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Sin explicarse muy bien por qué, había algo que le inquietaba. Desde hacía días el desasosiego había ganado su espíritu. Fuera de la rutina diaria, no exenta de sobresaltos, citas postergadas y demandas impostergables, nada había en su vida que explicara ese molesto sentimiento. Nada, excepto una llamada recibida la pasada semana, creía él. Sí, Lunes a la tarde para ser más precisos. Era su contacto en la Editorial con la cual colaboraba desde hacía un tiempo. Según le explicaron tenían una periodista y fotógrafa que vendría al país, en una recorrida por la zona, en busca de material para un proyecto que la Editorial financiaba. Según se le detalló era un trabajo a medio camino entre novela histórica y fantástica, que incluía lugares exóticos  -para la mirada euro-céntrica éste lo era- , hacia donde la Editorial apostaba sus fichas. La colaboración solicitada era la de mostrarle a la ilustre visitante los lugares que considerara más representativos del país, sus paisajes, sus costumbres, en fin, algo de turismo artístico literario, al parecer.

Aceptó un poco a regañadientes, sabedor que la relación con la Editorial le era imprescindible si quería seguir acariciando el sueño de publicar por la puerta grande. Menudo compromiso, -pensó-   lleno de trabajo y además cicerone de una extraña.  A poco de aceptar el trabajo, -por decirlo de alguna manera- se le hicieron llegar los detalles de la visita, horarios, reservas, pedidos y demás aspectos que, les parecía, podrían interesarle o ser necesarios para cumplir tan delicada misión.

Ahora sobre la fecha en la que iba a producirse el arribo de la visitante, recibió una última llamada de la Editorial y no podía ser otro el motivo de su inquietud. Debía llamarle y para ser cortés, como corresponde a un caballero sureño, hacerle saber iba a ser un placer servirle de ayuda en su estadía, presentarse a la distancia y tratar de entender de qué venía la cosa.

Así lo hizo. Para el Jueves, previo al arribo programado para el Domingo siguiente, estableció el contacto telefónico al móvil que le había sido proporcionado. Eligió hacer la llamada a una hora que consideraba lo menos inoportuna, dada la diferencia horaria, y se dispuso a desempeñar su papel de la mejor manera.

Le sorprendió bastante. Al otro lado de la línea advirtió una voz relativamente joven, de tono jovial, que inmediatamente le hizo sentir un viejo amigo, y quiso saber de él y su país, más de lo que él hubiere querido saber de ella y su viaje. Dedujo que su contacto le había proporcionado bastante información, porque enseguida sacó a relucir sus modestas pretensiones de escritor eternamente en ciernes. Se interesó por saber de sus escritos, que insistió le enviara previo a su viaje, en averiguar costumbres y culturas, demostrando un ansia de conocimiento propia de la escritora y periodista que le decían, era. Sólo había tenido tiempo de hacer una somera lectura de alguna de sus obras, pero le dio para saber que estaría en presencia de una autora de talento, aunque su estilo y temática estuvieran años luz de los suyos propios.

Se desprendió rápidamente de sus compromisos por esa semana, y el Domingo con alguna hora de anticipación estuvo en el Aeropuerto a la espera del vuelo, convenientemente  provisto de un cartelito, no muy prolijo, que indicaba el nombre de su huésped: Ángeles Barcelona, y poca cosa más sabía. 

Rato después de haberse anunciado el arribo por los altoparlantes de esa fría terminal con pretensiones de Aeropuerto, se puso en primera fila con su cartel bien a la vista. No sabía aún por qué pero la ansiedad le había ido subiendo por dentro como la mar en la marea. Al fin comenzaron los desfiles de rostros cansados, somnolientos, ansiosos, que cargaban maletas nuevas y viejas, gastadas y maltratadas, compras de Duty Free con esperanzas rotas y regresos esperados.  Poco después pudo ver una mujer solitaria, mediana estatura más bien baja, cabellos renegridos sujetos en media cola a la espalda, con un par de bolsos de mano y vestida de forma casual no exenta de cierta europea elegancia. Captó que era esa la persona que esperaba y así se lo confirmó el contacto visual y la inmediata sonrisa desconocida que se aproximaba a él.

