CAPITULO I
Me crucé con él en el portal. Lo miré. O tal vez no lo miré y lo soñé luego. Quién puede recordar en medio de tanto recuerdo. Y es que después lo miré tanto, lo analicé y mentalicé tanto y se clavó de tal modo en mi mente, que cualquier momento anterior aunque hubiese durado toda una vida, resultaría algo carente de significado en el alma de mi memoria.
Era la primera vez que me cruzaba con él, eso si lo recuerdo, y es que él no era: ni el olor rancio, ni los pasos cansinos, ni el gemido doloroso del reumático crónico, ni la exasperante respiración del viejo asmático, ni el lamento de aquél a quien le pesa la soledad. Tampoco la exclamación beata o el cuchicheo sombrío, ni el murmullo dicharachero, y menos, aún menos, el silencio de ninguno de los que vivíamos allí desde hacía ya una eternidad. Durante la cual habíamos aprendido a reconocernos, a presentirnos casi como a cualquier fenómeno que se repite hasta la saciedad. Salíamos, entrábamos, golpeábamos las puertas con rabia contenida o las cerrábamos con insana suavidad. Teníamos idénticos horarios, parecidas manías y escasas ilusiones, éramos tan fáciles de interpretar como vacía, pareja y monótona nuestra existencia.
Se pintaba la escalera, se ensuciaba. Negros garabatos de humedad y el constante trasiego de manos y cuerpos, la iban desdibujando con cansina pero constante insistencia. Subía y bajaba el ascensor. No había apenas niños y sin embargo, alguien pintaba en el lugar más insospechado y con la punta de una llave un triángulo que llevaba inscrito en el centro el ojo de un dios avaro, y bajo el símbolo bobo, se abría utilizando el mismo método toda una retahíla de duros calificativos y beatas reconvenciones. Frases que contenían las palabras que de verdad deseábamos decirnos, pero que a la hora de la verdad cambiábamos por amistosos saludos. Un día el trasto se paraba y tardaban para nuestro desconsuelo, días y días en venir a repararlo. Hasta que más tarde que pronto, aparecían por fin un par de jóvenes embozados en las fundas de la empresa de mantenimiento, y el ascensor volvía a subir y bajar dejándonos sin argumentos para protestar. Más tarde llegaba la factura y con ella otra nueva oportunidad de mostrarnos disconformes y crispados. Era así, y no era ni bueno ni malo, creo que era simplemente lo necesario para convertirnos al menos por un corto espacio de tiempo, en seres controvertidos y dispares. Y es que para colmo todo aquello que nos diferenciaba, todo cuanto delimitaba y caracterizaba los aspectos más superficiales y por ende los más profundos de nuestra existencia, no venían sino a homogeneizarnos aún más. Pese a que todos ellos eran utilizados por unos y otros como navajas sin filo ni punta, armas de hoja roma que deseaban matar sin asesinar aquella cruel colección de espejos sin alma que éramos. Espejos de voluntades, de creencias, de credos e ideologías, que nos reflejaban a todos por igual. Permitiéndote verte en el otro, sentir al otro vertido en ti, saber por el otro como va a ser tu futuro, rememorar el otro en ti su pasado. Y así no se puede vivir el presente, así el presente es un tiempo ya consumido, asediado por la certeza e inasequible, por tanto, a la ilusión.
Unos, es cierto, nos proclamábamos más cristianos que otros. Unos, ocupábamos puestos más altos que otros en nuestras respectivas empresas. Ascendíamos todos a de vez en cuando y casi siempre por riguroso turno de antigüedad, y lo celebrábamos con inusitada y estúpida alegría como si fuese algo excepcional. Corríamos todos en definitiva por la misma línea gris, y eran por ello nuestras diferencias leves disonancias que no rozaban ni en sueño la esencia de nuestra real existencia. Ser mejor que el otro porque vas más a misa, creerte más inteligente por que alguien se ha acordado por fin de ti, para un puesto de más responsabilidad. Eso era lo que de verdad nos definía, y como tal, la frontera era imperceptible. Si no fuese por la edad y dispar fisonomía de cada uno, cualquiera de nosotros podría haber sido cualquiera de nosotros sin despertar en los demás la más leve sospecha.
