Sé que me quiere como a su propia vida... bueno, un poco menos. Cuando ustedes lean estas letras él ya no existirá porque yo le habré asesinado. Siempre fue una persona de medios económicos extraordinarios por pertenecer a la élite de los elegidos por la fortuna. Ha tenido toda clase de parabienes y regalos; entre ellos, a los pocos años de haber nacido, a mí. Como si la naturaleza hubiera querido compensar la balanza, su salud ha sido más bien precaria.
Escribo esta carta a la opinión pública, no para solicitar comprensión ni mucho menos perdón; únicamente quiero que sepan los motivos que me han conducido a cometer tan terrible acto. Luego juzguen.
A los siete años le atropelló un Rolls Royce. El accidente trajo como consecuencia la pérdida de uno de sus riñones quedando el otro con una función del veinte por ciento. Se hizo necesario un transplante a vida o muerte. Desde aquel día orina gracias al riñón que a mí me quitaron.
El tiempo fue pasando y crecimos juntos. Allí dónde él iba, iba también yo. Fui instruido (más exactamente, adiestrado) para permanecer ininterrumpidamente a su lado; y como consecuencia nuestra educación y formación a todos los niveles (cultural, social, política, etcétera) fue la misma. En este sentido no tengo queja ni reproche alguno que hacer al destino. Sus padres, justo es reconocerlo, aún debiendo obligarse a una lógica inclinación y preeminencia hacia él, no dejaron nunca de agasajarme y me prodigaron siempre el mismo amor filial que naturalmente profesaban por su primogénito. No consentían que estuviésemos un sólo día separados a una distancia mayor de trescientos metros. Estaban contínuamente en vilo e intentaban evitar en lo posible cualquier riesgo que amenazara su salud. No importaba el lugar ni el personaje que le obsequiara en su mansión (cuando no en un prestigioso restaurante) con algún banquete; todos veían normal que antes que él, fuese yo el que hiciera honores a los manjares. En cierta ocasión estuve a punto de morir intoxicado por la ingestión de unas ostras en mal estado. Fue en el hotel Rinotti de la Isla de Pascua. Desde entonces tengo el hígado hecho paté y debo controlar mensualmente sus enzimas...
A los quince años, esquiando por una prolongada pendiente de los Alpes suizos, sufrió un aparatoso accidente al chocar fortuitamente con el famoso y corpulento actor de cine Hërcunold Sansoneguer. Se hizo astillas la cadera derecha y el tercio superior del fémur. En una larga intervención restituyeron su esqueleto con mis huesos y a mí me colocaron una prótesis de criptoplatinita ultraligera. Ambos cojeamos ligeramente del mismo lado desde entonces.
Se casó a los venticinco años tras un corto flirteo con la hija de William Heston, un magnate dueño de una larga cadena de boutiques de alta costura. Este matrimonio mal avenido supuso, no obstante, una situación de contínuo riesgo para mí. Un día, en la vorágine de una de las acaloradas discusiones con que solían obsequiarnos, Margaret (de carácter histérico y convulso) le aplastó los testículos con un bate de beisbol, quedando el izquierdo terriblemente destrozado y el otro afectado de una esterilidad completa e irrecuperable. Al poco del suceso se divorciaron y yo pagué las consecuencias. Y es que al no haber nacido hijos en el matrimonio, él debía casarse otra vez para salvar su ilustre apellido y la heredad. Nuevamente fui citado en quirófano. Al despertar, mi testículo izquierdo ya no estaba y en su lugar me habían implantado una bola ovoide de silicona. Él lo llevaba ahora en su bolsa escrotal sin más huella que la dejada por la pequeña cicatriz de la necesaria incisión quirúrgica.
Han pasado doce años desde aquel suceso. Al año de su divorcio, volvió a casarse. Esta vez el nuevo matrimonio dio sus frutos: tres niños sanos y robustos. Cuando les miro, siento que son también un poco míos. Para ellos queda claro que soy una especie de tío muy especial; un calco exacto de su padre, con las mismas manías, costumbres y reacciones ante las rutinas cotidianas... incluso con idéntica cojera al caminar. Aún son muy pequeños para entenderlo, pero algún día lo harán...
Lo sé. Me ha querido como a su propia vida. Obviamente, un poco menos. Pero es cierto que me quiere y que no podría vivir sin disponer de alguien como yo a su lado. Saberlo hace mucho más difícil mi determinación. Soy infinitamente mucho más que su propia sombra. En realidad su sombra estaría mutilada sin mí. Desde siempre he sido su mejor regalo. Un regalo al que sólo los pertenecientes a su alto standing pueden aspirar.
Pero... ha llegado el momento de decir basta. Una nueva crisis se cierne sobre nuestra familia y esta vez es la definitiva: se trata de él o yo. Su corazón ha sufrido un duro golpe hace poco más de un mes. Un infarto por poco lo paraliza. Tiene los troncos coronarios obstruidos y no es posible efectuar ningún tipo de by-pass, ni aún con las más modernas técnicas... necesita perentoriamente un corazón sano: el mío. La nueva cita quirúrgica es mañana.
Él sabe que yo lo sé. Cuando me mira es como si mirasen mis propios ojos... con el mismo brillo e inquietud en las pupilas. Es un espejo que refleja mi propia tristeza y desesperación. Los dos sabemos que es el fin... que a su maravilloso juguete se le va a terminar la cuerda después del último uso. No le va a durar demasiado. Otros han tenido más suerte y lo han podido aprovechar hasta pasados los 120 años. La longevidad es uno de los logros de este siglo. Definitivamente con 38 primaveras se es muy joven aún para despedirse, aunque quién lo haga sea un juguete tan sofisticado y lujoso como yo.
Por todas estas razones, en esta carta que les escribo, deseo transmitirles todo mi dolor: no quiero matarle pero lo haré. Sé que si existo fue porque me replicaron de un trozo de su DNA. En realidad soy el producto clónico de su propia existencia. Le he servido hasta hoy y le he servido bien. Pero ahora me puede el miedo, lo he acatado todo menos perder la propia vida... ¡es tan hermoso vivir, aunque sea clónicamente! Hoy tengo la seguridad de que quién debe morir es él. Cuando lo haga, de alguna forma sobrevivirá porque tiene alma. Yo no. Yo moriré para siempre porque, según las últimas investigaciones, el alma que dicen es infundida por Dios en el momento de nacer, no se puede transferir. Ni siquiera a través de la cadena de DNA.
Juzguen ustedes mismos.
Manhattan, 5 de septiembre del año 2.198