-El señor Jordi? Dijo sonriendo mientras intentaba salirse de la fila de apresurados viajeros rumbo al ritual de abrazos y llantos.

- Si , soy yo, es usted la señora Ángeles, verdad? Ensayó en una pregunta más bien retórica porque a nadie más esperaba. – Soy Jordi, mucho gusto, ha tenido un buen viaje? Permítame le ayude con su equipaje – le dijo mientras tomaba en sus manos un bolso de mano y una valija con un ordenador personal.

-Tiene usted equipaje despachado, verdad? – y sin esperar respuesta, le dijo mientras le estrechaba la mano, -acompáñeme a recoger sus maletas y luego vamos al coche. Luego del apretón de manos, de una mano pequeña y firme que sintió tibia en la suya, volvió a regalarle una sonrisa y un comentario destinado a romper incómodos silencios.

-Gracias Jordi , he tenido un viaje excelente – mientras le regalaba una ancha sonrisa- y has sido muy amable en venir a buscarme- mientras caminaban hacia la cinta donde las dormidas maletas hacían su desfile en busca de dueño. -Podemos tutearnos, verdad?-

-Sí claro, le contestó , Ángeles te llaman, cierto? Estarás muy cansada imagino.

-Hombre, algo claro sí, que ha sido bastante extenso y esa conexión en San Pablo tremenda, que hemos estado por más de cuatro horas esperando saliera el vuelo. Un fastidio, sabes?

-Bien, muy bien, -dijo Jordi- entonces mientras, recojamos las maletas y te llevaré a tu Hotel para que descanses, no es lejos y en menos de media hora estaremos allí.

Apenas llegados a la cinta, Ángeles reconoció su única maleta y fue a recogerla. Repartieron el equipaje, prescindiendo de los siempre esquivos carritos del aeropuerto, y guiados por Jordi se dirigieron hacia el coche que les esperaba. Cargaron las maletas en el maletero y el equipaje de mano en el asiento trasero, y luego de ajustarse los cinturones, rutina que Jordi cumplía de forma automática, arrancaron rumbo a la Rambla de la Capital donde se había efectuado la reserva. Mientras ella buscaba su maleta, Jordi había tenido tiempo de observar furtiva y fugazmente a su visitante y su vestimenta. Se dijo para sí que era una mujer interesante, tal vez no una belleza de revista, pero dueña de una figura que desmentía los años que tendría según los datos que le habían proporcionado. Y su vestimenta casual, de pantalones vaqueros muy ajustados, botas a media pierna de generoso tacón, blusa azul con destellos plateados y elegante chaleco de cuero, complementado con una ligera campera gris plata, hacían un conjunto mucho más juvenil que acentuaba su sensación. Era una mujer interesante volvió a pensar mientras fingía concentrarse en el tránsito.

A medida se iban alejando del Aeropuerto y adentrándose en la ciudad aún dormida, iba señalándole aquí y allá lo que podía interesarle, mientras deslizaba alguna cortés pregunta sobre ella que demostrara un recatado interés en su visita. Se encontró con una mujer de carácter afable, llena de curiosidad y con un indudable conocimiento del terreno, producto seguro de una investigación previa. No obstante, Ángeles no pudo disimular su sorpresa al desembocar con el coche en la Rambla que, dejando atrás las esquinas de miserias mal disimuladas, abría un panorama de esplendorosa belleza, ofreciendo el espectáculo del mar recostado junto a la sinuosa curva que bordeaba la ciudad.

-Oye Jordi, que es precioso! A ésta hora de la mañana, con todo éste sol, se parece tanto a mi tierra y mis costas! Vaya que lo tenéis cerca!

-No te engañes , -le dijo- eso que ves ahí por lo general no pasa del marrón dulce de leche y pasa por mar pero sigue siendo el Río de la Plata, vaya uno a saber por qué nombrado así, porque te aseguro que si hoy lo ves claro por la soleada mañana, bastan unas nubes para que se ponga oscuro. Pero sí , bueno, en realidad ésta zona de la Rambla es bonita, si, -admitió con un poco de recato y otro de orgullo, y aprovechando el pié dado, le preguntó: -Tú vives en Barcelona, no? Allí sí es hermosa la ciudad recostada al Mediterráneo!

