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Índice del artículo

El relato

El presente relato es una historia de intriga ubicada en un entorno rural. El personaje se ve envuelto en las situaciones confusas que le proporciona su mente enferma, debatiéndose internamente entre sus momentos de lucidez y de locura.

 

Sipnosis

La aparición de un trastorno mental conduce al joven Daniel a la soledad y aislamiento. Su infierno interior transcurre a caballo entre la fantasía y la realidad. Sus momentos de locura distorsionaran los acontecimientos a su alrededor, dando lugar a situaciones de peligro y confusión.

 

1.                 La libertad

 

Hospital Frenopático Regional


El doctor Sánchez estaba sentado en su despacho meditando, sobre las contradicciones y las situaciones absurdas que se presentan en la vida y en las que se ve obligado a tomar parte. Ésta era una de ellas.


Encima de su mesa tenía el expediente de Daniel Aguirre, un paciente joven de unos veintiocho años afectado de esquizofrenia con alucinaciones visuales y agravado por una manía persecutoria que le producía episodios de agresividad y ansiedad.


La circunstancia que causó su estado era un fenómeno que comenzaba a ser común en los últimos tiempos. Daniel era un joven alocado, un tanto inconsciente, tal y como correspondía a su edad y, según el informe de ingreso, en una noche de fiesta hasta el amanecer, cometió la tremenda temeridad de ingerir una alta cantidad de alcohol tras haber tomado un par de pastillas de una droga sintética de diseño. De los testimonios aportados por sus amigos, se desprende que tomó la famosa “popeye”, una anfetamina que proporciona mecha hasta que el cuerpo se quema.

Como consecuencia del cóctel festivo tuvo que ser ingresado de urgencia en el hospital comarcal. Llegó en un estado comatoso que duró tres días. El equilibrio químico de su cerebro se vio descompensado y una de las secuelas permanentes, producto de ello, fue la esquizofrenia.


Según parece, por parte de la familia de su madre, existió algún caso lejano con síntomas de demencia y que tal vez fuese esquizofrenia. Esto para Daniel, en cualquier caso, sólo podía indicar una cierta predisposición a padecer trastornos mentales pero no se puede considerar como un dato relevante a tener en cuenta en su historial médico ni era un indicador que le identificara como un sujeto de riesgo.


Tras ser dado de alta y mientras se recuperaba de sus problemas físicos, hicieron acto de presencia los primeros síntomas de la enfermedad: el aislamiento, la parquedad de palabras, los estados de ansiedad y agresividad, las voces, etc.


Los padres de Daniel eran gente sencilla, de campo, con poco nivel cultural, con una visión muy simple del mundo y la vida. Al comienzo del problema pensaron que se trataba de una rebeldía juvenil acarreada por la dependencia de los padres, los medicamentos, su estado físico y moral.


La familia aprendió a convivir con ello pero cuando Daniel se negó a seguir la disciplina de la medicación fue empeorando paulatinamente, la convivencia se fue degradando hasta el punto en que ésta se hizo insoportable.


Entonces, por vergüenza, ocultaron el problema a la vista de los demás. Cuando quisieron reaccionar, ya era demasiado tarde, ellos habían perdido el control y no manejaban las riendas de sus vidas.


A partir de este momento, los maltratos y agresiones de Daniel hacia sus padres eran continuados, los veía como a extraños, como a enemigos. Les echaba la culpa de las cosas más absurdas y la emprendía a golpes con ellos sin justificación alguna. Lo único que podían hacer sus padres era protegerse y evitar que él mismo se lesionase.


A veces, después de uno de estos episodios violentos, volvía arrepentido llorando pidiendo perdón alegando que no sabía lo que hacía, que la próxima vez no iba a hacer caso de las voces. Otras veces, reaccionaba como si no hubiese ocurrido nada, como si se realizara un vacío en su memoria y este acontecimiento hubiese sido arrancado de su vida cayendo en el olvido.


Debido a la corpulencia del muchacho, éste se convertía en un sujeto muy peligroso y difícil de controlar durante sus estados de agresividad. Este hecho y la escalada de violencia de los episodios de crisis fueron los que motivaron a sus padres a solicitar el internamiento en el hospital para que recibiese el tratamiento psiquiátrico adecuado.


En el pueblo, en las montañas donde ellos viven, no existen instituciones ni profesionales que se puedan hacer cargo de casos como el de su hijo.


Daniel durante su reclusión, en sus momentos de lucidez, entró en contacto con la asociación de voluntarios que acudían al centro a ayudar en las labores de asistencia y atención a los enfermos. Esto le dio la oportunidad de exponer su caso y dar a conocer la injusticia que se había cometido encerrándolo. A través de ellos formuló una denuncia contra sus padres por recluirlo ilegalmente y privarle de libertad. Como consecuencia de esta denuncia, se produjo una revisión de su caso y de la orden por la cual fue llevado al centro.


El informe y la evaluación médica fueron positivas y favorables hacia Daniel, debido a que cuando tomaba la medicación con regularidad, las crisis eran espaciadas y su agresividad desaparecía, pasando a ser una persona más o menos normal. Por otro lado, aún cuando las agresiones y las palizas fueron continuas, sus padres nunca interpusieron una denuncia de maltratos contra su hijo por miedo a que lo ingresaran en una cárcel. La inexistencia de hechos denunciados con anterioridad, desde el punto de vista legal, decantó el dictamen a favor del muchacho.



Ahora el problema moral se lo encontraba el doctor Sánchez. Él sabía positivamente que el muchacho no continuaría tomando su medicación con regularidad y, tarde o temprano, todo volvería a ser como al principio, un individuo peligroso, impredecible y sin control de sí mismo durante las crisis.


Sobre la mesa estaba la orden judicial por la cual, el juez ordenaba la inmediata liberación de Daniel y su baja del centro. Por muy contraria que fuera la opinión del doctor hacia la resolución, éste no tenía potestad para contravenir el mandato judicial.


