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     -¡Vale! –contestó la otra muchacha aceptando la apuesta.


Después de mantener esta pequeña conversación las muchachas se quedaron calladas. Daniel disimuladamente lo escuchó todo. Era la primera vez que oída de boca de un extraño su propia historia.


Así era como lo veían los demás, como a alguien que, como consecuencia de las drogas, se volvió chiflado y ahora estaba ingresado.


Con la etiqueta de loco no le iba a resultar fácil integrase en la vida cotidiana del pueblo. Por otro lado, si sus padres le proporcionaban el dinero, no tenía ningún especial interés en integrarse socialmente y tener que empezar a trabajar. Por lo pronto, durante una buena temporada intentaría disfrutar de las mieles de la “mala fama” que le precedía y vivir un tiempo a costa de los padres.


Continuó leyendo la novela para matar el tiempo hasta llegar a la parada. De vez en cuando levantaba la mirada para observar el paisaje a través de la ventanilla, cada vez le era más familiar.


Las formaciones rocosas del fondo indicaban que estaba cerca de su destino. Ellas habían estado siempre presentes en su vida. Desde que tenía uso de razón recordaba aquellas montañas aunque vistas desde un ángulo un poco diferente. Ellas representaban la seguridad del hogar. Ahora todos le habían abandonado, su única familia era solamente él y nadie más. Tendría que aprender por el momento a vivir recluido en esta soledad.


Éste era un giro brusco con relación a su pasado reciente, cambiando los gritos y los alaridos nocturnos de los dementes por el canto de los grillos y los ladridos lejanos de los perros. Tal vez sería una buena idea tener un perro, seguro que sería más fiel que aquella familia suya que lo había abandonado.


Bueno, al menos, sus padres tuvieron la decencia de proporcionarle casa y manutención. ¡Ya veríamos cuando terminaría todo esto!. Seguro que duraría mientras continuasen los remordimientos en sus conciencias.


Daniel movió la cabeza para extraer estos pensamientos. Volvió de nuevo su atención a la carretera, acababan de pasar por “la cola de lagartija”, un tramo de carretera lleno de pequeñas curvas muy cerradas que obligan a los conductores a ir muy despacio. En un par de curvas vendría la larga recta y era allí donde debía apearse del autocar.


Se levantó de su asiento despacio asegurándose de no ser derribado por los vaivenes del vehículo. Tomó su bolsa del estante, guardó la novela y se dirigió hacia el conductor. Al llegar a la altura de éste, el conductor le hizo una seña a Daniel dándole a entender que sabía que tenía que parar en aquel lugar. El autocar frenó hasta detenerse por completo y los pistones neumáticos sonaron al abrir las puertas. Daniel, justo antes de comenzar a descender por los peldaños, dirigió la mirada hacia las chicas. Estás estaban observándolo sin perder detalle. Él las miró fijamente, tiró un beso al aire en dirección hacia ellas a la vez que describía un movimiento horizontal con el pulgar de la mano derecha a la altura de la garganta haciendo una clara alusión al gesto de degollamiento. Las muchachas quedaron petrificadas. Mientras, él bajaba sonriente del autocar.


El autocar arrancó de nuevo y las muchachas miraban hacia el exterior aterrorizadas, no podían apartar la mirada. Él por su parte, se despidió de ellas con un ligero movimiento de muñeca.


     -¡Esas se han meado de miedo!. Esta noche tendrán pesadillas soñando conmigo –se regocijó Daniel con una sonrisa maliciosa en su rostro-. ¡Que malo soy!. Lo tienen bien merecido por chismosas y por decir que yo estoy loco. Así aprenderán a no hablar de los extraños a sus espaldas.


Tras realizar esta chiquillada, su mente volvió de nuevo a la conversación mantenida con el doctor por la mañana, a lo peor el doctor llevaba razón afirmando que él era cruel, pero no era cierto. Cruel es aquel que no le importa ocasionar sufrimiento a los demás y, desde su punto de vista, él sólo se consideraba travieso. Le gustaba gastar bromas inocentes como ésta de las muchachas del autocar, pero no causaba daño alguno a nadie.


Comenzó a andar despacio por la carretera que comunicaba con su pueblo. No sería necesario llegar hasta él, a mitad del camino tomaría un sendero que le conduciría hasta la casa.


El calor se dejaba sentir en el ambiente, la brisa era inexistente, el aire caliente permanecía estático y deformaba las imágenes a ras del asfalto. Ahora caía en la cuenta de lo cómodo que había viajado en el autocar con el aire acondicionado, era una pena que el vehículo no lo dejase al pie de su casa.


Anduvo casi dos kilómetros y nadie se cruzó en su camino en ninguna dirección. A esta hora de la tarde los niños estaban todavía en los colegios aunque no tardarían mucho en salir, las mamás pegadas a los televisores viendo la telenovela de moda apurando los últimos momentos de tranquilidad sin los críos, los abuelos durmiendo la siesta y los papás posiblemente estuviesen trabajando.

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