicó otro día que su segundo hijo de nombre Venancio Huérfano había fallecido porque nació sietemesino en plena luna llena durante una guerra iniciada por la época en que dejamos de llamarnos Estados Unidos de la Patria y eso era un signo desafortunado. Que le diera gracia a Dios por llevárselo tan niño para el reino de los cielos. Si hubiera crecido su destino era convertirse en liberal y ateo. Le comentaron que su hijo Eulalio había caído de la hamaca quedando turulato de por vida; de Venancio Mora que comentaba por todas partes lo de las campanas y a su madre la apodaron “La Campanera” desde entonces; supo que su mujer Concepción Chunza tuvo a Fernando; de su hijo Ernesto que falleció de un mes de edad; de Engracia que parió a Lorenzo. Para terminar Clotilde le contó que Encarnación había sufrido un aborto. Don Frutos echó el sombrero hacia la nuca, se rascó la frente, pensativo, y comentó: “Se me están echando a perder los vástagos, que mierda de vida, no joda”. Al otro día le presentaron a doctor y se hicieron grandes amigos. Monseñor Querubín. Santo Padre Querubín o doctor Querubín lo nombraban los creyentes fanáticos o cura cabrón como lo llamaba don Frutos partía cada año con su recua acompañado por Casimiro y tres mozos de mulas a recolectar los diezmos y primicias de la Iglesia de Dios, a pesar de las guerras lejanas que sumían la patria en la miseria.
En Quente esta no era notoria porque las cosechas se daban abundantes y los animales parían en cantidades desacostumbradas; las familias ricas prosperaban, las tres santurronas aumentaban sus riquezas y el padre, que mandaba las lluvias extraordinarias, acumulaba y manejaba a discreción los tesoros de Mi Dios. Los acomodados mejoraban sus situaciones y los asalariados, campesinos, vaqueros e indios se jodían en medio de la penuria y llevaban quejas al patrón. Las tierras de él no eran productivas en Quente por castigo de Dios al impío pero sí en los otros municipios; al él no le importaba “godos de mierda”.Las familias importantes concertaron enlaces matrimoniales entre sus hijos para que las fortunas no se dispersaran. Casaron VIllalba con Sabogales; Leones con Reinas; Guevara con Moras; Moras con Morenos y Torres con... Las Hermanas de la Pasión de Nuestra Señora fundaron una clausura para postulantas del poblado, una escuela de misiones y un coro. Dirigieron la Congregación de las Hijas de María y organizaron grupos de ornato y embellecimiento de la Casa de Dios.
Restituta Guavita, la sirvienta de la casa del patrón, aprendió a leer en la escuela y ocasionaba carcajadas en Eurípides Huérfano cuando leía en voz alta; entre risas el niño le pidió que le enseñara pero el muchachito aprendió más veloz de lo que a ella le enseñaban y siguió por su cuenta con los libros del doctor Ángel. No muchos años después falleció por indigestión de conocimientos.
Jaime Ángel y Fructuoso Hernández se hicieron amigos del alma por el resto de sus vidas. El médico murió de apodo años antes de que Don Frutos quedara plasmado eternamente en uno de los lienzos de Rodrigo Torres Mora, otra oveja negra de las familias destacadas, sería bisnieto de Epifanio Baquero y Amalia Mora y sería fruto del matrimonio entre Miguel Ángel Torres con Josefina Mora, hijo de Matías Torres, cuyo papá había regalado el reloj para la torre de la iglesia, aún hoy el reloj lleva su nombre, y de Juana Baquero, hija de don Epifanio. “Dedicarse a la pintura es una desgracia en estos pueblos del carajo. Yo me convertí en pintor liberal y me desheredaron igual que años antes lo habían hecho con Ananías Villalba a causa de su matrimonio porque: “¿Cómo se le ocurre, mijo, ser Torres Mora pintor y, para colmo de la desgracia liberal?”. Nací cuando la última guerra a donde luchó Don Frutos, el abuelo de mi amigo Benjamín Tercero, perdón, el papá; es que Benjamín, por molestarlo le dice abuelo, y lo vi cuando se fue a pelear contra otra patria”.