En días pasados, cuando tuvo conocimiento de la resolución, informó a la familia de los peligros y el riesgo que existía. Daniel estaba resentido con ellos, no los había perdonado y podían ser el foco al que fuera dirigida su agresividad. Esto era algo que había quedado patente en las sesiones de terapia y seguimiento del muchacho. Por ello el doctor aconsejó encarecidamente a los padres, que se mantuviesen a distancia de él. No quería cargar sobre su conciencia con ninguna tragedia familiar protagonizaba por el enfermo. Esa era su forma de lavarse las manos y desentenderse de este escabroso asunto.


     -¡Pom!. ¡Pom! -sonaron unos golpes en la puerta del despacho.


     -¿Se puede?.


     -Adelante Daniel, pasa por favor.


     -Hola doctor. ¿A qué se debe el cambio de escenario?. ¿Ahora atiende a los pacientes en su despacho en lugar de la consulta?.


     -Supongo que te imaginas por qué te he mandado llamar.


     -Hoy no es día de visita, me ha llamado a su despacho y no a la consulta, por lo que deduzco que no se trata de una entrevista rutinaria, en ese caso sólo puede tratarse de la resolución sobre mi reclusión ilegal –razonó con aplomo Daniel.


     -Efectivamente se trata de eso. El juez después de examinar los informes ha dictaminado que debes ser puesto en libertad inmediatamente. No obstante, con independencia de lo que digan estos informes, yo tengo una serie de recomendaciones que hacerte.


     -Y… ¿Cuáles son esas, doctor?. Que lleve una vida sana, que no haga excesos con el alcohol, nada de drogas, dormir mucho y descansar –dijo el muchacho con cierto aire de ironía.


     -Todo eso y una más, que te tomes la medicación a rajatabla. Si abandonas la medicación empeoraras, volverán las crisis y será necesario recluirte de nuevo.


     -Para eso doctor, sería necesario que demostrasen que estoy loco.


     -Daniel, loco del todo no estás pero digamos que te encuentras en una situación de equilibrio inestable. Al más mínimo abandono o alteración de tu régimen de fármacos puedes perder la cordura.


     -Eso no es lo que dicen los informes sobre mí.


     -A los burócratas y a sus “médicos expertos” los habrás podido engañar pero a mí no. Yo estoy todos los días aquí contigo y sé que es lo que llevas dentro. Te dejan salir porque ahora estas estable y no posees antecedentes, eso se lo tienes que agradecer a tus padres que te aguantaron con resignación y jamás te denunciaron. Pero no nos engañemos, tú y yo sabemos que es de lo que estamos hablando.


     -Perdón doctor, ¿a qué viene ahora hablar de todo esto?. ¿No estará usted grabando la conversación?.


     -No seas chiquillo. ¿Qué piensas tú que es esto?. ¡Un parque de atracciones!. Tengo los archivadores llenos de casos más interesantes que el tuyo. Casos de gente que necesitan ayuda y que no tienen una oportunidad como tú de intentar controlar su enfermedad y reconducir su vida. ¿Qué te hace pensar que eres más importante que ellos?.  Veo que estoy perdiendo el tiempo y saliva tratando de hablar contigo


     -Bueno, tanto si está grabando la conversación como si no, yo lo que quiero dejar bien claro es que eso de la agresividad y todo lo que se dice de mí lo sabrá usted porque yo, como bien sabe, tras una crisis no recuerdo nada y durante las mismas, no soy dueño de mis actos.


     -Déjate de pamplinadas, dime que no eres consciente de los maltratos que has proporcionado a tu familia, de su sufrimiento, de su desgracia.



     -No.


     -¡Qué cínico llegas a ser!. Si por mí fuera, todavía te quedarías durante una buena temporada en el pabellón.


     -Bueno…, por suerte para mí, el juez opina lo contrario que usted.


     -Tengo otra cosa más que decirte. Después de hablar con tus padres sobre tu libertad y de ser bastante franco en lo relativo a lo que pienso sobre ti, como es lógico, ellos tienen miedo. No es aconsejable que vivan bajo el mismo techo que tú y por ahora debéis mantener las distancias. Para evitar los problemas del reencuentro, me han dado las llaves de la casa de las afueras del pueblo para que te las entregue y vivas en ella. No quieren verte ni saber nada de ti. Cada final de mes, te ingresarán una cantidad de dinero en tu cuenta corriente para que puedas vivir sin trabajar y para tus medicamentos.


     -¡Vaya!. ¡Las ratas abandonan el barco que se hunde y lo dejan a la deriva!.


     -No tienes derecho a emitir ese juicio sobre tus padres. Ellos han hecho todo lo que podían hacer por ti. Ahora eres tú quién debe comenzar a cuidarse. Por otro lado, yo les aconsejé que se mantuvieran a distancia. En mi opinión no estás todavía estable y acarrearás alguna desgracia.


     -Gracias doctor por sus palabras de aliento –ironizó Daniel.


     -Lo último que pienso hacer es mentirte, no tengo ninguna necesidad de ello. Si no tomas la medicación, recaerás de nuevo. Las voces y las alucinaciones volverán y con ellas todos los demás problemas.


     -Y… ¿Qué espera usted de mí?. ¡Yo quiero vivir, quiero sentir!. No estoy dispuesto vagar sedado por la vida.


     -No tiene caso que continuemos con esta conversación. Eres lo suficientemente mayorcito como para considerar y asumir las consecuencias de tus actos. Aquí tienes la baja en el centro, ya puedes recoger tus cosas y marcharte cuando quieras. Ojalá no vuelva a verte entrando por la puerta del hospital.


     -No sé si tomarme eso como un cumplido –dijo el muchacho levantándose de la silla.


     -Espera, toma este frasco, es tu medicación para una semana. Este es un papel para tu medico, en él se detalla tu diagnostico y la medicación a seguir. Lo que hagas a partir de aquí es asunto tuyo, si quieres ir al médico vas y si no es tu decisión.


