A las ocho la llave resonó en la cerradura. Siempre ocurría a las ocho; entonces la puerta se abría sin problemas ni objeciones, riendo por sus bisagras perfectamente engrasadas. Antes de pasar al living, puso un pie sobre la alfombra celeste (que combinaba con la claridad restante del departamento), y luego el otro. Los refregó con fruición quitando hasta la última partícula de tierra o polvo del asfalto. Imposible resultaba que aquel espacio se viera invadido por el exterior. El aire de aquella habitación, vedada para toda la desperfecta humanidad, parecía virgen y limpio, sus paredes puras y claras, su cielo verdaderamente raso. Él, simple y sencillamente, se sabía el centro de aquel microcosmos. A las ocho la llave resonó en la cerradura y el hombre abrió una puerta, sacudiéndose los pies antes de entrar.
Cada vez que llegaba del trabajo se dirigía a la biblioteca, ubicada en el lado norte del departamento. No era pequeña ni grande aunque, por la excelencia del orden, los lomos impecables que manifestaban cada título, el cuidado extra terrestre que recibían aquellos textos, revelaba una imagen de gran poder. La madera del mueble había sido pulida, como gesto de magnificencia; pintada con tintura rojiza, para producir un contraste de atípica belleza; barnizada luego, para darle el brillo que parecía emanar de todo el habitáculo en general. Sólo dos cuartos permanecían completamente separados del resto: el baño, por razones indiscutibles, y el dormitorio, para encubrir la debilidad del que duerme y sueña, a veces hasta con las cosas menos deseadas y más ocultas en los tortuosos tejidos de la mente (la cual despierta cuando el cuerpo duerme). El resto del departamento constaba de una cocina y un living, divididos parcialmente por una fina pared. En éste último se encontraba una ventana, siempre cerrada, mirando hacia el sur, que daba a una especie de callejuela menor, sin nombre, o con alguno ya olvidado: cumplía las veces de depósito para los desperdicios de la torre. Sobre la pared oeste, descansaba otro ventanal, abierto, que daba hacia la Avenida Olimpo, arteria principal de la ciudad. Hacia el norte se veía un hogar artificial, funcionando a gas. Su costosa decoración estaba a tono con la biblioteca, situada a la derecha del fuego, casi en la esquina noroeste. El dormitorio se hallaba en el extremo sudoeste, su interior no era más que una cama y cuatro muros muy blancos, extremadamente decrépitos, y un pequeño banco en desuso. Constaba de dos ventanas, la menor apuntando hacia el callejón, y la mayor mirando al oeste, a la avenida. Enfrente, el breve baño, el cuarto que nunca decía nada. Parecía no formar parte de la casa, y su entrada era disimulada casi por completo gracias a la pintura y la ambigüedad de los colores utilizados. Ya sobre el mismo flanco, pero más al norte, se encontraba la puerta de entrada y salida, donde se originaba (o moría: los dilemas de la arquitectura) un largo pasillo. Desde él se podía acceder a tres ascensores, colocados paralelamente, y a otros tres departamentos. Todo esto, en el piso más elevado del edificio. Cada vez que llegaba del trabajo se dirigía a la biblioteca, tomaba un libro, y lo hojeaba sobre el sillón, cara al hogar. Detrás suyo, habían un baño y un dormitorio.
A pesar de las decenas de textos que le era posible elegir, siempre prefería el mismo: leyó un pasaje que recordaba sin recurrir a las páginas. Su voz era bella y viril. Después de afinar su laringe comenzó: “poco a poco fueron esfumándose de su memoria las fisonomías que viera; olvidó el aire de las contradanzas, dejó de ver con la claridad de antes libreas y salones; desaparecieron algunos detalles, pero el recuerdo perduró.”
Su vida se planificaba día a día y era la misma planificación todos los días. Todos los días la misma planificación, era su vida. Levantarse a las seis, por la mañana, y regresar a las ocho, cuando desaparece el sol; cenar lo mismo cada noche; leer una novela frente a la estufa (o recitarla); reposar la vista en las paredes, en los muebles y accesorios divinamente ordenados: danzantes, en su quietud, de un baile tan armónico; acostarse mirando el cielo blanco, hasta cerrar los ojos.
En tales momentos, atravesaban el cristal de su ventana las luces de los comercios, las bocinas apagadas de automóviles, la imagen de un ave perdida... y él prefería sentir los disonantes sonidos, tan arbitrarios y molestos en ocasiones, y hacerlos participar, a estar abandonado a la contemplativa soledad. Cuando el sueño ya casi lo vencía, noche tras noche, creía conversar con un alarido, un silbato de policía, el ronronear de algún motor. Ora abrazaba un haz luminoso que traspasaba sus pesados párpados, ora penetraba en una extraña sociedad nocturna, onírica, hasta reiniciar el ciclo. Pero allí, era feliz.