De todos modos, y como casi siempre, supe que teníamos un nuevo vecino por mi madre, gigantesco oído de batracio marrón que, auscultaba nuestro habita con calculada minuciosidad de depredador. Oía mi madre, sin tregua ni sentido, eran a veces palabras sueltas, otras retazos de conversaciones que ella se encargaba de completar sin esfuerzo ni imaginación. Y cuando de tarde en tarde enmudecían las paredes, y el socorrido patio de luces sea abismaba como ella en el aterrador silencio que la cercaba llenándola de angustia, buscaba consuelo en las voces de la memoria, encontraba allí ecos de melancolía, palabras todas ellas gastadas como las piedras de un río. Palabras no razonadas, que recitaba como una oración, la oración que yo sabía y oía como se sabe y oye el padre nuestro, de carrerilla y sin la menor emoción. Pero era justamente cuando no había ganas de recordar, ni cháchara en las escaleras, cuando sofisticaba el instinto hasta limites insospechados, llegando a descifrar y narrar miradas, o augurar la escandalosa indiscreción amorosa de una vecina, por el tintineo de su perfume al caminar. O el desasosiego de un corazón culpable de vete tu a saber que culpa, por la ausencia de su sombra. "No tiene sombra hijo, no tiene sombra", me repetía, sin que yo pudiese adivinar que relación guardaba la falta de sombra con la culpa. Y cuando ya no podía más con su soledad, se centraba en el terco y descompasado paso del desconsuelo por su tortuosa alma: penas, pecados, absoluciones, reprimendas sacerdotales, ausencia en definitiva de cielo, e intima y secreta necesidad de ternura por parte de ese impasible dios, del que tanto esperaba y del que tanto silencio y desprecio recibía. Ella lo negaba, no quería pecar, -blasfemar diría- por ello se desgañitaba por hacerme entender que dios le hablaba, pero no era cierto, eran las sabanas y ropas de los tenderos que azotaba el viento, eran las paredes, esas bocas desdentadas y desnutridas incapaces de sostener la menor discreción, que dejan caer la intimidad con la misma indolencia que un tonto la baba, para nada. Era y es sin duda el pulso de la vida, el único latido de dios aquí en la tierra. Pero como hacerselo entender, y como aceptar ella que su buen dios, taconease desvergonzado por los pasillos y se riese sin recato de las desgracias ajenas. Como asimilar que su dios hacendoso, generoso, casto y bueno, vaguease sin recato por las oscuras calles de la mano del pecado, se negase a limpiar las escaleras, escatimase unas monedas a un pobre, que ella bien que lo veía a través de la mirilla, fornicara como un poseso o blasfemara como un carretero, que bien que lo oía a través de las paredes. No, ese no era su dios, para ella eran sólo pecadores, los hijos que dios brindaba a Satán. Pobre madre, pasajera siempre de vidas ajenas, mísera liendre de un dios andrajoso y sumamente triste. Supremo hacedor de angustias y pesares, que las baila cada séptimo día, haciéndolas girar devastadoras los seis restantes. Recuerdo que a veces cuando la veía sufrir por él, sentía rabia, lo odiaba, pero no podía decírselo, pues ella lo quería más allá de la razón. Además, ella oía lo que había y no había, con un único fin, el de amenizarme la comida y la sobremesa. Coleccionaba absurdos e insustanciales pasajes de ajena existencia, como quien colecciona cromos que luego cambiaba conmigo. Yo por otro lado le traía nuevas de un mundo donde las cifras tienen nombre y apellidos, donde la fortuna y la bancarrota se definen y concretan. Y algunas veces, simples, pero escandalosos datos estadísticos sobre las sustanciosas ganancias de la entidad, que nos importaban un bledo y a los que buscábamos darle la mayor trascendencia y caritativa e hipócrita moralidad, comparándolos con el hambre en Africa, o con la injusticia de los exiguos salarios que recibíamos por nuestro trabajo. A la vez que en nuestro fuero interno sabíamos sin necesidad de utilizar la calculadora, que nuestras acciones subían sin necesidad de utilizar la calculadora, que nuestras acciones subían al ritmo de la bonanza económica del banco. Nos contábamos todo cuanto ocurría entorno a nosotros por no entrar en nosotros, presintiendo que cualquier templo por mediocre y apócrifo que fuera era mejor que el viejo sepulcro de nuestra viciada existencia.
Fue ella quien me dijo; "han llegado otros", no le respondí, las alubias pesaban en la boca como si fuesen de metal, y el estómago animal sin olfato ni gusto, las esperaba ansioso, demasiado para mezclarlas con palabras, ya habría tiempo cuando la parsimonia de la clase impusiese el ritual de la servilleta con su meticuloso aseo. Ese era el momento oportuno de preguntar o de responder y creo que hasta el de atender a lo que me decía.
Además, el tener un piso de alquiler en el edificio, y para colmo en tu propia planta, es como tener un puerto frente al felpudo, habían sido tantos ya tan variados, tan fugaces y ausentes todos cuantos lo habían habitado: putas, policías, chulos, camellos de baja ralea y altos vuelos. Toda una fauna de seres que se instalaban, salían y entraban y un día se iban sin decir adiós. Inquietantes, eso si, tanto como el aullido de una sirena, que te atrapa a cualquier lugar, y te arrastra hacia imaginarios mundos de tragedia y dolor. Sueños que emergen tímidos cuando comienzas a oírla y que van subiendo de intensidad a medida que esa se acerca, y que al final se va difuminando en la distancia tal como llegaron. Así ellos, se les oía llegar lejanos, se les sentía luego pisar fuerte frente a nuestra existencia, y un día se les oía irse tal como habían llegado. En medio, algunos te pedían sal, otros cualquier otra cosa. Los había que ni te miraban, otros no dejaban de hacerlo. No era agradable, para nosotros al menos no, estábamos acostumbrados a la vieja Escolástica, enjuta y enlutada, con su aire de mendigo venido a más. Ella fue originariamente y hasta su muerte, dueña y señora del edificio, y como tal ejerció implacable hasta que murió y sus herederos cumpliendo a regañadientes su voluntad legal, se los vendieron a los viejos y gastados inquilinos de toda la vida. Al tiempo que vaciaron el suyo con la saña que se limpia una herida infectada. No la querían, nunca lo habían hecho. Tiraron por no poder hacerlo con su recuerdo, las oraciones y demás vicios apostólicoromanos con que adornaba la casa. Las tallas de escayola de los santos, San Gabriel, San Sebastián, san y san todos a la puta calle. Policromada cacharrería que rodaba por los cubos de basura con estrépito siniestro, no sé si sería un pecado, pero si un escarnio. Tampoco se salvaron las apolilladas peanas de las vírgenes de madera que vendieron a precio de saldo a aun anticuario, que como luego pudimos comprobar con ocasión de una ardorosa cruzada iniciada por mi madre para recuperarlas, aún hoy las tiene a remojo en un mejunje de exóticos y repulsivos insecticidas. Pálidas vírgenes ciegas flotando en u liquido tan desinfectante como corrosivo, que les había borrado los ojos y con ellos la expresión del rostro, jamás podré olvidarlas. "¿Dónde están las lágrimas de la Santísima Dolorosa, donde su corazón traspasado de dolor?. ¿Dónde la expresión materna de la Anunciación? gritaba desesperadamente mi madre, ante el silencio del impenitente y blasfemo anticuario, que la miraba lleno todo él de oficio, entre curioso y asustado. La respuesta estaba en el fondo de la pileta, donde éstas flotaban abotargadas y como ya dicho ausentes de toda expresión.