El doctor sacó un sobre cerrado del cajón de su escritorio y se lo entregó a Daniel.


     -Este dinero me lo dieron tus padres para que te costeases el viaje de vuelta y tuvieses algo hasta que fueras al banco.


     -¿Supongo que tengo que darle las gracias doctor?.


     -No, es mi obligación.


     -Hasta pronto doctor Sánchez.


     -Hasta nunca.



El doctor tomó la orden judicial, firmó los papeles y los añadió al expediente. Sus responsabilidades en ese momento finalizaban, él no podía hacer nada más en este caso. Daniel Aguirre era un caso más, como los otros muchos que tenía todavía que atender en aquel centro de desquiciados.

 


Daniel se dirigió a su celda en el pabellón dos del ala Este. Mientras caminaba a paso cansino iba pensado en lo que dejaba atrás.


En sus desplazamientos por las instalaciones, los internos siempre iban escoltados a distancia por un celador dispuesto a machacarlos a golpes a la más mínima provocación. La disciplina y obediencia en el centro era algo que no permitían a nadie saltárselas por muy loco o chiflado que estuviese el individuo.


El lenguaje de los golpes es universal y casi todos los internos son capaces de entenderlo. En el caso que no fuese así, para facilitar las labores de integración del enfermo, existían medios alternativos tales como: los sedantes, el electroshock, las mangueras de agua fría y las cámaras acolchadas de aislamiento. Todo un despliegue de medios a disposición de los celadores y enfermeros.


Durante su estancia en el hospital, había pasado por diferentes estados emocionales en lo referente a sus padres. Al comienzo de su internamiento, no entendía por qué era recluido y los odiaba por lo que le estaban haciendo. Poco a poco, este odio fue dando paso a una indiferencia hacia ellos y ahora, después de todos estos meses de reclusión y tras haber obtenido la libertad, sólo sentía desprecio por haber intentado deshacerse de él de una forma tan vil y traicionera. Si a él le hubiesen hecho entender la situación, posiblemente y de una forma voluntaria se habría sometido a terapias individuales y de grupo que, con toda seguridad le habrían ayudado y hubiese evitado su internamiento. En estos momentos se encontraba desarraigado, solo y sin familia.


En los últimos cinco meses el centro fue su hogar y los locos su familia. Bueno, más bien era su circo particular que actuaba para él en una monótona y rutinaria función diaria. Daniel sólo tenía que levantarse por la mañana, tomar las pastillas y observar, sobre todo observar. Algunos de estos chiflados podían llegar a ser peligrosos y a veces hasta divertidos aunque la repetición hastiaba.


Día tras día, daba comienzo la función circense. Pedro con su historia de declaración de cordura: …”¡Yo no estoy loco!. Todo es una maniobra de mi cuñada que es una bruja y una manipuladora. Por eso, cuando le quise prender fuego gritaba desesperada. ¿Sabes que las brujas no resucitan si son quemadas?. Ésta era la verdadera razón de sus gritos. ¡Esa vez casi lo consigo!. ¿Tú? …¿Tú sabes de hechizos y brujería?. ¡Eh!. ¿Sabes?”..…


Luis “el corremillas”, con sus ojos inexpresivos, babeando todo el tiempo, medio catatónico, deambulando por la sala arrastrando los pies en su marcha interminable. Un pie detrás del otro, una única dirección, un mismo recorrido describiendo círculos en el centro de la sala. Un solo propósito, andar, andar, sin ningún tipo de interrupción, ni siquiera para hacer sus necesidades fisiológicas.


Asenjo con su manía de poner las sillas orientadas en las esquinas de las mesas. Qué nadie las cambiara de posición porque le sobrevenía una crisis de histeria.


Ramírez “el vegetal”, con sus pantalones eternamente mojados, los pañales no sirven de nada si no se cambian periódicamente, cosa que no ocurría aquí. A Ramírez los suyos terminaban por llenarse de orina hasta que la humedad rebosaba y se extendía paulatinamente. Lo peor era el desagradable tufo que desprendía, olor a viejo, olor a dejadez.


El otro Pedro, que emprendía a correr alrededor de las salas y por los pasillos, asomándose a las ventanas persiguiendo al sol en el atardecer en un infructuoso intento por verlo siempre brillar y que éste no se ocultara definitivamente. Decía que la noche era el reino de las sombras malignas, que como no había sol, no existía nada que atase a las sombras con los cuerpos y entonces estas quedaban liberadas para sembrar el terror por doquier.


Éste era el espectáculo diario con el que se encontraba Daniel. Fue interesante la primera semana pero después acababa aburriendo. A veces era necesario introducir algún elemento perturbador para que ocurriese algo. Él de vez en cuando lo hacía para entretenerse un poco, así pues, en alguna ocasión; Daniel subió las sillas encima de la mesa para ver a Asenjo en su delirio, o provocarprovocó a Pedro, bajándole las persianas o lo encerraba a oscuras en una habitación, o entorpecerentorpecía la marcha de Luis para ver como se desorientaba y se ponía histérico hasta que quedaba el camino libre y podía continuar con su movimiento.avance. Todo esto daba pequeños alicientes a la función.


Con el que no se podía jugar era con el otro Pedro ”el inquisidor”. Éste no era de fiar, acabaría quemando a alguien. Sólo necesitaba el convencimiento que ese alguien practicaba brujería y, tarde o temprano, aparecería algún idiota que le diría que sí conocía cosas de brujería. Entonces, haría todo lo posible por quemarlo vivo bajo su mirada hipnotizada, como la de un niño cuando ve por primera vez las chispas saltar desde las llamas danzarinas de una fogata.


