- ¿Por qué a ti siempre te sirven más?, ya me cansé de esto. ¡Y no me alces la voz!- me gritó, levantándose de cuajo para señalarme directo a la cara.
Con la sabiduría y prudencia hasta donde estiraba mi paciencia, afilé el diente e ignoré su espectáculo, apegándome más al plato de fideos chinos.
- Eso es- gritó cuando el señor le trajo la palangana y el cucharón de metal, llena con fideos recogidos de las sobras del día- . Carne, tráeme carne ahora.
- Eso si no tenemos- refutó el despachador, con un leve aire de introspección.
- Consíguela- insistió el flaco- , donde sea, mata a un gato, fríe un ratón, esto no se come sólo, o ¿tengo que enseñarte a hacer negocios también?.
De dónde le sacaron la carne, nunca supe, pero a los minutos le trajeron dos sartenes repletos de trozos, que por probarlos solamente, me parecieron pedazos de neumáticos fritos, con cierto sabor a café crudo.
- Ya verás que yo también puedo, porque tengo iguales derechos de alimento que tú, y quiero que me traten igual- insistió, hablando conmigo pero mirando al dependiente, como si le impartiese una máxima moral.
Y así lo hizo, vació la hoya, y los dos sartenes, con otras jarras más de cerveza. Nunca vi a nadie comer tanto, parecía un cerdo bípedo. Agarraba la cuchara como recluso, echándole el antebrazo contra la palangana, como si alguien se la fueran a quitar. Parecía un perro hambriento, pelaba los dientes como tal, arañando la cubierta de la paila. No masticaba, engullía la comida, bajándola a buches inflamados de cerveza tibia.