Sin embargo, aún no se había acostado. Sólo percibía asombrado y orgulloso la monotonía de su vivienda, con el libro en su mano izquierda (usaba un dedo para indicar la página en que se había detenido), semicerrado, mientras el calor de la leña eterna le asaba el rostro. Ese día, como algunos otros, se animaba a romper su rutina y minutos antes de marchar al dormitorio llenaba un vaso con whisky, acabándolo de dos grandes tragos. Así, el viaje de la lucidez al ensueño era menos desesperante. Entonces sí, se dispuso a dormir, apagando antes el hogar con sus maderos intactos de siempre.
Durante la noche no tuvo un buen descanso. Sus sienes estaban empapadas en un frío sudor, mientras discurría a través de una pesadilla. Dentro de los párpados fuertemente cerrados se dibujaban rostros de mujer, borrados por manchas rojizas y negras, oía voces que se revolvían en su cráneo, vomitaba voces que provenían desde lo más profundo para morir en el silencio superfluo de la habitación, callaba, se retorcía entre las sábanas... Hasta que al fin sonó el despertador, como una campana anunciando una pausa para aquel indeseable reposo. Al abrir los ojos y respirar unos segundos, tieso en la cama, supo que estaba con temperatura alta, y también que no faltaría al trabajo.
Algo mareado empujó sus cobijas con los pies y dentro de la obscuridad fue tanteando hasta encontrar la ventana. La abrió con parsimonia y de pronto las facciones de su rostro cambiaron, como quien ingiere veneno. Se le retorció el estómago y un helado escalofrío lamió su columna. En un intento desesperado, gritando demoníacamente volvió a bajar aquella cortina. Confuso como estaba aquella mañana, había abierto por error la ventana del sur, con vista al callejón.
Todavía en el horizonte escaseaba la luminosidad (pudo observarlo al levantar la persiana correcta, y percibir luces aún en vela sobre la avenida) y casi era la hora de marchar. Su ánimo se arrastraba por el suelo, desgarbado y suplicante. Pero había decidido que iría, no era prudente arriesgar el empleo por una inocua fiebre. Ni sería la primera vez que algo así ocurriese. Algo, no obstante, le había pasado por vez primera esa noche: tener una pesadilla. Nunca, a pesar de estar enfermo o con fiebre, había tenido una.
Cuando el dueño único del lugar no se hallaba en casa, los ambientes permanecían congelados, las agujas del reloj antiguo hacían lo posible por ser silenciosas, pronunciando un tictac reprimido, las ventanas prohibían la entrada al sol. El baño desaparecía sumiso, marginado por los límites del soberbio living. Todo el sitio se fusionaba para conformar un universo incorregible, y cada elemento era un cuerpo con vida propia, que emanaba luz y calor. Desde lo alto el edificio entero parecía sonreír y gobernar la ciudad, todo omnipotente. Pero él llegaba siempre a las ocho, haciendo resonar su llave en la cerradura. Era entonces cuando la puerta cedía el paso, enojada por su propia traición, y todo se desvanecía nuevamente.
Aquel especial día, distraído por el mareo que le causaba la fiebre, había olvidado cerrar la puerta del dormitorio. Cuando regresó del trabajo, limpió sus zapatos y, mientras entraba al estar (iba ojeándolo todo con una mirada inquisidora), fue cuando halló la puerta que debería estar cerrada, abierta; no tuvo otro remedio que apresurarse a clausurarla. Su estado no era todavía el mejor, aunque le rugía el estómago Decidió acostarse temprano esa noche, luego de una cena rápida, pero con la comida, se fortaleció no sólo su vientre sino todo el cuerpo (se enorgullecía no poco cada vez que descubría cuán fuertes anticuerpos viajaban por su sangre). De esa forma no fue necesario destruir el curso habitual de su vida: pudo tomar un libro, y con su hábil boca lo desnudó palabra por palabra. Sentado en su sillón, enfrentaba al hogar de leños invencibles, esta vez, apagados. Su voz fluía con facilidad y belleza, y adornaba el silencioso ambiente, aunque la nariz repleta de mocos deformase el sonido normal.
Aquella imperfección terminó por exasperarlo, y continuó la lectura en voz baja, casi humillado. Y mientras leía comenzó a padecer una extraña sensación: la de una presencia, algo que le quemaba la nuca con su mirada. Intentó evadirlo con sus ojos pegados en el libro todavía, aunque su cuello se endurecía para no girar y ver qué cosa habitaba el departamento infructuosamente. Pero en un arranque de ira, o tal vez de miedo, cerró con fuerza el texto, de modo que las páginas al golpearse entre sí hicieron un ruido potente, y callaron (o cayeron) en el silencio del abandono. Había decidido mirar hacia atrás, hacia la parte exterior del dormitorio que limitaba el living, y su vista atravesaba su espacio, observaba la disimulada cocina, luego el rincón abandonado de la casa, el piso de madera. Permaneció un momento con la mirada tiesa, en dirección al cuarto de dormir, pero observando el suelo, como si le pesara la cabeza o se negara a erguirla debido a alguna maldición lejana. Para darle suspenso, fue alzando los ojos detenidamente, sus pupilas acariciaron un suave marco primero, luego el muro blanco, tan blanco y liso como siempre (en un comienzo con serenidad, mas finalmente con atrevimiento que parecía dolor), repasó todo el ambiente, con frenesí. Nada. El vacío frecuente. Experimentó un agradable alivio al saberse solo, aunque fueron varias veces más las que decidió vigilar el lugar. Bebió más tarde su whisky escocés: doble, esta vez.
