Identificarse Registrar

Identificarse

Índice del artículo


De todos modos,  y como casi siempre,  supe que teníamos un nuevo vecino por mi madre,  gigantesco oído de batracio marrón que,  auscultaba nuestro habita con calculada minuciosidad de depredador.  Oía mi madre,  sin tregua ni sentido,  eran a veces palabras sueltas,  otras retazos de conversaciones que ella se encargaba de completar sin esfuerzo ni imaginación. Y cuando de tarde en tarde enmudecían las paredes,  y el socorrido patio de luces sea abismaba como ella en el aterrador silencio que la cercaba llenándola de angustia,  buscaba consuelo en las voces de la memoria,  encontraba allí ecos de melancolía,  palabras todas ellas gastadas como las piedras de un río.  Palabras no razonadas,  que recitaba como una oración,  la oración que yo sabía y oía como se sabe y oye el padre nuestro,  de carrerilla y sin la menor emoción.  Pero era justamente cuando no había ganas de recordar,  ni cháchara en las escaleras,  cuando sofisticaba el instinto hasta limites insospechados,  llegando a descifrar y narrar miradas,  o augurar la escandalosa indiscreción amorosa de una vecina,  por el tintineo de su perfume al caminar.  O el desasosiego de un corazón culpable de vete tu a saber que culpa,  por la ausencia de su sombra.  "No tiene sombra hijo,  no tiene sombra",  me repetía,  sin que yo pudiese adivinar que relación guardaba la falta de sombra con la culpa.  Y cuando ya no podía más con su soledad,  se centraba en el terco y descompasado paso del desconsuelo por su tortuosa alma:  penas,  pecados,  absoluciones,  reprimendas sacerdotales,  ausencia en definitiva de cielo,  e intima y secreta necesidad de ternura por parte de ese impasible dios,  del que tanto esperaba y del que tanto silencio y desprecio recibía.  Ella lo negaba,  no quería pecar,  -blasfemar diría- por ello se desgañitaba por hacerme entender que dios le hablaba,  pero no era cierto,  eran las sabanas y ropas de los tenderos que azotaba el viento,  eran las paredes,  esas bocas desdentadas y desnutridas incapaces de sostener la menor discreción,  que dejan caer la intimidad con la misma indolencia que un tonto la baba,  para nada.  Era y es sin duda el pulso de la vida,  el único latido de dios aquí en la tierra.  Pero como hacerselo entender,  y como aceptar ella que su buen dios,  taconease desvergonzado por los pasillos y se riese sin recato de las desgracias ajenas.  Como asimilar que su dios hacendoso,  generoso,  casto y bueno,  vaguease sin recato por las oscuras calles de la mano del pecado,  se negase a limpiar las escaleras,  escatimase unas monedas a un pobre,  que ella bien que lo veía a través de la mirilla,  fornicara como un poseso o blasfemara como un carretero,  que bien que lo oía a través de las paredes.  No,  ese no era su dios,  para ella eran sólo pecadores,  los hijos que dios brindaba a Satán.  Pobre madre,  pasajera siempre de vidas ajenas, mísera liendre de un dios andrajoso y sumamente triste.  Supremo hacedor de angustias y pesares,  que las baila cada séptimo día,  haciéndolas girar devastadoras los seis restantes.  Recuerdo que a veces cuando la veía sufrir por él,  sentía rabia, lo odiaba, pero no podía decírselo,  pues ella lo quería más allá de la razón.  Además,  ella oía lo que había y no había,  con un único fin,  el de amenizarme la comida y la sobremesa.  Coleccionaba absurdos e insustanciales pasajes de ajena existencia,  como quien colecciona cromos que luego cambiaba conmigo.  Yo por otro lado le traía nuevas de un mundo donde las cifras tienen nombre y apellidos,  donde la fortuna y la bancarrota se definen y concretan.  Y algunas veces, simples,  pero escandalosos datos estadísticos sobre las sustanciosas ganancias de la entidad,  que nos importaban un bledo y a los que buscábamos darle la mayor trascendencia y caritativa e hipócrita moralidad,  comparándolos con el hambre en Africa,  o con la injusticia de los exiguos salarios que recibíamos por nuestro trabajo.  A la vez que en nuestro fuero interno sabíamos sin necesidad de utilizar la calculadora,  que nuestras acciones subían sin necesidad de utilizar la calculadora,  que nuestras acciones subían al ritmo de la bonanza económica del banco. Nos contábamos todo cuanto ocurría entorno a nosotros por no entrar en nosotros,  presintiendo que cualquier templo por mediocre y apócrifo que fuera era mejor que el viejo sepulcro de nuestra viciada existencia.

Lo más leído

Están en línea

Hay 764 invitados y ningún miembro en línea

Eventos

Sin eventos
Volver