Lo recuerdo perfectamente. Fue un Jueves por la noche. Mi mujer se había ido a una recuerdo perfectamente. Fue un Jueves por la noche. Mi mujer se había ido a una cena de empresa y David, mi hijo de seis años, dormía plácidamente desde hacía un buen rato. Era una de esas noches tediosas en que la imaginación no hace acto de presencia. Donde todo transcurre con la monotonía habitual y a uno no se le ocurre otra cosa sino aterrizar en su sillón favorito, ponerse ciego de pizza y TV y esperar que sus párpados le amenacen con el último guiño del día. Entonces sucedió.
Reparé sobre unos folios en blanco que casualmente se encontraban sobre la mesa del salón y me invadió enérgicamente, con inusitada compulsión, un terrible deseo de escribir, de garabatear cualquier cosa, de contar algo. Sin pensarlo dos veces me decidí a buscar una pluma, un bolígrafo o lo que fuera para saciar cuanto antes mi repentino apetito literario. Sobre el mismo sofá, tumbado boca abajo en una posición muy poco ortodoxa y sin perder de vista el Ducados, dí rienda suelta a mi pequeña aventura.
Porque escribir es una aventura. Uno puede desafiar a la imaginación y llenar su mundo y su vida de todo lo que le parezca. Hoy puedo imaginar, por ejemplo, una bellísima y joven princesa que acaba muriendo devorada por un dragón mandando a paseo todas sus ilusiones y mañana puedo resucitarla a voluntad, casarla con su amado príncipe y hacerla feliz para siempre; se puede escribir un poema de amor a la muchacha de tus sueños o poner a parir a tu jefe con verdades que jamás te atreverás a mencionar en público. Hace unas semanas sin ir más lejos, Arturo, uno de mis personajes, pasó de tener una hermana guapa e inteligente a ser hijo único sin que nadie se percatara del canje. La amputación se me ocurrió sobre la marcha. Me pareció que aquel malnacido no merecía ni tener hermana y... ¡ voilá !, hijo único de un plumazo. Nadie advirtió nada. Nadie se quejó. Ni siquiera sus padres. Al fin y al cabo ellos también eran fruto de mi imaginación, tan vulnerables a mi pluma que al menor atisbo de sublevación habrían caído fulminados sin piedad. Me los podría haber cargado en accidente de tráfico o, lo que es peor, dejarlos inútiles para siempre por una parálisis repentina.
Escribir significa eso. Para bien o para mal, uno es siempre dueño y señor de la historia. Se puede moldear a tu antojo como el escultor que se mancha las manos de barro una y otra vez dando forma a sus sueños. El fruto del trabajo es siempre agradecido. Si la obra tiene calidad, la ensalzarás y alimentarás tu ego firmándola con orgullo. Por el contrario, siempre se puede arrugar el papel y adiós anónimo.