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- Allí está el chorro de picante, la mostaza, la salsa china, y la de tomate en su apogeo- le grité al dueño del bar restaurante, que salió asustado de la cocina, al lado del baño.

Luego transcurrió un mazo de minutos callados, sin que le oyéramos pronunciarse desde las profundidades del baño. Olfateando el problema, no me quedó más que levantarme, y caminé apurado hacia el baño. La puerta estaba abierta, no había tenido tiempo de cerrarla; estaba regado sobre la taza, con los pantalones sobre los tobillos, los brazos guindando y la cabeza caída hacia atrás de los hombros. Me lo eché al hombro y lo tiré en el vagón de la doble cabina del dueño, que sólo aceptaba muerte en los predios por peleas, nunca por alcohol y mucho menos por comida.

Mientras llegábamos al hospital más cercano, que luego resultó una clínica de mala muerte, matasanos, desvirganalgas, el sereno le cayó mal y llegó prendido de tal fiebre que lo encueraron metiéndolo en una tina repleta de hielo; entonces vino lo del enema.

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