-Sí bueno, es cierto, sabes? Barcelona sigue siendo una ciudad muy bonita, ha cambiado mucho es cierto, pero conserva mucho encanto. Esto me la recuerda bastante y supongo en la noche, con las luces reflejadas en el agua, aún me la recordará más. Luego ya charlaremos de tus cosas, verdad Jordi?

-Bueno , si claro, como tú gustes, pero no hay mucho para hablar, me parece. En cambio tú si querrás saber de nosotros, del país, su gente. Puedes preguntarme lo que desees, por supuesto. Ah , mira, ahí a nuestra derecha está el Hotel, es confortable y tiene buen servicio. Los hoteles no son gran cosa aquí, pero estarás bien.

-Si hombre, faltaba más! Que yo me arreglo bien, estoy acostumbrada y no siempre puedo pagarme los mejores hoteles. Venga, Jordi, que cinco estrellas sólo si espero la noche y miro el cielo! Exclamó mientras desataba una sonora carcajada que inundó el aire calefaccionado del coche que en ese momento maniobraba frente al aparcadero del Hotel.

Ayudados por un parco botones uniformado, bajaron el equipaje e ingresaron al lobby para registrarse. Acudieron al mostrador que anunciaba el Chek In donde les esperaba una chica con una sonrisa colgada de su maquillado rostro. Llenado de formas, copia de Pasaporte y al fin la Tarjeta que oficiaría de llave en esa habitación del piso décimo tercero que le proporcionaría a Ángeles una grandiosa vista de la bahía y su rio grande como mar.

Consideró su huésped estaría lo suficientemente cansada para dejarle el día libre, y acordaron entonces encontrarse allí al anochecer para hacer una breve recorrida e ir a cenar a alguno de esos restoranes típicos de los que tanto le habían hablado cuando comentó de su viaje a sus amigos.

Luego de una tarde apacible en su habitación de Hotel de tres estrellas, de las pequeñas, atrapado aún por el relato que le hacía vagar por las calles de Santa María, Jordi se preparó para seguir con su compromiso que, a decir verdad, no le estaba pareciendo tan cargoso como lo había estado pensando. Que después de todo, también era un descanso de sus cosas.

Tomó una ducha de abundante agua caliente, -aunque su conciencia le decía que no desperdiciara el agua que no has de beber - , una prolija afeitada dejando sólo el mentón apenas cubierto por una raquítica barba jaspeada de blanco, y una elección de vestimenta que, aún a su pesar hubo de reconocerlo, tenía mucho de cita juvenil. Casual pero elegante, que no sabía cómo habría de encontrarse a su nueva amiga.

A la hora acordada, envuelto en un ligero toque de esencia, se instaló en el lobby a esperar. Minutos después vio cómo uno de los silenciosos descensores, depositaba a nivel del mar, a una radiante Ángeles, vestida con la misma informalidad y elegancia que traía en su vuelo, quizá con un poco más de esmero en su discreto maquillaje y algún pendiente que no recordaba haber visto. Y en todo caso, los tacones indispensables que acotaban la diferencia de estatura.

-Hola Ángeles, cómo has pasado?  Has podido descansar?  Estás muy guapa! Perdón, disculpa si te ofende pero es que…

-Nada, hombre, si eres tan amable! Un verdadero caballero como me dijo González Vargas, vuestro amigo de la Editorial. Es que me ha prevenido, sabes? Váis a encontrarte con un auténtico caballero, de los que no abundan por éste tiempo. Y vaya si tenía razón el desgraciado!

-Bueno, bueno, no me vas a poner en vergüenza ahora, que no estoy acostumbrado a éstas cosas. Vamos que tengo el coche allí frente-, dijo Jordi ofreciéndole su brazo a la sonriente dama.

Emprendieron un paseo lento por la Rambla con el sol en retirada en el horizonte, primer regalo que la naturaleza le hacía a la visitante. Debió parar más de una vez porque, deformación profesional, Ángeles parecía querer fotografiar toda cosa en movimiento o no. Que la puesta sol, que los jirones de nubes rosadas y anaranjadas en el cielo rumbo a la noche, que la orla de luces amarillentas que empezaban a iluminar el contorno de la ciudad. Todo parecía ser objeto de su curiosa lente.

