Nos tenía incómodos la curiosidad del hombre. Muy adentro algunos deseábamos decirle donde quedaba la casa sólo por ver en que terminaba el asunto pero ninguno, como si algo nos detuviera con mordazas y cadenas mentales, nos atrevíamos a decir nada.
- ¡Hasta mañana -se despidió Chepe Ramírez- tengo que madrugar y ya son las once!
- Hasta mañana – le contestamos mascullando las palabras. Notamos que nuestro desconocido salía detrás de él y regresaba diez minutos después.
- ¡Óiganme¡ -les dije en un momento de arrebato- ¿por qué no le damos las señas, a ver qué pasa?
Todos los del grupo me miraron como a un gusano. Me arrepentí de haber abierto la boca; es que en un pueblo tan pequeño como el nuestro es muy fácil confabularse para guardar un secreto o echar a rodar un rumor; a veces todo sucede igual que en este momento, puestos de total acuerdo sin antes charlarlo, así, sobre la marcha.
Uno tras otro fueron saliendo para sus casas los trasnochadores, hasta cuando quedamos cuatro: el forastero, don Luis Tegua, Ulpiano y yo. Mientras recogíamos de las mesas los naipes, los ceniceros, botellas y demás residuos de la noche, el hombre nos preguntó si deseábamos tomar otra copita de trago, para el frío, y le respondimos con un gesto afirmativo, sin tener en cuenta al dueño que nos recordó que ya había pasado la hora autorizada para el cierre y qué, si queríamos seguir bebiendo, tendríamos que hacerlo en la calle y de paso le advirtió al desconocido que más tarde no le abriría la puerta para que durmiera sobre la mesa verde, como le había ofrecido: este, miró la hora, las dos y treinta de la madrugada, dijo, alzó los hombros y salió con Ulpiano y conmigo a la calle salpicada por espejos de agua que reflejaban la luz mortecina de las escasas bombillas del alumbrado público. El firmamento estaba limpio, las nubes se habían disipado y el cielo se veía puro, estrellado, transparente, recién lavado.
Cruzamos la plaza caminando en una diagonal izquierda derecha hacia arriba, sureste noroeste, para ser más explicativo, desde la esquina de abajo hasta la opuesta arriba, que vaina cómo explica uno de bien cuando está borracho. Nos sentamos en el andén a tomar de la botella, a pico, grandes sorbos y descubrimos que el hombre sí que era bueno para contar chistes, hasta de curas y me fijé en que al sepulturero le hacía trasegar tragos más largos que a mí. Por el canto tempranero y sempiterno de los gallos nos dimos cuenta que se acercaba el amanecer… en el fondo de la botella brillaba trémulo el último sorbo que correspondía, por orden de turno, al nuevo amigo, se quedó mirando con ojos de comprensión a Ulpiano y le dijo:
- ¡Compadre, este trago es suyo!
- ¡Gracias don Carlitos –respondió el sepulturero- usted siempre hace los mismo cuando tomamos.
Miré sorprendido al enterrador, en su borrachera estaba imaginando que su compañero de tragos de este momento era “Tortuguita”; yo, atónito por la sorpresa me quedé quieto, callado y observando, el tipo continuó:
- Ahora… para la casita.- Claro, mi viejo querido –respondió Ulpiano- venga y lo llevo… como siempre, dijo entre hipidos alcohólicos.
Y echó a andar en dirección del cementerio que era la misma de la casita donde vivía el anciano. Caminé con ellos para ver el desenlace. Subimos las dos cuadras que separaban la plaza de la dirección de la vivienda; y, supongo, igual que hacía todas las veces que bebían juntos, Ulpiano Aldana se detuvo al frete de la puerta, volteó a mirar hacia el hombre que estaba confundiendo con don Carlitos en medio de la borrachera y lo vio sonreír satisfecho, entonces le dijo:
- Mi viejito, hasta aquí llegamos, lo dejo hasta más tarde para tomarnos unas cuantas cervezas para calmar la resaca. Sacó un manojo de llaves y se agachó buscando el candado, para abrirlo; hizo un gesto de extrañeza al no encontrarlo puesto en su sitio y luego, empujó la puerta que estaba sin trancar, miró hacia la cama y allí vio el cuerpo yacente de su amigo. Sobre la mesita de noche, y junto a una velita encendida que parpadeaba a punto de terminarse, encontró con la mirada el vaso que llevaba su amigo todas las noches para echar la dentadura postiza y distinguió en el fondo residuos blancuzcos y espesos; murmuró algo entre dientes mientras se resacaba la cabeza asombrado y dijo luego, en voz alta:
- ¡Oiga hermano, usted si que se desvista rápido, no joda!
Se arrimó a la cama, cobijó con mucho cuidado el cuerpo acostado y, recordando que no había regresado solo, volteó a mirarnos, o a mirarme, porque en medio de su borrachera, supongo, todavía creía que uno de los que habían subido con él, era su amigo Carlos.- ¡Cabrones, me engañaron, dijo de pronto mientras nos miraba con odio.
Volteó de nuevo a mirar el cuerpo de la cama tapado con la cobija, de nuevo a nosotros y de nuevo el cuerpo, prendió la luz eléctrica, se acercó al yacente y colocó el dorso de su mano derecha sobre la frente, alzó los hombros y sentenció:
- Mi viejo querido, lo que pasa es, ni más ni menos, que usted está completamente difunto… totalmente muerto… hip.
Luego le tocó las mejillas, comentó algo sobre el frío, le tomó el pulso adoptando aire de médico y luego se paró, fue hasta el baño y regresó con el espejo pequeño, en el que se miraba el viejo para afeitarse, se lo colocó frente a las fosas nasales; recostó su cabeza sobre el peso del yacente tratando de escuchar los latidos del corazón, se paró tranquilo, nos miró y luego, dirigiéndose al hombre echado en la cama sentenció:- Lo dicho, mi querido viejo, lo que ocurre y pasa es que usted se encuentra en un estado que lo define como cadáver, hic…Lo tapó completamente, se volteó a mirarnos y en voz susurrante nos pidió: