Oyéndole hablar me parecía menos humano. Pese a que sus labios se movían poco, su voz era tan grave que cobraba resonancia por todas las esquinas.
- ¿Cómo voy a pagar por lo que me fue robado? - respondí, a medio gritar.
- Ahora que es mía, yo le pongo precio - insistió.
- No puedes cobrar por su alma - le dije.
- No me interesa su alma - aclaró - , lo que vendo su cuerpo. ¿Lo tomas o no?.
Cada palabra que decía parecía forzada, como si las pujara. La conversación había caído en fase terminal y mi buen ánimo cedió agotado por su intransigencia.
- La tomo, pero mi cuota será tu sangre - aclaré, sin tapujos ni temores.
El aire se enrareció con la mirada dura de aquel patán, acentuando el frío y el olor a muerto.
- No llevas chance conmigo, regresa sobre tus pasos ahora que vives - dijo - .
Esta perra no merece el riesgo.
Pese a que su tono de voz había adquirido ribetes de reconciliación, la dureza de sus palabras abrían trocha en mí.