Tras casi una hora de paseo por la ciudad, donde Jordi de encargó de mostrarle fachadas de edificios, museos, plazas y teatros, de los que Ángeles hacía gala de haber estudiado concienzudamente en forma previa, llegaron al lugar elegido para una cena con sabor típico, si es que ello era posible en esa ciudad de tantos contrates y tan pocas identidades.

Aquél lugar junto al puerto, teñido de nostalgia y bañado de tango, prometía ser el lugar ideal para que la visitante sorbiera un poco de la cultura local. Luego de un corto paseo por los intersticios del humeante local, eligieron un coqueto restaurant con música en vivo, donde un par de trajeados y engominados cantores, rasgaban un tango llorón.

Jordi no se había preocupado de investigar los gustos y costumbres de su invitada, y ahora mismo se preguntaba qué hacer si la tía le salía con que era vegetariana, justo en medio de la orgiástica muestra de carnes que era el lugar.  Por suerte nada de ello pasó. Ángeles pareció interesada solamente lo imprescindible en la comida, dejándole a él la elección del menú y también del vino, concentrándose en disfrutar de la música y el bullicioso entorno de mozos gritones y parroquianos discutidores. Eligieron un rincón bastante tranquilo, donde los sonidos se atenuaban en algo, con discreta iluminación, y hecho el pedido de una entrada liviana y un asado criollo con verduras asadas como principal, Jordi se encontró ametrallado por una curiosidad en forma de mujer que pretendía saberlo todo antes de mañana. Pacientemente fue respondiendo a todas y cada una de sus preguntas, las que no le dejaban espacio para hacer las suyas propias sobre esa mujer que había comenzado a mostrársele como un iceberg que apenas mostraba una punta de sí. Fue una cena agradable, tranquila, regada con buen vino y adornada por una agradable charla, en la que Ángeles desplegaba todo su mundo y encanto, hecho para la seducción no buscada. A los postres, gentilmente rechazados por la disciplina de cuidar una figura que parecía no necesitarlo, la insistencia de la cantante de turno les hizo ensayar unos pasos de baile, los que resultaron mortificantes para Jordi, quien para risa de Ángeles apenas sabía remedar algo parecido a un tango, mientras ella hacía alarde de sus lecciones de salón, con profesor francés incluido, recibidas allende los mares.

Cuando la medianoche comenzaba a ralear la concurrencia, Jordi satisfizo la abultada cuenta del restorán que parecía cobrar lo consumido y los músicos también, aunque no quedaba claro si ello les generaba el derecho de llevárselos para su casa.  Ángeles, achispada por el vino Tannat repetido, no cesaba de reír con cada una de las ácidas ocurrencias de su anfitrión. Cuando en media hora estuvieron frente a la puerta del  hotel, citados para un desayuno a las ocho de la mañana siguiente, con el objeto de viajar a esa fascinante ciudad colonial de padres portugueses que soñaba conocer, Ángeles despreció la mano extendida y le dejó un beso acariciado en su afeitada mejilla. Suficiente para haber aspirado el envolvente aroma de su perfume de mandarina, y sentir el roce de su cuerpo en su brazo. Suficiente para generarle una inquietud que no se le habría de ir en toda la noche, larga de sueños sobresaltados, que debió atravesar.