El doctor después de observar el comportamiento de Daniel, lo catalogó como un individuo cruel por hacer este tipo de travesuras a sus compañeros. El aburrimiento en aquel lugar era mortal, era necesario crear estímulos, esto jamás lo entendería el doctor. Éste terminaba su jornada laboral y se marchaba a casa. Mientras, él se quedaba allí rodeado de locos con un nuevo turno de celadores y enfermeros.


Daniel estaba convencido que no pertenecía a este grupo, desentonaba allí. No era un lugar para él. Aún recordaba el primer día que llegó al pabellón. La primera noche escuchando los alaridos de esta pandilla de locos. Ser el nuevo y saberse vigilado por los ojos inquietos de aquellas mentes desequilibradas no era la mejor forma de conciliar el sueño. Tardó unos días en habituarse a los gritos y los alaridos nocturnos, pero al final siempre se consigue, sólo tenía que olvidarse de ellos y sumergirse en sus propios pensamientos. Los días pasaban más deprisa si de vez en cuando hacía esto.



Aquellos individuos sí que estaban verdaderamente locos. Él sólo escuchaba voces y, de vez en cuando, tenía alguna alucinación, pero esto eran cosas de la imaginación y nada más.


Lo que peor llevaba era los ataques de ira y furia. Esto era inevitable y la razón muy simple: nadie hacía las cosas como él quería, tanta contrariedad se iba acumulando y al final estallaba.


Aquí en el hospital las cosas eran diferentes, si se sentía enfadado sólo tenía que mover las sillas o bajar las persianas para reírse un poco. Aunque no todo era bueno, también existían cosas malas, como por ejemplo: cuando él tenía ganas de dormir, era la hora de levantarse, cuando quería abstraerse y pensar en sus cosas, alguien venía a molestarle o empezaba a armar escándalo en la sala, cuando quería ver la televisión o no era la hora o bien el programa no le gustaba y no podía cambiarlo, todo un cúmulo de despropósitos para evitar que su estancia fuese confortable allí.


Aún después de todos los inconvenientes, aquello era tolerable, las pastillas también contribuían a hacer más llevadera la reclusión. Los medicamentos eran muy fuertes y algunos días los pasaba medio flotando en una nube de algodón perdiendo totalmente la noción del paso del tiempo y de lo que acontecía a su alrededor. Sólo le reducían las dosis los días que había consultas con el doctor. Seguro que era para que estuviese despejado y fresco para responder a las preguntas. Esta táctica la utilizaban los cuidadores para pasar la jornada tranquila y no tener grandes sobresaltos.


Inmerso en estos pensamientos, Daniel llegó a su celda. No había muchos objetos que recoger, sólo algunas cosas de aseo y nada más.


Sus ropas de “ciudadano”, el mundo se dividía en locos y ciudadanos, estaban en una bolsa de plástico encima de la cama.


Se duchó y vistió bajo el control visual del cuidador omnipresente. En el momento de vestirse, pudo apreciar lo inútil de la acción de ducharse puesto que le entregaron sus ropas de ciudadano sin siquiera haberlas lavado. Estas poseían un fuerte olor a rancio y humedad como consecuencia de haber sido guardadas sucias y no estar en un lugar aireado. La camisa estaba muy arrugada y había adquirido el olor de los calcetines que fueron envueltos dentro de ella a la hora de guardarlos. El pantalón vaquero era lo único que no se vio afectado por el paso del tiempo.


Él ingresó drogado y dormido en el centro, por lo que no recordaba que ocurrió cuando llegó allí. Posiblemente, le quitaron la ropa nada más llegar y la metieron en aquella bolsa de plástico, con toda seguridad habrá permanecido olvidada en algún estante hasta el día de hoy.


Cuando terminó se lo hizo saber al celador y éste lo condujo hacia la salida. Era una escena tétrica, siguiendo a aquel individuo de blanco inmaculado que resaltaba sobre el color amarillo crema de las paredes del establecimiento, las cuales poseían por única decoración una gruesa línea amarilla oscura dibujada a media altura de las paredes y una negra a ras de suelo. ¡Una decoración ambiental poco acogedora!.


El centro fue diseñado principalmente como un lugar de reclusión y no como un espacio para la rehabilitación y la cura de los enfermos. Las instalaciones estaban descuidadas y el personal del centro era escaso, poco profesional y sin interés por los internos. Todo aquello venía motivado por la escasez de fondos que el Estado destinaba a este tipo de instituciones. La mayoría del presupuesto gubernamental para establecimientos iba destinado a las instalaciones penitenciarias; como si en la mente de los políticos existiera el convencimiento que algún día era más probable que ellos fueran a parar a una cárcel antes que a un loquero. De ahí venía el empeño por mejorar el nivel de las prisiones dejando de lado a los frenopáticos.


Tras superar un par de controles, sin recibir ni una sonrisa ni un adiós, ante Daniel se abría la puerta principal que daba paso a la libertad. Siempre pensó que cuando saliera por aquella puerta daría saltos de alegría por abandonar el centro. Estaba decepcionado consigo mismo porque aquello no estaba sucediendo así.


¿Dónde radicaba el problema?. Tal vez fue el enterarse que sus padres no querían saber más de él o, la preocupación expresada por el doctor con el convencimiento que  tarde o temprano recaería de nuevo, el miedo a la libertad e independencia o, en el peor de los casos, se había acostumbrado a vivir rodeado de locos y lo echaba de menos. ¡Vete a saber cual era la respuesta correcta!. El caso era que no tenía ganas de saltar ni la alegría le embriagaba. Dio un profundo y lento suspiro de resignación e incomprensión. Comenzó a andar y preguntó a un par de transeúntes cuál era la dirección correcta a tomar para ir al centro de la ciudad. Se encontraba un poco desorientado y no conseguía ubicarse por sí solo en aquel laberinto de calles. Una vez orientado, se dirigió hacia la estación de autocares.


