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Daniel aprovechó su larga caminata para satisfacer la curiosidad de sus ojos maltratados durante tanto tiempo con la visión lúgubre de las paredes del centro, su triste monotonía y la presencia de los fornidos y corpulentos celadores. Hacía tiempo que no saboreaba el placer de mirar los escaparates de las tiendas y contemplarlos vagamente.


Era placentero observar a toda aquella gente a su alrededor, tener que esperar a la luz del semáforo para seguir caminando, oír el ruido de fondo del tráfico, chocarse y cruzarse con los transeúntes. Estas son las pequeñas cosas que le hacían sentirse vivo

 

2.                 El regreso


Llegó a la estación de autocares y compró un billete de un trayecto que pasaba por la carretera de Mazarto. La parada en la carretera quedaba a unos cuatro kilómetros de Villaencinta,Villaquinta, su pueblo.


El autocar saldría al cabo de una hora y media por lo que disponía de tiempo para despertar los sentidos entumecidos. Entró en el bar de la estación de autocares y comió un bocadillo de chorizo acompañado de una gran cerveza fría, rematando todo esto con un aromático y sabroso café expreso. Estos eran los pequeños placeres de la vida que sólo estaban al alcance de los ciudadanos.


Se acercó la hora de embarcar, no había mucha gente en la cola del autocar. En diez minutos partiría el autocar y, si no venía un aluvión de pasajeros durante ese tiempo, el autocar iría prácticamente vacío. Esto era una suerte para él, ya que con toda seguridad podría viajar solo sin tener que aguantar a un compañero pesado, curioso o charlatán. De esta forma hasta podría tener la oportunidad de echar un sueñecito. Comenzaba a estar cansado, no estaba acostumbrado a tanta actividad en un solo día. Además, cuando llegase a su parada, tras dos horas y media de viaje en autocar, todavía le quedaba una caminata de unos cinco kilómetros hasta llegar a la casa de campo en la cual iba a residir. La casa se encontraba a las afueras del pueblo, un poco apartada, a unos tres kilómetros en dirección al bosque.


El suave ronroneo y mecido del autocar así como el bocadillo y la cerveza que había ingerido, contribuyeron a que rápidamente se quedara dormido dando ligeras cabezadas en el asiento del autocar.


Unos desafortunados baches en medio de la carretera comarcal interrumpieron el sueño de Daniel. De una forma disimulada se desperezó estirando rígidamente los miembros de su cuerpo acompañado de un insonoro bostezo. Todavía faltaba bastante para llegar a su destino, abrió la novela que había comprado y comenzó a leerla sin prisas, saboreándola, tras los meses de reclusión, hoy era el día de saborear todo despacio. La novela era de aventuras y la compró porque le llamó la atención su título “Kuemetek”, tan raro como todo lo que le estaba ocurriendo a él.


Llevaba una hora leyendo cuando decidió descansar un poco la vista. Si leía mucho rato en el autocar, acabaría mareándose. Se puso a pensar en lo que le había acontecido durante el día e inmediatamente le vino a la memoria la conversación mantenida con el doctor por la mañana y la preocupación de éste acerca de su agresividad.


Él no compartía con el doctor dicha preocupación ya que los arrebatos de ira hacía tiempo que no aparecían, por otro lado, las travesuras hechas en el manicomio no eran por agresividad, tal y como decía el doctor, sino por aburrimiento y hastío. Prueba de ello era que en la novela que estaba leyendo existía un pasaje sangriento en el cual describía el sacrificio de un prisionero y, sin embargo, ante esta escena sanguinolenta, él no había disfrutado en especial de la lectura de la misma ni tampoco le entraron ganas de emularla ni nada parecido. Su reacción fue muy normal y nada intensa. No terminaba de comprender la preocupación del doctor y la manía de éste por catalogarlo como un individuo agresivo y peligroso.


Es cierto que durante el periodo que estuvo internado tomó las pastillas religiosamente y a las horas marcadas, pero estas no servían para curar sino que su única utilidad era tenerlo adormilado y no dar mucho trabajo a los celadores del centro. Estas pastillas sólo lo mantenían en un halo de atontamiento. Estar medio sedado para el resto de su vida no es un panorama que le agrade a nadie y menos a él. Siempre había gozado de una mente rápida, ágil y perspicaz. No se tenía por un superdotado pero, para el nivel de inteligencia que existía a su alrededor, él siempre había podido presumir de estar en el círculo de los considerados como muy inteligentes.

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