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Por fin llegó hasta la casa la cual, para su sorpresa, no estaba cerrada. La puerta de entrada se encontraba entornada y ligeramente apalancada con una silla desde fuera. Abrió la puerta y no olía a humedad, alguien había tenido cuidado de airear la casa antes que él llegara. Se dirigió a la cocina para dejar su carga. Cuando abrió el refrigerador pudo comprobar que estaba lleno de comida y bebida. Había de todo en la cocina, hasta pan del día. De haberlo sabido antes, el viaje hasta el pueblo se lo hubiese ahorrado y el dinero también.


Según parecía, desde la barrera, sus padres continuaban cuidando de él, pero que no pensaran ellos que con estas atenciones conseguirían que los perdonara tan fácilmente. Era muy fuerte lo que ocurrió como para olvidarlo así como así, sin más. Él no estaba dispuesto a perdonarlos por el momento.


Se dispuso a ver la televisión y se sentía raro. Eso de tener el mando a distancia viendo la programación que le diera la gana, cambiando de canales sin prohibiciones de ningún tipo, sin desagradables compañeros al lado, era una sensación placentera, sólo valorada por quien en alguna ocasión se hubiese visto obligado a soportar una situación de reclusión como la suya. ¡Libertad!. ¡Preciada libertad!.


Fue a la cocina, tomó una cerveza y volvió a tumbarse en el sofá, saboreándola poco a poco, sorbo a sorbo, despacio para que durase.


Más tarde cenó un poco y se marchó a descansar. Estaba cansado y le apetecía dormir pero no paraba de dar vueltas en la cama, de izquierda a derecha y de nuevo hacia el otro lado. Era una cama demasiado grande para él. En los últimos meses su lecho había sido mucho más reducido, estando compuesto por un simple camastro frío y duro con un viejo colchón. En esta cama le sobraba espacio lo mirases por donde lo miraras.


Mientras intentaba infructuosamente conciliar el sueño, hizo un repaso rápido a todo lo acontecido durante al día. Le preocupaba los comentarios que había escuchado sobre él en el autocar y los cuchicheos en el supermercado. Estaba marcado, ahora era el loco del pueblo. Esto no le dejaba dormir, o tal vez fuera que echaba de menos los gritos y alaridos nocturnos de sus dementes compañeros.


Hum... ¡Claro!. Ya sabía que era lo que no le permitía dormir. ¡Las malditas pastillas!. No se podía abandonar un tratamiento de este tipo de golpe porque, como es lógico, inmediatamente sobreviene el síndrome de abstinencia. Ésa era la razón de su desasosiego y ansiedad, esto era lo que no le permitía conciliar el sueño. Era de suponer que éste fue el verdadero motivo por el cual el doctor le proporcionó las pastillas. Debía tomar la medicación aunque ello fuera en contra de su determinación a prescindir de los fármacos. El “mono” podía llegar a ser muy fuerte, ahora era consciente de ello. Así pues..., comenzaría tomando la mitad de la dosis diaria. Lo estrictamente suficiente como para intentar superar el síndrome sin sufrir sus estragos y procurando abandonar gradualmente, poco a poco sin brusquedad, la dependencia provocada por estos fármacos.


Después de tomar media pastilla y en medio de sus pensamientos acabó durmiéndose. A mitad de la noche, se despertó sobresaltado, sudoroso y un poco desorientado pero enseguida volvió a dormirse. Realizó demasiado ejercicio durante el día y, al no estar acostumbrado a ello, acabó derrotado por el cansancio, pero su mente continuaba trabajando, proporcionándole nuevas imágenes y pensamientos. Aun cuando dormía, su cabeza no descansaba.

 

 

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