Por el camino se detuvo en un quiosco de revistas, compró una novela barata para leer y entretenerse durante el trayecto hacia el pueblo. Aunque en el fondo, el verdadero motivo no era ése, sino que la había adquirido para tener una excusa con la que no verse obligado a entablar conversación con el pasajero que le tocase en el asiento de al lado.


La libertad era una sensación extraña. Poder caminar sin que hubiese nadie controlándole, tomar sus propias decisiones, qué hacer, dónde ir. El reloj vuelve a formar parte de su vida, tener que pensar en el ahora y en el después. Era agradable tener la mente ocupada pensando en estas cosas sin escuchar las voces inquisidoras que le torturaban minuto a minuto desde el interior de su mente.


Ahora era un ciudadano y estaba integrado con la gente que discurría por la calle. Nadie le conocía ni él conocía a nadie. ¡Qué bonito era aquello de volver a ser anónimo!.



Daniel aprovechó su larga caminata para satisfacer la curiosidad de sus ojos maltratados durante tanto tiempo con la visión lúgubre de las paredes del centro, su triste monotonía y la presencia de los fornidos y corpulentos celadores. Hacía tiempo que no saboreaba el placer de mirar los escaparates de las tiendas y contemplarlos vagamente.


Era placentero observar a toda aquella gente a su alrededor, tener que esperar a la luz del semáforo para seguir caminando, oír el ruido de fondo del tráfico, chocarse y cruzarse con los transeúntes. Estas son las pequeñas cosas que le hacían sentirse vivo

 

2.                 El regreso


Llegó a la estación de autocares y compró un billete de un trayecto que pasaba por la carretera de Mazarto. La parada en la carretera quedaba a unos cuatro kilómetros de Villaencinta,Villaquinta, su pueblo.


El autocar saldría al cabo de una hora y media por lo que disponía de tiempo para despertar los sentidos entumecidos. Entró en el bar de la estación de autocares y comió un bocadillo de chorizo acompañado de una gran cerveza fría, rematando todo esto con un aromático y sabroso café expreso. Estos eran los pequeños placeres de la vida que sólo estaban al alcance de los ciudadanos.


Se acercó la hora de embarcar, no había mucha gente en la cola del autocar. En diez minutos partiría el autocar y, si no venía un aluvión de pasajeros durante ese tiempo, el autocar iría prácticamente vacío. Esto era una suerte para él, ya que con toda seguridad podría viajar solo sin tener que aguantar a un compañero pesado, curioso o charlatán. De esta forma hasta podría tener la oportunidad de echar un sueñecito. Comenzaba a estar cansado, no estaba acostumbrado a tanta actividad en un solo día. Además, cuando llegase a su parada, tras dos horas y media de viaje en autocar, todavía le quedaba una caminata de unos cinco kilómetros hasta llegar a la casa de campo en la cual iba a residir. La casa se encontraba a las afueras del pueblo, un poco apartada, a unos tres kilómetros en dirección al bosque.


El suave ronroneo y mecido del autocar así como el bocadillo y la cerveza que había ingerido, contribuyeron a que rápidamente se quedara dormido dando ligeras cabezadas en el asiento del autocar.


Unos desafortunados baches en medio de la carretera comarcal interrumpieron el sueño de Daniel. De una forma disimulada se desperezó estirando rígidamente los miembros de su cuerpo acompañado de un insonoro bostezo. Todavía faltaba bastante para llegar a su destino, abrió la novela que había comprado y comenzó a leerla sin prisas, saboreándola, tras los meses de reclusión, hoy era el día de saborear todo despacio. La novela era de aventuras y la compró porque le llamó la atención su título “Kuemetek”, tan raro como todo lo que le estaba ocurriendo a él.


Llevaba una hora leyendo cuando decidió descansar un poco la vista. Si leía mucho rato en el autocar, acabaría mareándose. Se puso a pensar en lo que le había acontecido durante el día e inmediatamente le vino a la memoria la conversación mantenida con el doctor por la mañana y la preocupación de éste acerca de su agresividad.


Él no compartía con el doctor dicha preocupación ya que los arrebatos de ira hacía tiempo que no aparecían, por otro lado, las travesuras hechas en el manicomio no eran por agresividad, tal y como decía el doctor, sino por aburrimiento y hastío. Prueba de ello era que en la novela que estaba leyendo existía un pasaje sangriento en el cual describía el sacrificio de un prisionero y, sin embargo, ante esta escena sanguinolenta, él no había disfrutado en especial de la lectura de la misma ni tampoco le entraron ganas de emularla ni nada parecido. Su reacción fue muy normal y nada intensa. No terminaba de comprender la preocupación del doctor y la manía de éste por catalogarlo como un individuo agresivo y peligroso.


Es cierto que durante el periodo que estuvo internado tomó las pastillas religiosamente y a las horas marcadas, pero estas no servían para curar sino que su única utilidad era tenerlo adormilado y no dar mucho trabajo a los celadores del centro. Estas pastillas sólo lo mantenían en un halo de atontamiento. Estar medio sedado para el resto de su vida no es un panorama que le agrade a nadie y menos a él. Siempre había gozado de una mente rápida, ágil y perspicaz. No se tenía por un superdotado pero, para el nivel de inteligencia que existía a su alrededor, él siempre había podido presumir de estar en el círculo de los considerados como muy inteligentes.



Se negaba a vivir drogado. No concebía su vida así e iba a hacer un verdadero esfuerzo por tratar de controlar sus impulsos sin necesidad de los fármacos, en el caso que viera que empeoraba, podía utilizar el bote de pastillas que le proporcionó el doctor para iniciar el tratamiento y después ir al médico para que le recetase más. Aquellos fármacos eran muy fuertes y no se vendían sin prescripción médica.


Era difícil renunciar a aquello, qué maravilloso era sentir las sensaciones tal y como son, apreciar los olores, los ruidos, pensar con claridad y rapidez, cómo alguien podía pedirle que renunciara a todo aquello simplemente por unas sospechas, por una posibilidad. No era justo, no estaba dispuesto a permitirlo.