Rompieron en mil pedazos el viejo piano donde ella interpretara con vocación inexacta lo que pretendía música sacra. Luego lo pintarrajearon y lo amueblaron sin gusto y sin apenas gasto, para alquilar.
Escolástica era una vieja mujer que se pretendía vacía de manías y que le gustaba llamar a las cosas por su nombre, y alardear de ellos, y lo hizo tanto y tanto que todos se lo reconocían, tal vez porque todos sabían lo insustancial del sustantivo tras el cual nos escondíamos unos y otros.
Fuese como fuese, formaba parte del paisaje del rellano y era toda una institución en el edificio, por eso cuando estaba todos deseábamos que se fuera y cuando se fue todos la añorábamos. Entre ellos, y con más motivo, mi madre, que la veneraba como a una santa porque sabía rezar el rosario en latín. "Virgo purismo, ruego por nosotros, virgo castísimo, ruega por nosotros", o sea, el delirio.
Pero un día se fue y como ya he dicho sus herederos adecentaron el santuario a los nuevos gustos sociales, y desde ese momento aquello fue un desfile de sombras. Por ello y un principio, no le di demasiada importancia cuando mi madre me anunció: "han venido otros". Y es que sin darnos cuenta nos referíamos a ellos como si se tratase de objetos. O peor aún, ratas o seres venidos de otro planeta, y en el fondo lo eran. olían, respiraban, andaban y hablaban distinto. No pertenecían a nuestro mundo. En la calle, es cierto, los había a millares, pero la calle es espacio, espacio que te permitía rehuirlos, ignorarlos, verlos caminar acera adelante y perderse al doblar la primera esquina, mientras que allí en cambio el valor que predominaba era tiempo. Era él quien nos separaba y la vez nos unía hasta el hartazgo, por lo que cualquier intromisión te tensaba sin saber muy bien por la incomodidad de tener necesariamente que registrar el latir existencial de alguien que aparecía y desaparecía como si se diluyera.
A tenor de lo dicho lo más lógico fue que no le diera en un principio mayor importancia al hecho de que hubiese nuevos inquilinos, ya tendría como lo había hecho tantas otras veces, tiempo de tomar de su existencia aquello que de verdad me atraía, que no era mucho, en algunos casos nada, pura indiferencia.
No obstante, en ese momento algo había cambiado en mi mundo, por eso cuando me crucé con él por segunda vez en la escalera, percibí que me saludo amable, quizás demasiado, denotaba a todas luces una sospechosa intención de agradar. Aquel buen días, anunciaba algo que no era un simple empujón de palabras que uno no recoge y ruedan escalera abajo como indiferente y sombría colilla. Era por el contrario, como una mano enana y pegajosa que se te agarra a la solapa y llevas todo el día colgado del traje. ¡Buenos días!, ¡buenos días!, los tonos no me cuadraban, vivíamos en un mundo donde la normalidad era puro artificio, donde la amabilidad tanto como la sinceridad era y es sinónimo de culpa. Yo lo sabía mejor que nadie, no en vano iba a pagar un alto precio por ello.
Era nuestro nuevo vecino un hombre de unos treinta y tanto años. Más bien alto, delgado, moreno. Llevaba el pelo entre largo y corto, es decir, en un punto que seguro no le apetecía para nada. Vestía un pantalón vaquero, una camisa de dios sabe qué color, y una chaqueta azul oscuro. Curiosamente llevaba chaqueta pese a que hacía calor, una chaqueta que le convertía en sospechoso. ¿Qué ocultaba bajo ella?, para mí no había duda, podía haberla, debía haberla, lo lógico y sensato era que la hubiera, pero todo giraba demasiado rápido en torno a ese sentimiento sin entrañas que nos tenía atrapados a todos sin excepción, y en el que no había lugar para los inocentes ni por supuesto neutrales, como para albergar algún tipo de duda sobre lo que escondía bajo aquella chaqueta.
Fue la primera vez que lo vi o la menos tuve y tengo plena conciencia de ello.
Luego supe por el llanto de un niño que no estaba sólo, que tenía familia. Por el maullar de un gato o el ladrido de un perro, supe de otros que le gustaban los animales. Por el rasgueo a veces pausado y sordo, a veces vibrátil y chirriante de las hojas de periódicos, libros y revistas que leían o simplemente hojeaban, adiviné quienes eran felices o infelices en su soledad. Por su llanto y lo cansino de sus pasos, supe a quien le devoraba la tristeza. Por sus preferencias musicales y el ir y venir de mujeres descubrí a los calaveras. Los ruidos que hacemos en casa son el sonido que marcan y delatan el ritmo existencial de quien la habita. Me encantaba escuchar, la diferencia es que en otro tiempo lo hacía por mera curiosidad, por asesinar el tedio de tanto ruido conocido.
La siguiente vez que me crucé con él, le pregunté en Sefarad la hora. Él me miró y reconoció con una sonrisa en los labios que no sabía hablar el Sefardita, añadiendo algo vago, al menos para mí, referente a que había estado fuera durante algunos años y no había podido aprender. Mostró demasiada vehemencia en dejar claro que sentía pena por no poder expresarse en su lengua. Volvía denotar en él un extraño afán por agradar, un sospechoso afán por demostrar algo que yo aún no sabía muy bien que era, pese a que tenía mis sospechas. No obstante, le pedí disculpas, y le volví a preguntar la hora, en esta ocasión en castellano, sintiéndome ciertamente aliviado, pues si llega a saber un mínimo de Sefarad el que me tendría que haber disculpado por no conocer la lengua madre hubiera sido yo, porque mi vocabulario no iba mucho más allá de unas pocas palabras sueltas. Pero lo realmente curioso fue que, en ese momento como saliendo de su asombro y entrando en el ámbito de la más sofisticada cólera, me recordó que llevaba reloj. Era un observador nato, saltaba a la vida. Además de un ser extraño, prepotente y autoritario, sus palabras bruscas denotaba que le reventaba representar el papel que de seguro representaba, es más, creo que lo odiaba. Si no por qué primero su amable disculpa y luego aquella grosería. Le respondí ciertamente aturrullado, no funciona bien, a veces adelanta otras se atrasa, estas máquinas ya se sabe. -para añadir para mayor escarnio y estupidez- estos madeim japan son una puñetera..... Él dobló y giro el brazo obligando primero a la manga de la chaqueta y luego a la de la camisa a deslizarse ligeramente hacia atrás y de un rápido vistazo al suyo me confirmo que efectivamente tenía la correcta.
