Anda, ve, no tengas miedo, entra a cerrar el paso al viento, que revolotea como un espíritu asustado por la habitación. No hay motivo que alimente ese terror que te paraliza y perla tu frente de sudor. Sabes que ella no se moverá, ni te mirará inquisidoramente, ni siquiera intentará arrancarte una explicación. Ya le es indiferente lo que tú hagas porque, tú bien lo sabes, está muerta; cuatro o quizá cinco noches han pasado desde que empuñaste ese cuchillo de afilada hoja que hizo surgir las corrientes rojas de su cuerpo.
¿Por qué te has complicado de este modo? Tú nunca fuiste un asesino, tan solo la idea de mirar una herida, te revolvía las entrañas y te producía un malestar absoluto. Imagino que ahora estás curado, y ese es precisamente el macabro motivo por el que yo he venido a verte. Por eso estoy aquí sentada, mirándote con la sorna cruel del testigo imposible.
Ahora es el momento de que empieces a sentir ese horror paralizante, sí, asesino infeliz, tienes un espectador, y créeme, no es un ser anónimo cualquiera. Yo te conozco muy bien. Yo estaba allí, velando por los sueños de ella y mirando con deleite como tú consumías tu paciencia, y tus nervios se acrecentaban, envalentonándose ante tu insomnio. Yo ya sabía que eso te ocurre a menudo: no puedes dormir por que un negocio infructuoso o algún otro asunto pasea por tu mente anulando las fronteras del sueño. Pero, amigo asesino ¡¡ no era para tanto !! ella no tenía la culpa de que sus pequeñas insignificancias de ama de casa la dejaran descansar plácidamente, mientras tú yacías a su lado, cada vez más inquieto, acuciada tu lucidez por sus incesantes y desagradables ronquidos.