Al despertar, preso del  martilleo de la alarma de su móvil, cumplió a cabalidad su rutina de ducha y afeitada, desayuno tempranero en la Cafetería del Hotel, y luego de una rápida hojeada del periódico, partió a su encuentro para hacer el viaje programado. No bien hubo anunciado su presencia en la recepción del lujoso hotel, apareció expulsada de un silencioso descensor, una siempre sonriente Ángeles. Pusieron proa al Oeste y a medida se alejaban de la ciudad y comenzaban a recorrer los verdes campos veteados de ganados mansos, la conversación, ya despojada de la morosa pereza del despertar, empezó a ganar en intensidad. La visitante era, según podía comprobar Jordi, un manantial inagotable de curiosidad. Todo era de su interés, que los campos, que la vegetación –en una sucesión de árboles, arbustos y flores que ponían a prueba sus escasos conocimientos de flora autóctona-, que la historia y, lo que más le inquietaba, el intercalado de preguntas de corte personal, hechas con tal naturalidad que le dejaban sin margen para el enojo o fastidio. Otro tanto sucedía con sus propias vivencias y recuerdos. Todo parecía el fluir de un manso arroyo, apenas deteniéndose a ratos para cobrar nuevo impulso. Durante todo el día, de un soleado que pintó el río ancho como mar de un azul intenso, huérfano casi de nubes en el cielo y con brisa apenas perceptible, se mantuvo la charla siempre alegre y vivaz de Ángeles, algo a lo que Jordi trataba de acomodar su estilo de natural reservado y más bien parco. Un día de fotografías por miles, calles empedradas, edificaciones centenarias mudos testigos de pasados de conquistas a fuego de cañón, gentes y costumbres. Todo parecía ser digno de pasar por el objetivo de su cámara fotográfica de porte y lentes tan estrafalarios como no había visto nunca, acostumbrado como estaba a sacar fotos aficionadas en su minúscula digital use y tire. Caía la tarde a sus espaldas cuando emprendieron el regreso a la capital, dejando sobre el Rio de la Plata una puesta de sol para el mejor recuerdo. Quizá era eso lo que Jordi quiso adivinar en esos ojos esmeralda cuando sonriente le dijo, -Oye uruguayo , es tal como lo había imaginado, no sabes cuánto te agradezco lo que haces  por mí-  y sin transición le obsequió una de sus fascinantes sonrisas.

Aquella rutina se repitió en los siguientes dos días, en sus escapadas hacia el Norte y Litoral, y luego la peregrinación por el rosario de playas del este. Y cada vez, podía sentir cómo esa presencia iba colándose por dentro de su piel, haciéndole olvidar si antes de esos días había tenido alguna vida. A veces sentía el olor del peligro, pero la ambigüedad de sus sentimientos le mantenían aferrado a ese presente de alegre compañía y desafiante intercambio de experiencias y opiniones sobre los más dispares temas que imaginarse pudiera. Es que ésa mujer, a la que parecía interesarle todo lo humano, también agregaba una importante dosis de seducción no buscada. Por lo menos eso era lo que pensaba, mientras conducía, señalaba, comentaba, y sobre todo escuchaba. Más de una vez se había tropezado mirando como al descuido los generosos escotes, ó los brazos que se agitaban y le rozaban, como ese cabello que caía sobre su rostro y era devuelto con un grácil golpe de su cabeza ó esas torneadas piernas que ofrecían un prometedor espectáculo. Más de una vez no había podido, y tal vez tampoco querido, evitar el roce de ese cuerpo envuelto en fragancia, y el natural y desenfadado brazo colgado del suyo, y cada vez se decía que muy a su pesar, a esa mujer parecía haberla conocido toda la vida y qué poco le costaría enamorarse de ella, si no sintiere que con ello traicionaría su confianza y la de quienes se la habían confiado.

Fue precisamente en el regreso de uno de esos viajes donde Ángeles le planteó la cercanía de la inevitable partida, y su deseo de despedirse de lo que ella decía había sido un regalo extra en un viaje soñado, la presencia de tan magnífico acompañante, con una cena íntima donde a él se le ocurriera mejor.

A dos días de esa partida, ahora tan temida, le pareció que encontrarse nuevamente en un restorán, por más coqueto y reservado que fuere, sería siempre demasiado público, y aunque no se lo quisiera confesar a sí mismo, anhelaba tener una velada a solas con ella. Allí fue cuando se acordó de la Cabaña junto al mar que aún alquilaba, a tan sólo una hora de camino de la Capital. Aquello podía resultar el ideal. Habría que andar rápido para planificar una cena en medio de la nada.