El autocar fue reduciendo la marcha poco a poco e hizo una parada para recoger a más pasajeros, se iba acercando a su destino, en menos media hora aproximadamente habrá llegado. En la parada subió una mujer mayor con una bolsa de la compra y, un par de muchachas jóvenes en edad de ir al instituto.


Cuando las chicas pasaron al lado de él, una de ellas le dirigió una mirada de sorpresa y asombro. A Daniel le llamó la atención aquello pero no recordaba conocer a esta chica, sin embargo, ella le miró como si lo conociese de algo, posiblemente fuera la hermana menor de alguno de sus colegas o le hubiese visto en alguna de las fiestas de los pueblos de alrededor.


Las chicas se sentaron dos filas por detrás de él, en su mismo lado. Cómo se encontraba aburrido y cansado de leer, prestó atención a la conversación de las muchachas. Estas precisamente estaban hablando acerca de él.


     -¿Sabes quién es ése? –le preguntaba una de las chicas a la otra.


     -¿Quién?.


     -Ése, el que está sentado delante –dijo la muchacha señalando a Daniel.


     -No, ¿quién es?.


     -Es aquel chico,  al que le pegó el subidón tan fuerte con las “popeye” hace cosa de un año. ¿Recuerdas?.


     -¡Anda ya!. Aquel chaval acabó majareta. Si lo metieron en un loquero no hace mucho porque se dedicaba a pegar puñaladas a la gente.


     -¡Anda que no eres tú exagerada!.


     -Bueno, el caso es que algo haría cuando se lo llevaron al loquero.


     -¡A lo mejor se ha escapado!.


     -¡Siii claro!. Ahora dejan a los locos escaparse y vagar por ahí tranquilamente.


     -¡Pssst!. ¡Que nos va a oír!.


En ese momento Daniel giro la cabeza y les dedicó una mirada de reojo.


     -Da igual que nos oiga. No seas tonta, no es ése.


     -¿Qué te apuestas a que se baja en la siguiente parada?. Él vivía en Villaencinta.Villaquinta.


     -¡A que no!. Venga, ¿va la apuesta?. La que pierda le cede el móvil a la otra durante la próxima semana.


     -Eso no es justo, tú nunca tienes crédito.


     -¡Bueno vale!. Le cede el móvil a la otra con un crédito mínimo de mil pesetas. ¿Vale?.



     -¡Vale! –contestó la otra muchacha aceptando la apuesta.


Después de mantener esta pequeña conversación las muchachas se quedaron calladas. Daniel disimuladamente lo escuchó todo. Era la primera vez que oída de boca de un extraño su propia historia.


Así era como lo veían los demás, como a alguien que, como consecuencia de las drogas, se volvió chiflado y ahora estaba ingresado.


Con la etiqueta de loco no le iba a resultar fácil integrase en la vida cotidiana del pueblo. Por otro lado, si sus padres le proporcionaban el dinero, no tenía ningún especial interés en integrarse socialmente y tener que empezar a trabajar. Por lo pronto, durante una buena temporada intentaría disfrutar de las mieles de la “mala fama” que le precedía y vivir un tiempo a costa de los padres.


Continuó leyendo la novela para matar el tiempo hasta llegar a la parada. De vez en cuando levantaba la mirada para observar el paisaje a través de la ventanilla, cada vez le era más familiar.


Las formaciones rocosas del fondo indicaban que estaba cerca de su destino. Ellas habían estado siempre presentes en su vida. Desde que tenía uso de razón recordaba aquellas montañas aunque vistas desde un ángulo un poco diferente. Ellas representaban la seguridad del hogar. Ahora todos le habían abandonado, su única familia era solamente él y nadie más. Tendría que aprender por el momento a vivir recluido en esta soledad.


Éste era un giro brusco con relación a su pasado reciente, cambiando los gritos y los alaridos nocturnos de los dementes por el canto de los grillos y los ladridos lejanos de los perros. Tal vez sería una buena idea tener un perro, seguro que sería más fiel que aquella familia suya que lo había abandonado.


Bueno, al menos, sus padres tuvieron la decencia de proporcionarle casa y manutención. ¡Ya veríamos cuando terminaría todo esto!. Seguro que duraría mientras continuasen los remordimientos en sus conciencias.


Daniel movió la cabeza para extraer estos pensamientos. Volvió de nuevo su atención a la carretera, acababan de pasar por “la cola de lagartija”, un tramo de carretera lleno de pequeñas curvas muy cerradas que obligan a los conductores a ir muy despacio. En un par de curvas vendría la larga recta y era allí donde debía apearse del autocar.


Se levantó de su asiento despacio asegurándose de no ser derribado por los vaivenes del vehículo. Tomó su bolsa del estante, guardó la novela y se dirigió hacia el conductor. Al llegar a la altura de éste, el conductor le hizo una seña a Daniel dándole a entender que sabía que tenía que parar en aquel lugar. El autocar frenó hasta detenerse por completo y los pistones neumáticos sonaron al abrir las puertas. Daniel, justo antes de comenzar a descender por los peldaños, dirigió la mirada hacia las chicas. Estás estaban observándolo sin perder detalle. Él las miró fijamente, tiró un beso al aire en dirección hacia ellas a la vez que describía un movimiento horizontal con el pulgar de la mano derecha a la altura de la garganta haciendo una clara alusión al gesto de degollamiento. Las muchachas quedaron petrificadas. Mientras, él bajaba sonriente del autocar.


El autocar arrancó de nuevo y las muchachas miraban hacia el exterior aterrorizadas, no podían apartar la mirada. Él por su parte, se despidió de ellas con un ligero movimiento de muñeca.


     -¡Esas se han meado de miedo!. Esta noche tendrán pesadillas soñando conmigo –se regocijó Daniel con una sonrisa maliciosa en su rostro-. ¡Que malo soy!. Lo tienen bien merecido por chismosas y por decir que yo estoy loco. Así aprenderán a no hablar de los extraños a sus espaldas.


