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Aquellos individuos sí que estaban verdaderamente locos. Él sólo escuchaba voces y, de vez en cuando, tenía alguna alucinación, pero esto eran cosas de la imaginación y nada más.


Lo que peor llevaba era los ataques de ira y furia. Esto era inevitable y la razón muy simple: nadie hacía las cosas como él quería, tanta contrariedad se iba acumulando y al final estallaba.


Aquí en el hospital las cosas eran diferentes, si se sentía enfadado sólo tenía que mover las sillas o bajar las persianas para reírse un poco. Aunque no todo era bueno, también existían cosas malas, como por ejemplo: cuando él tenía ganas de dormir, era la hora de levantarse, cuando quería abstraerse y pensar en sus cosas, alguien venía a molestarle o empezaba a armar escándalo en la sala, cuando quería ver la televisión o no era la hora o bien el programa no le gustaba y no podía cambiarlo, todo un cúmulo de despropósitos para evitar que su estancia fuese confortable allí.


Aún después de todos los inconvenientes, aquello era tolerable, las pastillas también contribuían a hacer más llevadera la reclusión. Los medicamentos eran muy fuertes y algunos días los pasaba medio flotando en una nube de algodón perdiendo totalmente la noción del paso del tiempo y de lo que acontecía a su alrededor. Sólo le reducían las dosis los días que había consultas con el doctor. Seguro que era para que estuviese despejado y fresco para responder a las preguntas. Esta táctica la utilizaban los cuidadores para pasar la jornada tranquila y no tener grandes sobresaltos.


Inmerso en estos pensamientos, Daniel llegó a su celda. No había muchos objetos que recoger, sólo algunas cosas de aseo y nada más.


Sus ropas de “ciudadano”, el mundo se dividía en locos y ciudadanos, estaban en una bolsa de plástico encima de la cama.


Se duchó y vistió bajo el control visual del cuidador omnipresente. En el momento de vestirse, pudo apreciar lo inútil de la acción de ducharse puesto que le entregaron sus ropas de ciudadano sin siquiera haberlas lavado. Estas poseían un fuerte olor a rancio y humedad como consecuencia de haber sido guardadas sucias y no estar en un lugar aireado. La camisa estaba muy arrugada y había adquirido el olor de los calcetines que fueron envueltos dentro de ella a la hora de guardarlos. El pantalón vaquero era lo único que no se vio afectado por el paso del tiempo.


Él ingresó drogado y dormido en el centro, por lo que no recordaba que ocurrió cuando llegó allí. Posiblemente, le quitaron la ropa nada más llegar y la metieron en aquella bolsa de plástico, con toda seguridad habrá permanecido olvidada en algún estante hasta el día de hoy.


Cuando terminó se lo hizo saber al celador y éste lo condujo hacia la salida. Era una escena tétrica, siguiendo a aquel individuo de blanco inmaculado que resaltaba sobre el color amarillo crema de las paredes del establecimiento, las cuales poseían por única decoración una gruesa línea amarilla oscura dibujada a media altura de las paredes y una negra a ras de suelo. ¡Una decoración ambiental poco acogedora!.


El centro fue diseñado principalmente como un lugar de reclusión y no como un espacio para la rehabilitación y la cura de los enfermos. Las instalaciones estaban descuidadas y el personal del centro era escaso, poco profesional y sin interés por los internos. Todo aquello venía motivado por la escasez de fondos que el Estado destinaba a este tipo de instituciones. La mayoría del presupuesto gubernamental para establecimientos iba destinado a las instalaciones penitenciarias; como si en la mente de los políticos existiera el convencimiento que algún día era más probable que ellos fueran a parar a una cárcel antes que a un loquero. De ahí venía el empeño por mejorar el nivel de las prisiones dejando de lado a los frenopáticos.


Tras superar un par de controles, sin recibir ni una sonrisa ni un adiós, ante Daniel se abría la puerta principal que daba paso a la libertad. Siempre pensó que cuando saliera por aquella puerta daría saltos de alegría por abandonar el centro. Estaba decepcionado consigo mismo porque aquello no estaba sucediendo así.


¿Dónde radicaba el problema?. Tal vez fue el enterarse que sus padres no querían saber más de él o, la preocupación expresada por el doctor con el convencimiento que  tarde o temprano recaería de nuevo, el miedo a la libertad e independencia o, en el peor de los casos, se había acostumbrado a vivir rodeado de locos y lo echaba de menos. ¡Vete a saber cual era la respuesta correcta!. El caso era que no tenía ganas de saltar ni la alegría le embriagaba. Dio un profundo y lento suspiro de resignación e incomprensión. Comenzó a andar y preguntó a un par de transeúntes cuál era la dirección correcta a tomar para ir al centro de la ciudad. Se encontraba un poco desorientado y no conseguía ubicarse por sí solo en aquel laberinto de calles. Una vez orientado, se dirigió hacia la estación de autocares.


Por el camino se detuvo en un quiosco de revistas, compró una novela barata para leer y entretenerse durante el trayecto hacia el pueblo. Aunque en el fondo, el verdadero motivo no era ése, sino que la había adquirido para tener una excusa con la que no verse obligado a entablar conversación con el pasajero que le tocase en el asiento de al lado.


La libertad era una sensación extraña. Poder caminar sin que hubiese nadie controlándole, tomar sus propias decisiones, qué hacer, dónde ir. El reloj vuelve a formar parte de su vida, tener que pensar en el ahora y en el después. Era agradable tener la mente ocupada pensando en estas cosas sin escuchar las voces inquisidoras que le torturaban minuto a minuto desde el interior de su mente.


Ahora era un ciudadano y estaba integrado con la gente que discurría por la calle. Nadie le conocía ni él conocía a nadie. ¡Qué bonito era aquello de volver a ser anónimo!.

 

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