Estaba haciendo mucho sol para antes de las tres de la tarde. Los demás viejos sentados en sus bancas ya habían tomado el almuerzo con la hermosa resignación de no esperar nada más de la vida ni del tiempo, ni de nadie, porque la vida ya fue lo que fue y no es necesario reclamar por las angustias de sus juventudes. Yo estaba desesperado por el calor y mientras me sentaba en alguna parte del parque escuché de una conversación al lado que eso del amor no existe. No sé si existe, no me atrevo a decir que es una idea de los poetas solitarios o una ilusión obligada a la esperanza, pero quise vivirlo en algún momento de mi vida, en cualquier cosa, en un abrazo o en una promesa, en un beso largo o en las maldades de una mirada, pero digo que lo esperé. Y si lo esperé es porque creí que existía. No quiero traer a mi presente esas angustias de veinteañero febril y bohemio dispuesto a todo con tal de conocer a su amor de todos los veranos y soñar, porque las mejores cosas no son para todo el mundo, aún con tanto tiempo que se me fue esperándole escribiendo versos y tonterías cursis en estas soledades compañeras.
Así como la intensidad del azul de este cielo pueblerino, así fue mi esperanza en aquellos años solos y amables, recordando de mi posible enamorada que leía en silencio muchos de esos versos subtitulados con su nombre y apellido mientras yo la miraba atento a la emoción que surgiera de sus sentires, y sí, se emocionó, pero yo como enamorado tímido y cobarde no fui capaz de gritarle mis suspiros por ella cada vez que me abrazaba desprevenida. Y se fue como la brisa que refresca vidas, y para no volver me dejó su nombre tatuado en la Alegría. Así como los demás viejos, ya no espero nada, ya no quiero nada, y lo maravilloso de esto es que no existe la incertidumbre de un mañana. Un viejo más viejo que yo se sienta a mi lado sonriéndome con sus encías sin dientes, y entiendo que no es tan malo vivir sin estar a expectativas de lo inevitable y trayendo al recuerdo las mismas cosas para los últimos días de la vida.