Tras realizar esta chiquillada, su mente volvió de nuevo a la conversación mantenida con el doctor por la mañana, a lo peor el doctor llevaba razón afirmando que él era cruel, pero no era cierto. Cruel es aquel que no le importa ocasionar sufrimiento a los demás y, desde su punto de vista, él sólo se consideraba travieso. Le gustaba gastar bromas inocentes como ésta de las muchachas del autocar, pero no causaba daño alguno a nadie.


Comenzó a andar despacio por la carretera que comunicaba con su pueblo. No sería necesario llegar hasta él, a mitad del camino tomaría un sendero que le conduciría hasta la casa.


El calor se dejaba sentir en el ambiente, la brisa era inexistente, el aire caliente permanecía estático y deformaba las imágenes a ras del asfalto. Ahora caía en la cuenta de lo cómodo que había viajado en el autocar con el aire acondicionado, era una pena que el vehículo no lo dejase al pie de su casa.


Anduvo casi dos kilómetros y nadie se cruzó en su camino en ninguna dirección. A esta hora de la tarde los niños estaban todavía en los colegios aunque no tardarían mucho en salir, las mamás pegadas a los televisores viendo la telenovela de moda apurando los últimos momentos de tranquilidad sin los críos, los abuelos durmiendo la siesta y los papás posiblemente estuviesen trabajando.



Abandonó la carretera para tomar el sendero. Desde allí podía ver parte de las viviendas del pueblo. Su imagen se presentaba como una mancha compacta de color blanco moteada de rectángulos oscuros, líneas rectas delimitando las construcciones y los tejados aportando un toque de color oscuro que contrastaba con el fondo azul claro que formaba el cielo.


Avanzaba por el sendero cuando pensó que tal vez, no hubiese comida en la casa. Dio media vuelta y se dirigió hacia el pueblo. En la carretera fue adelantado por un muchacho en bicicleta. Éste se giró fugazmente un par de veces para mirarle.


     -Creo que me ha reconocido -pensó Daniel-. A estas horas todo el pueblo ya debería saber que el chiflado ha vuelto.


Era curiosa la situación, antes sólo era un habitante más, de repente, se convirtió en una celebridad, en todo un personaje. ¡Era el chiflado de los contornos!. No hay pueblo que se precie que no tenga su propio loco.


Daniel estaba imaginando el revuelo que se debió haber armado en el pueblo cuando un buen día llegó la ambulancia del manicomio con un par de fuertes enfermeros, el doctor y acompañados por una pareja de la policía local con el propósito de capturarlo y llevarlo hasta el hospital.


De este episodio él recuerda bien poco, más bien nada. Tuvo conocimiento de lo acontecido durante la vista con el juez. En la misma se explicó que en el café con leche del desayuno le suministraron una fuerte dosis de algún tipo de droga y cayó rendido en un sueño profundo. Entonces, estas personas lo condujeron al hospital comarcal tal y como se reflejaba en el mandamiento judicial. Luego, cuando despertó ya estaba en el hospital, le habían despojado de sus ropas de ciudadano y era un interno más. Recuerda que estuvo un buen rato aturdido con un fuerte dolor de cabeza a modo de resaca, con la boca pastosa, tumbado allí en la cama, sujeto por las correas de seguridad sin saber si lo que sucedía era real o una maldita pesadilla. El tiempo se encargó de mostrar la cara de la cruda realidad, fue llevado allí para deshacerse de él.


Estaba llegando a la entrada del pueblo cuando fue rebasado por un autocar escolar. Suerte que el supermercado estaba a la entrada del pueblo y no tenía que llegar a la plaza, allí estarían todas las mamás congregadas esperando a que sus retoños descendieran del autocar. No tenía ganas de ser la atracción del día.


Por otro lado, cuanto más tiempo permaneciese en el pueblo, más probable era que se encontrase con sus padres. Si él estaba viviendo en la casa de campo, sus padres debían estar en la casa del pueblo. No es que los odiase, pero no quería verlos. Le abandonaron cuando más los necesitaba y no quería representar el papel de un falso reencuentro y de rencores olvidados. Él no había olvidado lo ocurrido ni los había perdonado todavía.


Entró en el supermercado, nadie se percató de su presencia. Tomó un carro y deambuló por las estanterías en busca de unas cuantas latas de conserva, huevos, aceite, pan y unas cervezas. Haciendo cola para pagar fue reconocido por la cajera.


     -Hola Dani. ¿Ya has vuelto?


     -Sí, de nuevo aquí.


     -¿Vas a quedarte mucho tiempo?.


     -No lo sé supongo que hasta que me canse o me encierren de nuevo.


     -Por cierto…, ¿Cómo estás de lo tuyo?.


     -Bueno, como ve me han soltado. ¡No debo de estar muy mal!.


     -Mira es el hijo de la Teresa -se oyó a espaldas suyas.


Daniel se giró con mirada inquisidora. Las dos mujeres callaron de inmediato e hicieron todo lo posible por disimular, pero sin obtener éxito en su empeño.


     -Por lo que veo, este pueblo sigue lleno de cotillas –continuó Daniel con su conversación.


     -No te asombres, eres la noticia del día. Y posiblemente el acontecimiento del mes.


     -Sí, ya lo he comenzado a notar.



     -¿Estás aquí en el pueblo con tus padres?.


     -No, me han desterrado a la casa de campo. Supongo que ha sido para que las chismosas duerman tranquilas sin miedo a que las apuñalen por la noche –Daniel dijo esto malintencionadamente girándose a la vez para mirar a las mujeres que habían cuchicheado a espaldas suya y utilizando un tono un poco alto para asegurarse que le oían desde atrás.


     -¡No digas tonterías! –le recriminó la cajera-. Oyendo cosas como esas me entran escalofríos.