Una vez en la calle lo vi salir en dirección opuesta a la mía, -pensé, me ha pillado-, pero me reconfortó la idea de que yo a él también. Ahora sabía que no era Sefardita. Para que luego digan que la lengua no sirve de nada. Yo ya sabía que no era de aquí, que era de fuera. De ese lugar de donde vienen las tormentas y todo lo malo que cae sobre nuestra tierra neutral y pacífica. Toda agresión es producto de los de afuera. Lo que ocurre dentro es pura sociología, lo demás atroz represión. ¡Dios mío!, estaba recitando y lo sabía, otra vez me movía dentro de aquella vorágine sin entrañas. No podía permitirlo, pero cómo liberarme de ella, no creía, es verdad, pero cómo dudar que debía tomar partido, y lo que era peor, cómo mantenerme al margen. Y es que esta asociación de ideas no dejó de sorprenderme, pues no era mía sino de un compañero de trabajo, nacionalista hasta la médula y de un talante criminal, tal vez el necesario para habitar su tormenta, pero no por ello menos terrible. Era una idea que odiaba y repudiaba profundamente, pero que se había instalado en mi cabeza de forma obsesiva, como cualquier miedo, y a la que pronto, más de lo deseado por mi, y para mi pesar, tendría que adorar si no quería morir de asco.
Ahora él, sabía que yo sabía que no sabía hablar en Sefardita, y yo sabía que el sabía que yo sabía que no era de aquí. Y eso era mucho saber par no adoptar ambos todo tipo de cautelas respecto al otro.
Al almuerzo, cuando llegué a casa, y una vez salía del ascensor no pude evitar encaminarme hacía la zona del rellano donde estaba su piso, con la intención de comprobar si como sucedía con el buzón no había puesto su nombre en la puerta, abajo sólo figuraba el piso y la letra, nada más. La puerta lisa y muda le delataba, le acusaba cuando menos de una insana inocencia. Algo tenía que esconder cuando se comportaba de ese modo.
Seguramente pensé, lo hace para evitar que conozcamos sus apellidos. Si, estaba claro, no deseaba darse a conocer, cada vez tenía más claro que aquel hombre no era trigo limpio, que ocultaba algo que ya empezaba a tener forma en mi mente.
Coincidimos otros dos días y ambos cumplimos con un buenos días frío y seco, algo comenzaba a separarnos, algo que no era sino desconfianza. Pero había entre nosotros una gran diferencia, yo no tenía razón alguna por la que temerle o esconderme, él, al parecer, sí. Yo tenía en mi buzón mi nombre y el de mi madre, con sus respectivos apellidos sefarditas. Yo era de aquí y si no hablaba correctamente mi lengua, era porque la dictadura me lo había impedido. En cambio el no era de aquí, y no quería que conociésemos su nombre ni apellidos, tal vez con la intención de hacerse pasar por Sefardita.
Comenzamos por ello a observarnos con desconfianza y a rehuir la mirada cuando el otro nos miraba abiertamente, para verse así libre de la mirada del otro, que al menor descuido no cesaba de escudriñar en uno.
Un día que el ascensor bajo lleno, no pude resistir la tentación, rocé su cintura con mi mano y toque algo duro. No había duda, era una pistola. Todo iba encajando, no hablaba Sefardita, luego no era de aquí, no ponía ni en el buzón ni en la puerta su nombre y apellidos seguramente muy castellanos para no ser identificado como de fuera, y por último, eso, la pistola, iba armado, luego era policía. No podía ser otra cosa que un policía. Desde ese momento todo se precipitó. Me obsesione con él, sabiendo, aún sin querer reconocerlo muy bien el por qué. Él era para mi una especie de escarabajo exótico que podía cambiar por perruna fidelidad hacia una causa que no me interesaba lo más mínimo, pero que me tenía atrapado. Sabía que si lo capturaba podría servirme de moneda de cambio en el momento preciso, y por ello no cesé en el empeño hasta conseguirlo. Me paraba en su puerta para oírle, deseaba saberlo todo de él. En el fondo buscaba odiarle y no encontraba razones para hacerlo. No parecía un mal tipo, sólo había tenido con él aquel incidente de recordarme lo de la hora, pero por lo demás, era cortés y amable, sobre todo con los demás vecinos.
Otro día, cuando bajábamos en el ascensor introdujo la mano en la cintura del pantalón y recoloco aquel sospechoso bulto, luego consciente de que podía interpretarse de otro modo, sacó un aparato parecido a un busca y lo volvió a encajar en su cinturón de cuero. Después de comprobar, claro esta, que todos lo habíamos visto perfectamente. Tuve la certeza de que lo que intentaba era demostrarme que no era un arma. Pense sin darle la menor oportunidad a la duda, que consciente de mi sospecha, había hecho aquella jugada con la intención de equivocarme.
Buscando nuevos indicios y pruebas que me confirmasen lo que ya daba por sentado, comprobé todas las mañanas y tardes a través del patio de luces el tendedero de su piso. Había siempre ropa de niño, de mujer, algún que otro pantalón y camisas de hombre, pero ninguna prenda que me pusiese en la pista de su profesión.
Pronto tuve que dejar de hacerlo porque una cotilla de patio de luces, de las tantas que hay, de esas que tienden como las arañas, grises miradas por todos los rincones polvorientos buscando su presa, se le ocurrió comentar a la del primero que había pillado al solterón del tercero olisqueando la ropa interior de la del segundo. Esta se lo dijo a la del cuarto y esta a mi madre después de la misa de doce. Y mi madre, disgustada a mí. Recordándome eso sí, que si estuviese casado nadie tendría que andar diciendo esas cochinadas de mí.
