En las familias de Hebert y Ponciano el hecho de haber cerrado los ojos y dormir no era motivo que trajera un saludo. De la misma manera que un perro no saluda, ellos no usaban esa señal. Una estatua no saluda, así ellos pasaba entre sí. Había un silencio horizontal que estaba en las cercanías y en las noches. Los susurros de la madre, los ronquidos del gato, la flatulencia de la gallina en el corral, comunicaban la convivencia no interrumpida en el sueño. Al despertar siempre se sentían en un lugar propio; los extraños y el espejo no existían. Aun la unidad de la vida hacía coro en los murmullos del día y de la noche. El mundo nunca penetraba y esa sensación de que existiera una división no importaba, ellos estaban separados suficientemente. Un caparazón protector daba una envoltura metafísica a un mundo sin fisuras aceptado plenamente. Una separación que no presentaba orilla, el otro con una presencia deficiente y en el peor de los casos ya destruido, una pared neutra e imposible. Cualquier cosa que falte es culpable un hermano, un plato de comida que no esté a tiempo culpable la madre. Los hombres dan portazos y golpean las paredes. Las habitaciones, el corredor y el baño son un campo de batalla. Los niños discuten, lloran y gritan, mientras Olga da vuelta al molino y llora desconsolada. Nunca dan las gracias, nunca ayudan en nada, dice con las lágrimas. Maleducados, agrega. Sin embargo después que la casa queda sola no puede respirar, debe preparar el almuerzo y una nueva batalla campal, la sopa no es suficiente, debe cuidar el almuerzo de los pequeños, una guerra parecida a la vida. En la noche no acaba la preocupación, hay un racionamiento de luz, los lunes, miércoles y viernes quitan la luz en la noche hasta las diez y deben preparar el día siguiente y las tareas de los niños con velas encendidas. Cuando iban a la iglesia en la madrugada el día pasaba mejor. Antes de regresar a casa tomaban un café en el local adyacente a la iglesia, allí estaban otros vecinos eufóricos también de estar en los oficios religiosos de la mañana. Salín desde las cinco y recorrían las calles entonando cánticos, mientras el cielo iluminaba la ciudad al amanecer plenamente.Todos los males y los bienes existían hacia adentro. El mayor bien la vida y el mal no existía. Los males, considerados como normales, tenían como causa la vida misma y la continuidad de una herencia aceptada absolutamente. Los mayores con la mirada puesta al frente daban gracias siempre y ello aprendido ciegamente. El hambre y la mala alimentación, la falta de vestido representado en tener solo una muda, igual a un aguacero de horas o un relámpago en la oscuridad del cielo. El mal no amenazaba desde fuera, sino desde adentro, la culpa se convertía en paz interior y el pequeño fuero de energía resistía ampliamente, una vela contra el viento. Entonces cuál es el objeto de decir, buenos días, si todos los días empezaban iguales. El padre de Ponciano después de las seis de mañana no estaba en casa. Ellos salían eventualmente y saludaban a los paseantes en sentido contrario. Aparecía el espejo en un hombre desconocido, el paisaje en los caminos silenciosos, la bestia cuya cabecita inclinada imitaban los hombres y alegraban a los patrones. El cielo con las nubes inquietas y juguetonas, el horizonte con el azul de la montaña, el aire lejano y el ambiente lleno de olores nauseabundos unos y otros naturales. Los paseante inclinando la cabeza, detrás de la bestia cansada, o de la recua arrastrando los productos. Esa realidad no lograba convencer a esta comunidad de la convivencia y al regresar al redil, de nuevo la casa solitaria y la insolidaridad, preparada en oraciones que no servían para nada, pues los milagros nunca existieron. Sin embargo la madre de Hebert siempre esperaba un milagro y en esa espera se consumía la vida. Hacían milagros a los ricos, que siempre aportaban dinero a las imágenes que regularmente sacaban con el fin de conmover los sentimientos económicos. No faltaba la recua de humildes poniendo el rezo y la ignorancia y esa espera que hemos mencionado. Otra vez desaparecía el espejo y la cara del hermano o de la madre no decía otra cosa, sino que la vida existía sin copias y solo existía una unidimensional e inmóvil.Olga la primera que se levantaba y la última en ir a la cama, si es en la mañana el más pequeño enciende la lumbre mientras los otros duermes en el salón y en la noche recoge la ropa sucia y prepara el agua de panela caliente que quitará el frío de la noche y también servirá en la mañana siguiente. La comida deberá estar lista sino los hombres cogen rabia con ella, la harina para la arepa, el agua de panela para el chocolate y luego la ropa limpia y aplanchada, sino está aplanchada y limpia los estudiantes no va al colegio y es una retaliación. Entonces debe de nuevo coger la plancha y la ropa deberá quedar como dice el que la va a usar. Augusto sale a las seis de la mañana y regresa en la noche. Algunas veces sabe de las batallas cuando Olga considera que los protagonistas han pasado los límites que ella no aceptaría, entonces golpea y castiga.El último habitante de la noche cerraba las puertas, hasta que los gallos cantaban uno después del otro. Una noche Hebert y otra Ponciano, nunca coincidían en las noches. La noche no era de guerra o preocupaciones, simplemente los fantasmas deslizaban las narraciones en la boca de los hombres en las esquinas. Mientras tanto la oscuridad y al fondo las luciérnagas, carbones encendidos en la inmensidad. Rubén Dario y Mario, el artesano constructor de barcos, esperando a los amigos para dialogar en la esquina o en la calle solitaria con el deficiente alumbrado, o en el edificio oscuro con las columnas descubiertas y sin terminar. El carro pegado a la calle como la mosca en la telaraña.