     -Escalofríos me entran a mí de ver lo hipócrita que es la gente en este pueblo, están todos llenos de prejuicios.


     -Estoy de acuerdo contigo, pero si sigues diciendo cosas como esas acabarás mal. ¿Qué crees que van a decir esas chismosas en cuanto tú salgas de aquí?.


     -Ni lo sé ni me importa.


     -¡Pues deberías!. Ellas difundirán por todo el pueblo el chisme diciendo que tú has amenazado con acuchillar a las mujeres por la noche.


     -¡Yo no he dicho eso!.


     -¿Y a quién le importa lo que tú hayas dicho?. Al final, todos las creerán a ellas, el rumor se extenderá y entonces no tendrá remedio.


     -Creo que tiene razón –asintió Daniel, dándose cuenta de la imprudencia cometida-. Debo intentar ser un poco más prudente con las tonterías que digo, al menos por algún tiempo.


     -Así me gusta. Veo que eres capaz de entrar en razón. Bueno..., si ves a tu madre, salúdala de mi parte.


Daniel confirmó perezosamente con un movimiento de cabeza. Más por inercia que por convencimiento.


     -Muy bien, ya está todo, son 1963 pesetas.


Tras pagar la cuenta, Daniel se despidió de la cajera y salió del supermercado cargado con las bolsas. Para abandonar el pueblo tomó un trayecto alternativo a través de unas calles estrechas e intrincadas. Quería desaparecer de la vista de la gente. Para su gusto, hoy había sido demasiado popular en el pueblo.


Para llegar a la casa tuvo que cruzar por un pequeño tramo de bosque. Era agradable sentir el frescor producido por las sombras de los árboles.


Aunque había comprado pocas cosas, estas junto con las que trajo del hospital hacían que su carga fuera pesada. Las tiras de las asas de la bolsa de plástico se clavaban en sus dedos y, de vez en cuando, debía parar un poco para permitir que la sangre circulara de nuevo hasta las blancas y frías yemas. En estas pausas, lo que más le agradaba era sentir el sosiego y la tranquilidad que desprendía la naturaleza. Aquel paraje era un remanso de paz, totalmente yuxtapuesto al bullicio y efervescencia de la ciudad.



 


Por fin llegó hasta la casa la cual, para su sorpresa, no estaba cerrada. La puerta de entrada se encontraba entornada y ligeramente apalancada con una silla desde fuera. Abrió la puerta y no olía a humedad, alguien había tenido cuidado de airear la casa antes que él llegara. Se dirigió a la cocina para dejar su carga. Cuando abrió el refrigerador pudo comprobar que estaba lleno de comida y bebida. Había de todo en la cocina, hasta pan del día. De haberlo sabido antes, el viaje hasta el pueblo se lo hubiese ahorrado y el dinero también.


Según parecía, desde la barrera, sus padres continuaban cuidando de él, pero que no pensaran ellos que con estas atenciones conseguirían que los perdonara tan fácilmente. Era muy fuerte lo que ocurrió como para olvidarlo así como así, sin más. Él no estaba dispuesto a perdonarlos por el momento.


Se dispuso a ver la televisión y se sentía raro. Eso de tener el mando a distancia viendo la programación que le diera la gana, cambiando de canales sin prohibiciones de ningún tipo, sin desagradables compañeros al lado, era una sensación placentera, sólo valorada por quien en alguna ocasión se hubiese visto obligado a soportar una situación de reclusión como la suya. ¡Libertad!. ¡Preciada libertad!.


Fue a la cocina, tomó una cerveza y volvió a tumbarse en el sofá, saboreándola poco a poco, sorbo a sorbo, despacio para que durase.


Más tarde cenó un poco y se marchó a descansar. Estaba cansado y le apetecía dormir pero no paraba de dar vueltas en la cama, de izquierda a derecha y de nuevo hacia el otro lado. Era una cama demasiado grande para él. En los últimos meses su lecho había sido mucho más reducido, estando compuesto por un simple camastro frío y duro con un viejo colchón. En esta cama le sobraba espacio lo mirases por donde lo miraras.


Mientras intentaba infructuosamente conciliar el sueño, hizo un repaso rápido a todo lo acontecido durante al día. Le preocupaba los comentarios que había escuchado sobre él en el autocar y los cuchicheos en el supermercado. Estaba marcado, ahora era el loco del pueblo. Esto no le dejaba dormir, o tal vez fuera que echaba de menos los gritos y alaridos nocturnos de sus dementes compañeros.


Hum... ¡Claro!. Ya sabía que era lo que no le permitía dormir. ¡Las malditas pastillas!. No se podía abandonar un tratamiento de este tipo de golpe porque, como es lógico, inmediatamente sobreviene el síndrome de abstinencia. Ésa era la razón de su desasosiego y ansiedad, esto era lo que no le permitía conciliar el sueño. Era de suponer que éste fue el verdadero motivo por el cual el doctor le proporcionó las pastillas. Debía tomar la medicación aunque ello fuera en contra de su determinación a prescindir de los fármacos. El “mono” podía llegar a ser muy fuerte, ahora era consciente de ello. Así pues..., comenzaría tomando la mitad de la dosis diaria. Lo estrictamente suficiente como para intentar superar el síndrome sin sufrir sus estragos y procurando abandonar gradualmente, poco a poco sin brusquedad, la dependencia provocada por estos fármacos.


Después de tomar media pastilla y en medio de sus pensamientos acabó durmiéndose. A mitad de la noche, se despertó sobresaltado, sudoroso y un poco desorientado pero enseguida volvió a dormirse. Realizó demasiado ejercicio durante el día y, al no estar acostumbrado a ello, acabó derrotado por el cansancio, pero su mente continuaba trabajando, proporcionándole nuevas imágenes y pensamientos. Aun cuando dormía, su cabeza no descansaba.

 


 

Para continuar con la lectura de la obra, debe contactar al autor de la misma. 

La Administración. 

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