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     -¿Estás aquí en el pueblo con tus padres?.


     -No, me han desterrado a la casa de campo. Supongo que ha sido para que las chismosas duerman tranquilas sin miedo a que las apuñalen por la noche –Daniel dijo esto malintencionadamente girándose a la vez para mirar a las mujeres que habían cuchicheado a espaldas suya y utilizando un tono un poco alto para asegurarse que le oían desde atrás.


     -¡No digas tonterías! –le recriminó la cajera-. Oyendo cosas como esas me entran escalofríos.


     -Escalofríos me entran a mí de ver lo hipócrita que es la gente en este pueblo, están todos llenos de prejuicios.


     -Estoy de acuerdo contigo, pero si sigues diciendo cosas como esas acabarás mal. ¿Qué crees que van a decir esas chismosas en cuanto tú salgas de aquí?.


     -Ni lo sé ni me importa.


     -¡Pues deberías!. Ellas difundirán por todo el pueblo el chisme diciendo que tú has amenazado con acuchillar a las mujeres por la noche.


     -¡Yo no he dicho eso!.


     -¿Y a quién le importa lo que tú hayas dicho?. Al final, todos las creerán a ellas, el rumor se extenderá y entonces no tendrá remedio.


     -Creo que tiene razón –asintió Daniel, dándose cuenta de la imprudencia cometida-. Debo intentar ser un poco más prudente con las tonterías que digo, al menos por algún tiempo.


     -Así me gusta. Veo que eres capaz de entrar en razón. Bueno..., si ves a tu madre, salúdala de mi parte.


Daniel confirmó perezosamente con un movimiento de cabeza. Más por inercia que por convencimiento.


     -Muy bien, ya está todo, son 1963 pesetas.


Tras pagar la cuenta, Daniel se despidió de la cajera y salió del supermercado cargado con las bolsas. Para abandonar el pueblo tomó un trayecto alternativo a través de unas calles estrechas e intrincadas. Quería desaparecer de la vista de la gente. Para su gusto, hoy había sido demasiado popular en el pueblo.


Para llegar a la casa tuvo que cruzar por un pequeño tramo de bosque. Era agradable sentir el frescor producido por las sombras de los árboles.


Aunque había comprado pocas cosas, estas junto con las que trajo del hospital hacían que su carga fuera pesada. Las tiras de las asas de la bolsa de plástico se clavaban en sus dedos y, de vez en cuando, debía parar un poco para permitir que la sangre circulara de nuevo hasta las blancas y frías yemas. En estas pausas, lo que más le agradaba era sentir el sosiego y la tranquilidad que desprendía la naturaleza. Aquel paraje era un remanso de paz, totalmente yuxtapuesto al bullicio y efervescencia de la ciudad.

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