Ella quería que me casara, pero con la mujer de sus sueños. Buena para ella, limpia como ella, pura como ella, un dechado de virtudes como ella, alguien que fue a ella o al menos que se dejar a abordar por ella. Pero donde encontrar una mujer así. No era fácil. No obstante aquel malévolo comentario fue suficiente para que me viera obligado a abandonar la pista de los tendederos.
Comencé a seguirlo, comprobé donde tenía estacionado el coche y apunte la matricula, modelo y color. Y procure conocer a su mujer y a su hijo.
Días más tarde me sorprendió ver que había decidido poner su nombre en el buzón, tenía un apellido Sefardita y otro castellano, su esposa, sin embargo, los dos. Tal vez, pensé, haya inventado ese apellido, no era el primero que lo hacía, y no sólo para ocultar su profesión de policía, sino compañeros del banco por congraciarse con sus amigos y vecinos. No dejaba de ser curioso y ridículo, eso pensaba yo al menos en ese tiempo, pero tan bajito que ni lo susurraba. Apunte aquella suposición que yo daba por cierta en la misma hoja de mi agenda donde ya figuraba la matrícula y demás datos de su viejo turismo.
Una tarde le oí cerrar la puerta de su piso y hablar con alguien en la escalera, me asomé a la mirilla y vi como se introducían los tres en el ascensor. Entré a toda prisa en mi habitación, calcé nervioso y alocado unos zapatos y salí tras ellos. Bajé la escalera para no tener que esperar el ascensor en esos momentos ocupado, y aproveche sin detenerme a mirar, la fugaz visión que me proporcionaba el largo espejo del portal para atusarme con la mano el revuelto cabello, mientras acariciaba la barba para constatar que estaba allí, dura y sombría como mi intención. No quise seguir profundizando en mi desagradable desaliño y es que, por fin iba a conocer la familia al completo, me había costado lo suyo, por ello no pude sino sentir una inmensa satisfacción. Ella era joven, más que él, alta, morena, pelo castaño, y muy atractiva. El niño era su viva estampa, la de la madre digo.
Aquella tarde de sol inquieto les seguí durante varias horas por las calles de una ciudad inocente, cuajada de palomas y olas. Una ciudad que a golpes, olía a mar, y a golpes a sombra y bar de tapeo. En la distancia que me imponía para evitar ser visto, os veía y me parecían tres siluetas sin valor alguno, sombras de seres que reían y hablaban, abrazaban al niño y se abrazaban, que se agachaban para verse en la cara de su hijo, que correteaban y eran seguidos por el pequeño, que se volvían jubilosos y lo tomaban en sus brazos, y lo lanzaban al cielo y lo cogían luego con ternura, y el niño creo que reía, si es que las sombra pueden reírse.
Tiempo después y cuando ya comenzaba a desesperar de obtener nuevas pruebas contra él. Se acercaron a la puerta de un parque infantil, el niño corrió hacia los toboganes. Ellos permanecieron un momento en la entrada hablando, luego él la besó y siguió andando calle arriba. En ese preciso instante supe que iba allí, a ese lugar que me iba a confirmar que no me equivocaba. Lo seguí y lo vi detenerse ante un edificio gris y huraño, con toda la apariencia de una alimaña acorralada. Parapetado tras una puerta metálica montaba guardia un hombre uniformado y armado hasta los dientes, sus ojos y metralleta miraban desconfiados hacia todos lados. Él antes de entrar miró también a uno y otro lado cauteloso. Luego subió rápido los viejos y desgastados escalones que separaban la acera de la puerta y se perdió en el interior de aquel viejo caserón sucio y desconchado, después eso si, de un leve cruce de palabras con el policía de la puerta. Desde donde estaba no pude lógicamente oír lo que se decían, por sus gesto distendidos entendí que existía entre ellos cierta camaradería, es más, juraría que se abrazaban, pero eso n podía asegurarlo, por ello no me atreví a apuntarlo a la noche en mi agenda. Además, ya para qué, no cabía ya la menor duda, era un policía. Pensé alegre, por fin eres mío.
Volví sobre mis pasos, bordeé el parque por el exterior y me paré cerca de la mujer. Ella no me conocía, aún no habíamos coincidido en la escalera.
Los árboles proyectaban dudas sobre los columpios, donde ahora el pequeño sonriente y feliz se dejaba llevar por el suave balanceo de unos de éstos al que la madre empujaba con infinita ternura, mientras con la mirada buscaba por entre las calles y las gentes que iban y venían esperando verlo aparecer. El niño por el contrario se hallaba entretenido, iba y venía en aquel columpio sumido en su sueño de pajarillo enjaulado.. Por fin, él apareció de nuevo, lo supe sin mirar hacia el lugar por donde luego apareció, y es que no podía sino mirarla y mirándola la vi sonreír dulce y cálida, y brillar en sus ojos una luz que no dejaba lugar a dudas, el volvía sano y salvo para su consuelo. Sonrió como sólo lo puede hacer quien ama, y hasta entonó en un susurro las notas de la que yo interprete como una dulce canción infantil. Cuando llegó junto a ella, la beso y se puso a mover el columpio mientras hablaban animadamente de algo que parecía preocuparlos a ambos. Luego ella se quedó ensimismada mirando al padre y al hijo, desando tal vez hacer eterno aquel instante. Las deshilachadas sombras de columpio presagiaban sobre la arena una eternidad rabiosamente escasa. Peor sólo yo podía interpretarlo así, pues sin que ellos lo supiesen su destino estaba en mis manos. Y como tal yo, y sólo yo, podía desde ese día comenzar a presagiar negros augurios referidos a su suerte. Había entrado a formar parte de su destino por la puerta falsa de su nombre y su profesión.