Cuando se encontraron nuevamente compartiendo un desayuno, no sin antes dudar sobre cuál sería su reacción, Jordi le sugirió la idea de la cena en la cabaña arrullada por las olas. No fue necesario argumentar absolutamente nada, la esplendente sonrisa y la exclamación del tipo – Pero, uruguayo, qué idea más genial!!! Muero ya por conocer esa Cabaña- que despejaba todo tipo de dudas. Fue así entonces que dedicó todas las horas disponibles de esos dos días, a planificar el encuentro, poniendo toda su atención en cada detalle. Todo debía ser perfecto. Su carácter obsesivo no le permitía el más mínimo asunto, por nimio que pareciere, dejado librado al azar. Fue esa manía por el detalle lo que le llevó a contratar un Remise para que se encargara de traerle y esperarla en la Cabaña con el agasajo ya pronto.

Desde que se puso a imaginar y concretar cada uno de los detalles, le asaltó la vaga sensación de estar soñando algo ya vivido ó viviendo algo ya soñado. Era un sentimiento indefinible que le asaltaba toda vez que iba cerrando el plan minuciosamente armado. Y de nada valía decirse que era una simple despedida de amigos circunstanciales. Presentía que para él, y también para ella, esa ocasión era especial.

Aquella tarde, temprano aún, llegó a la Cabaña y se dedicó a preparar la mesa, con su rojo mantel, la hielera donde descansaría achuchado de frío el Cava, las velas estratégicamente distribuidas, los inciensos que no podían faltar – sándalo y mirra había pensado- , la única cama, y por tanto inevitable, vestida de raso azul y el fuego generoso ardiendo en la gran chimenea.  Con cada uno de esos detalles, a él parecía confirmársele esa idea sin explicación posible de estar viendo una película que ya había vivido antes.

Cuando por fin llegó aquella noche, ni imaginada de perfecta con el regalo de una enorme luna plateada colgada del rugiente mar, sólo le restó esperar con la música que habría de acompañarles. Caetano le susurraba Contigo en la distancia, justo cuando ésta era cada vez menor, aunque no acertaba aún a saber cuánto era ese pedazo de alma de la que hablaba la dulce melodía.

Cuando la noche se había vestido ya, sonaron tres llamados consecutivos de una bocina que era el santo y seña que le indicaba habían ingresado en ese breve sendero de grava que moría en la puerta de la Cabaña. Un segundo después de detenerse el coche, escuchó el llamado a la puerta y allí se dirigió torpe y presuroso.

Cuando abrió la puerta recibió un ramalazo de fría brisa marina, opacado por una cálida sonrisa que le decía como cantando, -aquí estoy mi uruguayo!!!-

Observó deslumbrado ese vestido negro cubierto por un abrigo de piel,  nada comparado con el adivinado marfil de lo que cubría, las piernas enfundadas en negras medias y unos elegantes zapatos taco aguja. Ángeles ingresó curiosa, dando un rápido paneo a cada detalle adivinado y exclamó, siempre al  borde de la risa franca, -has pensado en todo, mi querido!!!

En ése instante supo que aquello, su memoria lo registraba en cada uno de esos detalles, y lo había vivido ya con esa mujer que ahora le invitaba a compartir una copa de Cava frío, ó había soñado antes cada uno de ellos y ahora la realidad le copiaba burlona al sueño.

Lo que siguió, largamente acariciado, intensamente deseado, tuvo la certeza de saberlo desde el principio. Toda la magia que ese sueño vivido le adelantaba, estaba allí, junto a él, en esa auténtica Dacha rusa, como le había llamado en una de sus cantarinas risas, la alegre Ángeles. Cada aroma, cada palabra, cada recoveco de una geografía recorrida, le parecían escenas de esa película vista antes. Serendipia, dijo ella, cuando Jordi se animó a confesarle esa sensación de adelantamiento de cosa vivida, y soltó como era ya costumbre una sonora carcajada.

Nada hay nada más breve que una intensa noche de amor apasionado, largamente deseado y por fin concretado.

Por eso, cuando desde los despojos del plácido sueño recién fugado, Jordi sintió la voz de Ángeles al teléfono, le recordó que aquél era el día de la partida. Cuando terminó de hablar, ella volvió al dormitorio envuelto aún en los aromas del amor, para depositar un tenue beso en su frente, un quedo “te amo” susurrado, y un juguetón :  - Era el remise…,¿ sabías que hoy debo irme, verdad?

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