Nuevamente, cuando tomaba ya su trago, oyó un chasquido. Ahora se había producido con más claridad que la anterior, y no le quedaban dudas de otra presencia en la habitación. Más alterado que nunca giró la cabeza, con tal agresividad que hizo que su cuello sonara y le produjo un profundo malestar. Los ojos se le escapaban del rostro, pero otra vez se descubrió solo. Una risita nerviosa flotó de entre sus labios. Fue necesidad servirse su refinado whisky, aunque quedaba poco y tuvo que mezclarlo con uno nacional. Con la manga de su camisa se limpió la nariz sucia. Tuvo que aspirar los mocos que ya le caían hasta el bigote y, entonces de un trago, vació el contenido de su copa. Lo único que llamábale la atención era una diminuta mancha negra, quizás de humedad, que nacía de la pared del dormitorio. Más tranquilo (no por haber controlado completamente su ánimo sino en realidad por el alcohol) buscó algunas herramientas con que quitar aquella mácula y distender su cuerpo y mente. Pero todo cuanto intentó hacer por eliminarla fue en vano: la odiosa figura mal delimitada parecía poseer el grosor mismo de la pared. Agitado, comenzaba a sudar, y la fiebre colaboraba. En medio de frases delirantes que pronunciaba riendo o llorando (no se advertía bien), se arrancó la camisa, arrojando la corbata de seda al piso. Jadeaba de rabia mientras sacudía el brazo. Tenía en él una lija gruesa, que lo poco que lograba era hacer polvo y más polvo y producirle una profunda tos. Casi tan profunda como el agujero que comenzaba a notarse en el particular tabique. Primero el polvillo era blanco, como las capas de pintura que ocultaban el muro, y luego fue marrón para pasar velozmente al naranja puro que se extrae del corazón de un ladrillo. Pronto el suelo y los cristales de las ventanas quedaron ocultos por la suciedad que emanaba del rasqueteo.
Se rindió, exhausto, dejando caer sus piernas y luego todo el cuerpo en el suelo colmado de polvo. No le importaba ya ensuciar sus pantalones negros, de blancos y rojos colores. Parecía estar más allá de aquella pequeña realidad. Una despreciable mancha estaba pudiendo con él. En un último intento por salvar su casa, quiso pintar de blanco nuevamente la pared, tapar, ocultar, falsear. Antes de esto, aplicó masilla sobre el hueso pelado del departamento y entonces sí, procedió con el pincel. En exiguos minutos, una risa fuera de sí se hizo del ambiente. Lo había logrado, la mancha ya no estaba. Se dijo que al día siguiente limpiaría todo el desorden, y esa noche dormiría en el sillón, frente a los tibios y falaces leños del hogar, por cualquier emergencia que pudiese surgir.
Pero sólo unos instantes después de haberse acomodado para descansar, le ocurrió lo que antes: otra vez una presencia, un murmullo, una respiración apagada, como si alguien viviera encerrado en las paredes de su casa. Tropezando presionó el interruptor de la luz, y no pudo retener un alarido. Era ella, con el doble de tamaño que antes, gobernando poco a poco la zona sur del living. Ya sin ánimos de diplomacia alguna, corrió hacia la mancha sujetando un martillo en la mano izquierda. Cayeron pedazos de escombro al suelo, muchos escombros en todo el estar. Pero la oscuridad se iba apropiando de todo lo que a su paso hallaba. Una vez que hubo derribado ladrillo a ladrillo la pared completa, la mancha se extendió como un virus, por toda la cocina. Más golpes y más ruidos, más polvo y escombro. Hasta que de la cocina tan sólo quedó un fugaz recuerdo. Estaba herido, ambas manos le sangraban y se había golpeado la cabeza con un trozo de pared mutilada. Su frente era un río de sangre, que llegaba hasta su pecho velludo, donde coagulaba inútilmente. No tardó demasiado en perder la conciencia.
Cuando volvió en sí, horas después (enrollado en sus propios brazos, la pera descansando sobre sus rodillas) pudo ver el reloj antiguo. Con su paciencia eterna, marcaba las cinco treinta y tres de la mañana. La luz del sol quería nacer pero aún era débil. Él atinó, sin saber muy bien por qué, a recoger la camisa y la corbata (enterradas en polvo y ladrillos rotos). Lentamente fue vistiéndose, mientras miraba cómo en sus manos delgadas se dibujaba una mancha sin contorno, que no tardaría en crecer.