Mientras yo conspiraba y ellos jugaban, el atardecer ausente y monótono comenzó a ocupar el horizonte, a la vez que una leve y pálida luna reaparecía sobre el cielo con modales de bella y tímida dama. En él, las estrellas enmudecían viendo que las riendas del destino que con tanta ligereza se le atribuyen a ellas, no estaban sino en las mías. Mis manos eran ahora astros fatuos e indolentes, sin luz ni armonía, astros de sombra que proyectaban sobre aquel hombre, aquella mujer y su hijo, turbios presagios de dolor y muerte. No pude resistir la tentación de mirarlas, sabía que no iban a brillar, pero tenía necesidad de saber como eran ahora mis manos bajo aquel signo de muerte. Y las vi sombrías y huesudas, ávidas de sangre, eran manos, pero podían ser garras, a juzgar por lo crispadas que estaban.
Embebido en mi suerte que no era sino su mala suerte, me dejé llevar calle abajo impulsado por estas y otras consideraciones de tinte poético. Lo bello y hermoso que nos atañe a menudo se descubre inútil e ineficaz para la vida, aunque desgraciadamente así debe ser, pues cualquier reflexión puede ponerte en el disparadero de perder el ritmo de tu existencia. Una frase de ese corte, de esa índole, con pretensiones racionalistas, me había catapultado a un universo de terror en el que no quería estar, porque se me ordenaba escribir el destino de otras personas. Pero era así de duro y desalmado, y como lo sabía, me fui a casa, saqué de entre los libros mi agenda y anoté con dolor y trémula decisión todo lo que había visto. No sé si las estrellas en las que está escrito nuestro destino, tendrán agenda, si sabrán algo de nosotros, si nos seguirán y verán jugando con nuestra compañera y nuestros hijos, si tendrán compasión o sólo curiosidad, si serán dioses o simples agentes inoculadores de un veneno que se llama vida. Después de haber apuntado su suerte en mi agenda, salí a la calle y comencé a rodar por ellas camuflado entre otras gentes y escaparates, esa era mi órbita, la de no mostrarme, la de ver sin ser visto, yo era la estrella que confabulaba contra otra estrella, no me sentía orgulloso, la verdad es que me negaba a sentir nada respecto a ello. Lo único cierto es que ahora estaba seguro de que mi información era correcta, que entre los signos de interrogación donde un día escribí profesión, podía anotar ahora sin ningún tipo de duda, policía nacional y así lo había hecho, sin dudarlo.
A la mañana siguiente en el trabajo estuve hablando con Parco y le vi tan alegre y dicharachero que me pareció un ser normal, incapaz de nada terrible, quizás fue por ello por lo queme decidí a dar el salto. Sabía, presentía que el tener una bandera sobre la mesa y un pin en la solapa no era suficiente, que como él me había dicho: "la lucha no es una carnavalda, ella como el movimiento se demuestran andando". Chorradas y más chorradas sacadas de cualquier manual sectario. Palabras adorno que sirven para vestir cualquier mesa, la del pobre, la del rico y la del asesino. Palabras que están siempre fuera de contexto y constituyen por ello un punto de apoyo donde aplicar la palanca de las pasiones que mueven el mundo. Consignas en suma que se habían convertido en algo tan horrible que había que adorar y cubrir de importancia.
Y como tenía que andar lo hice, y como anduve y sabía cosas, fue por lo que le dije que tenía controlado a un policía nacional. El a juzgar por el gesto no pareció interesarse demasiado, para a continuación comentar seco y altanero como el lo era o al menos pasaba por ser; "hay tantos". Le respondí con un gesto afirmativo y me puse a currar. Me sentía feliz pensando que había quedado bien y no había gastado nada. Que terrible estupidez sentir eso, cuando con lo que se juega es con la vida de una persona, y es que aquello no era el amago del pago yo cuando ya el otro alargó el billete al camarero, ni un halago inmerecido, ni una cajita de bombones que se le ofrece a un diabético, era algo muy distinto, era un acto brutal y perfectamente calculado, con el cual yo ganaba que, tal vez seguridad, sólo eso, el ser parte de ellos suponía contar con un salvoconducto para transitar sin temor por las calles de nuestra querida tierra. Ellos, los que se decían nuestros libertadores nos ataban con la peor y más férrea de las cadenas, con las de nuestra propia cobardía, la diferencia con la dictadura no la había, puese ellos, como antes los otros, nos daban la coartada perfecta para no morir luego de asco, "patria, patria y patria".
Dos días después y sin previo aviso me pidió todos los datos que tuviera sobre la policía. Quise preguntarme por qué, pero era tan obvio que no pude articular palabra, mi boca se llenó de sombras y me sentí morir por el otro y por mí a la vez. Aún así, los temores y las dudas me las reservé todas para mí. Y es que cuando s e tiene miedo, cuando se teme por la vida de uno, la de los demás adquieren un valor distinto, se podría decir que se vacía de contenido, y ese otro pasa a ser un mero instrumento, es como hablar de algo que está ahí pero del que no sabemos para qué ni el por qué; la vida de los demás entonces no vale más que un estremecimiento o sentir un sabor a sombra pasada en la boca.
Al día siguiente, al bajar a la calle, me tropecé con él, me saludó, le saludé y volvimos a jugar a mirarnos. Pero en esta ocasión gano él, me temblaban las piernas, el pulso se aceleraba a velocidad de vértigo, y el bolsillo de la cazadora donde llevaba la agenda e iban anotados todos sus datos y sus hábitos, así como la matricula de su coche, parecía inflarse como un sapo denunciando su valiente temor. Aquella mañana el se cruzó con la estrella de su destino sin saberlo, mejor así, por que la suya no era la magnifica estrella de los vientos, sino la ruin estrella de los peores instintos, la estrella que habita entre nosotros y que nos empeñamos en situar en un lugar inconcreto del universo. Y es que es aquí abajo donde se dilucida todo lo que somos y lo que seremos, nada nos vincula con ningún cielo que no sea la imaginación. No tenía nada contra él y, sin embargo, lo iba a denunciar. Era mi obligación, mi compromiso con la patria, otros hacían y arriesgaban más que yo, lo sabía. Y a unos y otros la patria respondía con el mismo bostezo de montes y mares cargados de tanta pasión que a menudo nos pasa inadvertida.