Lo poco que existía reino de todos, logrando que lo mucho también perteneciera a todos, especialmente el hambre y la soledad. La comunidad de la escasez determinaba el mundo, la resistencia a la adversidad y la indiferencia de los mayores. Nunca pensaron que el mundo fuera obra de los hombres, de alguna manera hubiese surgido la crítica, señalando que esto pudiera haber sido de otra manera y por consiguiente el atentado contra el orden y el resentimiento. Al contrario la escasez fue el rejo que los mayores aplicaban. El ordenador social indicaba el temor a la muerte, no la muerte que dieran otros, sino la muerte de las desgracias como un incendio que consumiera las casas de madera; o el decaimiento normal de la vida misma; la muerte a causa del hambre no ocurría, la vida era una prueba fehaciente que de hambre nadie moría. Hebert y Ponciano flacos e invisibles, con mirada torva y absurda. Solo existía el corredor del inmigrante, pero existía el miedo de perder, perder ¿que? Sin embargo lanzaron el dardo y leyeron los periódicos que informaban de la vida al otro lado de las montañas, oyeron la radio con la nueva vida y los viajeros agudos observadores y memoriosos, narraron las maratónicas avenidas y carreteras del exterior. Augusto el comerciante trajo la noticia de cómo vivían en las ciudades, los cambios que sufría el mundo, habló de hombres diferentes, no la repetición de las estatuas, sino que trajeron la noticia de afuera de la caverna, en donde la materia se había ampliado y las fuerzas no se circunscribían a destruir el mundo. Los sobrantes animales esperando cumplir el ciclo y los mayores con arrogancia, pensaban que la naturaleza estaba de su lado, el solo hecho de sobrevivir una garantía hermosa y usaban algunos privilegios. El único privilegio la insolidaridad. Una ley: si alguien sin pies debía trasladarse de un lugar a otro, debía hacerlo en su tronco, los mayores enseñaban esa ley de la vida. Hebert vió muchas veces esta imagen, verdadero paradigma. Un hombre atropellado por un carro nadie lo recogía. Los mendicantes a la entrada y la salida. Si un hombre desaparecía, ellos no daban un plato de comida. La indolencia generalizada mantenía el mundo del aire quieto, el mal olor de las calles solitarias, la indiferencia de los intereses personales, pero había quien no participaba de la reunión, Mario, el artesano constructor de barcos, solo algunos hablaban entre si y había otros sin la dicción de la palabra, sin la frase del pensamiento, solo arropados con la rabia y el ensimismamiento. La única realidad una muerte pobre, identificada por Fernando Gonzáles años atrás. Augusto salió de la caverna, huyendo del horror y el hambre, encontrarían una nueva hambre pero estaban afuera, pronto se desilusionarían de la nueva vida. Cuando Augusto salió del Valle contrato una chiva, llenó las sillas de enseres domésticos y los pasajeros sin gallinas pero con amor, sin ramas pero con deseos, llegaron a las avenidas y las calles de la gran ciudad. Soportaron el asfalto caliente, las puertas vigiladas con hombres armados y conocieron que las mujeres no eran vírgenes en nichos abstractos, sino que ellas intercambiaban favores por dinero, propiedades o extraños amores. Descubrirían que aun con calles y edificios, ventas y cafeterías inmensas el hombre citadino seguía viviendo al estilo de burros civilizados en la tele, sentados y deglutiendo frente a ella. Esa crítica la harían mucho después, mientras tanto sigamos repasando la caverna de donde huyeron.