Nada más llegar, entré en el cuarto de baño, detrás entró Parco, serio y sombrío como si hubiera salido de mi boca, le alargué sin mirar la agenda, la tomó entre sus manos y la guardó con parsimonia en el bolsillo interior de su chaqueta. Luego se puso a mear tranquilamente, mientras, yo a sus espaldas como cualquier soplapollas, intuía como se la sacudía y aireaba, hasta que le apeteció, para luego recomendarme que en un par de días y mejor aún en lo sucesivo, no debían vernos juntos y hablar sólo lo imprescindible y siempre de cuestiones relacionadas con el trabajo. Como siempre -dije yo-, con voz trémula. No me contestó, farfullo algo sobre chivatos y lameculos. Luego me pregunto si lo que ponía allí era de ley. No sé que ley se refiere éste pense para mí, pero decirle sólo le dije: tranquilo está contrastada. No sé él por qué de aquel termino aquel vocablo más propio de una información bancaria que de una denuncia. Tal vez deseaba pensar que no estábamos hablando sino de eso, de nuestro trabajo. El se encargo de recordármelo diciendo:
-Mira que esto no es un juego. Aquí ¡pum y pum!, y otro difunto, entiendes.
-¡Si, sí claro, claro! -respondí vehementemente aterrorizado-
Luego, ya en la puerta me gritó "¡anda y que te den por culo", me quedé sorprendido. Más que eso, paralizado. Pero él no contento salió y una vez en el pasillo de la oficina, volvió a gritar:
-¡Pues no te jode el mamón este!
Yo no salía de mi asombro, los compañeros se miraban y nos miraban interrogantes, tal vez preocupados por mi vida, todos conocían la tendencia de Parco, todos adivinaban que no era bueno ni recomendable el llevarse mal con él. Yo no sabía que le había podido molestar, le temía tanto que no se me ocurría ni por asomo que pudiera tratarse de una argucia para desviar sospechas. O tal vez, es que no quería tener plena conciencia de que estaba involucrándome en algo tan terrible.
Así, de esa misma forma, había empezado mi relación con Parco. El día en que también en el aseo le dije de broma algo que pensaba en serio, que lo de la patria resultaba patético. Yo no sabía que era del partido Sefarch de corte fanático-nacionalista, al menos hasta aquel extremo, o mejor dicho, no sabía o no quería saber que los miembros de ese partido, se las gastaban así con los que discrepaban de su ideal. Recuerdo que me miró lleno de odio, tanto que se le llenaron los ojos de mi sangre, a la vez que me gritaba:
-¡Patético, patético!, patético eres tú, ¡hijo de puta!
Luego se encaminó hacia la salida, como si se fuese, pero antes de llegar a la puerta, se volvió y me apuntó con el dedo a modo de pistola durante un instante que pesa en mi memoria como una losa, luego dijo con parsimonia "¡pum!". Para sentenciar:
-Otra broma de esas y estas muerto cabrón, porque supongo que es una broma.
-Sí, sí, como no.-Me apresure a contestar, más desorientado por su reacción que cualquier otra cosa, el miedo vendría después, al reflexionar, al entender con quien me la estaba jugando realmente-
Para rematar luego, como hoy, y ya en medio del pasillo del negociado gritándome.
-Maldito traidor, fascista castellano.
Cuando salí en aquella ocasión, recuerdo que me miraron todos con la misma cara que lo hacían ahora, todos sentían igual que hoy como suyo mi miedo. Pues todos sabían quien era él y a que se dedicaba. A mí por aquel entonces lo de la patria me dejaba frío. Pero desde ese día sentí que en cualquier momento aquel despreció me podía costar la vida. Antes era sólo una sensación que se iba transmitiendo de unos a otros y que nos iba amordazando de tan sibilina forma, como lo era el tono de voz susurrante y lleno de miradas esquivas que utilizábamos al hablar de estas cuestiones. De esa forma todos íbamos aceptando que la libertad recién estrenada tenía un sólo bando. Habíamos salido de una dictadura y entrábamos en otra aún peor. Frente a la primera, hubo una esperanza, el arrojo de los libertarios y el nítido valor de la libertad, frente a la segunda la necesidad de desenmascarar a esos libertarios y descifrar su maldito y farragoso concepto de libertad, tarea ardua y peligrosa, y más cuando todo hay que decirlo, los que tenían huevos para eso no tenían cabeza para entenderlo, y no sólo eso, es que creían en esa libertad que no salía sino de su voluntad. Por eso comencé a hacerle la pelota descaradamente. Lo primero que hice fue colocar una bandera en la mesa y otra en la solapa, un pin de esperanza para que mis pecados fuesen perdonados, como siglos antes otros pusieran sobre la mesa un crucifijo para exorcizar la torva mirada de la inquisición, o en ese mismo siglo muchos se prendieron de la solapa una cruz gamada, o se colgaron de la conciencia una familia judía. Por agradar, por salvarnos, por pura cobardía que al final no te salva de nada. Luego, de cuando en cuando, soltaba una parrafada en Sefardita a los compañeros o algún cliente que me miraba extrañado. Fue toda una estrategia perfectamente planificada y estudiada hasta en sus más mínimos detalles, tanto que me absorbía, que me impedía concentrarme en mi trabajo y en mi relación con mi madre y amigos. Es ardua la tarea de convertirse en fanático de algo, parece tan sencillo cuando los ves actuar, y, sin embargo, cuando te pones a ello te das cuenta que no todo el mundo vale para serlo, que hay que tener algo más que ganas. No obstante era de necesidad y no dude en poner toda la fe del mundo en conseguirlo, al menos en la estética. En fin, que fueron respecto a mí. Tenía en mis manos todo el miedo del mundo, y puse a mi mundo a funcionar entorno a él. Así, poco a poco, intente ir ganándolo. Pero nunca hasta ese día me había dicho después de cogerme por el hombro y una vez que le entregué la agenda, "buen trabajo camarada", aunque luego me montase el número que me montó y que me tenía en ascuas aquella mañana en que había pasado de las palabras a los hechos, aunque éstos no fueran por el momento sino palabras. El reloj se comía la mañana, y yo me comía las uñas mientras sentía que algo dentro de mí se dedicaba a fabricar pajaritas con mi famosa denuncia, pajaritas de plomo que deseaban salir volando pero que por más que lo intentaban se quedaban siempre prendidas de las redes de Parco. Pensé también en el curso del río por el que ahora viajaría mi agenda, negra y pequeña como todo buen veneno. Comprada en una tienda exclusivamente para eso, y a la que había pegado en sus pastas la banderita de rigor. Recuerdo, que elegí para comprarla una librería alejada del barrio, la dependienta lleno el mostrador de agendas de las que me hablaba y me hablaba como si fueran seres vivos. se refería al material de que estaban hechas, al fabricante y hasta es posible que citara el nombre y talante del representante que le había dejado alguna de ellas. Me recordó por último cuales eran las que más se vendían y eso fue lo único que me animó, si se vendían tantas de aquella negra y plasticosa agenda de bolsillo serían muchos los sospechosos si algún día caía en manos de la policía. La compré, quiso envolvérmela, me preguntó si era para un regalo, le respondí que no, tomándola en mis manos a la vez que le alargaba un billete de dos mil, ella se volvió hacia la caja, yo guardé la agenda y luego las vueltas, me despedí huraño y salí a la calle.
Al final de la mañana, pensé que era el momento oportuno para preguntarle qué le había molestado. Pero él con un guiño, me hizo saber que todo era teatro, que había confidencialidad entre los dos. Eso me tranquilizo, y sólo vino a ensombrecer aquel estado de bienestar el hecho de pensar que tal vez también había hecho teatro cuando me amenazo. De todas forma aquel gesto de complicidad me animó lo suficiente como para olvidar lo ocurrido.
Me preocupaba eso sí, lo que fuese ha hacer con la información que le había dado. Pero tampoco había por qué agobiarse. Como él mismo había dicho, había tantos. Por qué entonces pensar que le iba a tocar a mi vecino. En fin, que había quedado bien y sin que éste corriese un serio peligro.
Pasaron unos meses y todo seguía igual. Me cruzaba con mi vecino, me saludaba, lo saludaba. Hablábamos del tiempo o del partido televisado de liga, y luego cada uno a lo suyo. Mi relación con él mejoró desde el día en que entregué la agenda. Mantenía eso sí, cierta reticencia a salir con él del portal, por seguridad más que nada, pero por lo demás el hecho de no tener que espiarle facilitó que entre ambos, y tras un preámbulo de mutua indiferencia, se fuese entablando una corriente de cierta simpatía, que en cualquier otro lugar y tiempo tal vez hubiera desembocado en amistad.
Una mañana Parco no vino a trabajar. A las dos llamó alguien para decir que lo habían detenido. No hubo comentarios, ni tampoco preguntas, ni satisfacción, ni pena. Hubo sólo indignación, indignación cara a una galería orientada hacia ningún lado, como lo esta todo lo que busca el norte del miedo y no sabe a quien tenérselo. todos éramos tan peligrosos como aparentemente inocentes. Lo que sí era cierto es que todos estábamos hasta los cojones de él y sus chulerías. De todos modos el verdadero sofoco vino para mí cuando reparé en la existencia de la famosa agenda, con los datos del policía escritos de mi puño y letra. Temí que a esas horas la tuvieran sus compañeros en sus manos, o que hubiera hablado. Por eso cuando llegaron con la intención de registrar su mesa estuvo a punto de parárseme el corazón. No nos preguntaron nada, buscaron entre sus papeles y objetos personales y se llevaron lo que les pareció en una caja de cartón marrón. Durante el tiempo que permanecieron allí no me atrevía a mirarles a los ojos, temía que vieran en los míos la sombra de la culpabilidad, o que lago me delatara. Miraron eso sí, mi bandera de mesa, y lo hicieron con tanta insistencia que la vi moverse. Y me maldije por haber tenido la vista de guardarla. Aunque después pensándolo fríamente, me dije, mejor así, tal vez si lo hubiera hecho, alguien como yo de entre mis compañeros podía apuntarme en una agenda comprada a propósito. La policía podía pegarme unas hostias, pero ellos podían pegarme un tiro, la cuestión era clara, sabía con quien había que estar.
Días después supimos por el interventor que Parco estaba en Manuc, en la cárcel.
Respiré hondo y me sentí más tranquilo. Comenzaba a estar seguro de que no habían cogido la agenda y de que Parco no había hablado. Ni el vecino corría ya ningún peligro, ni tampoco yo. Con él se rompía mi relación con la banda terrorista. Seguro que Parco la tiró a la basura, me repetía a la menor duda. Tal vez sólo me la pidió para ver si de verdad sentía simpatía por la causa. Seguro que era eso pensé, intentando tranquilizarme definitivamente. Tal vez por ello mismo no se interesó para nada por la información el primer día. Las hipótesis curiosamente quieren ser tranquilizantes y son sólo estimulantes, unas te llevan a otras y esas a otras, así hasta la extenuación o la locura en que yo me hallaba literalmente enterrado.
Pasaron los meses, tal vez seis, y todo comenzó a recobrar la calma, las hipótesis comenzaron a ser lo que de verdad se exigía de ellas. Las aguas volvían a su cauce, y con ellas mi destino de estrella de cloaca a su órbita de inocencia.
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