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-         Si, es el más hermoso del mundo. - contestó ella y miró con malicia a Víctor, tras lo cual agregó -   ¿ya se acordó de mí?

-         ¿Acordarme? ¿De qué?

-         No se haga el tonto. Usted y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.

-         La verdad, yo no me acuerdo. ¿En dónde nos conocimos?

-         Tranquilo, que aquí no está su novia. Nos vimos en la casa de un amigo suyo hace como seis meses, en una parranda que duró toda la noche. ¿Ahora sí se acuerda?

-         La verdad es que he estado en muchas fiestas y es difícil recordarlas todas.

-         Supongamos que le creo. De todos modos entre usted y yo no pasó nada, así que no se preocupe.

-         ¿Y cómo se llamaba mi amigo?   

-         No me acuerdo. Sé que era su amigo por que se la pasaron abrazados toda la noche bebiendo.

-         ¿Y cómo lo conociste tú a él?  

-         Por trabajo.

-         ¿Qué trabajo?

-         Pues mi trabajo.

-         ¿Y cuál es tu trabajo? – Fernanda entrecerró sus ojos color miel para recriminar a su interlocutor por la pregunta que ella consideraba absurda y por eso inquirió:

-         ¿Por qué no me pregunta lo que quiere saber de verdad, ah?

Esta pregunta paralizó a Víctor, que sintió cómo su rostro se acaloraba y no era capaz de disimularlo. Contrariamente, Fernanda se hallaba inmutable, y hasta parecía disfrutar del momento bochornoso. Con sorna, siguió provocándolo, buscando que se atreviera a indagar sobre su vida privada. Ambos sabían la verdad, pero él se resistía a hablar de forma franca y ella se divertía con su actitud.  Cuando por fin ella confesó, Víctor quiso saber mas:

-         Pero... en la fiesta de mi amigo... ¿estabas trabajando?

-         Claro.

-         ¡Pero tu hijo ya estaba!

-         Si, ya estaba. También está ahora y yo sigo trabajando.

-         Y... ¿no te da... pena?

-         Sí, me da pena, me da rabia, me da miedo. Me avergüenzo de lo que hago y espero que él nunca se entere. Claro que si se entera, espero que me perdone; al fin de cuentas lo hago por él.

Víctor trató de entender a aquella mujer. La escuchó mientras se desahogaba. Ella le relató toda su historia, que por cierto era muy dolorosa, y le aclaró por qué tenía la esperanza de que algún día su hijo la cuidara. Nunca había sido tratada con dignidad, y su estilo de vida no le permitía ganarse el sustento de otra forma. Dado que sus encantos se acabarían, esperaba que alguien se encargara de ella cuando eso ocurriera. Casi sin pensarlo, Víctor ya se había convencido de que las teorías de Fernanda eran razonables, y una parte de sí concordaba con ella. Sentía que había muchas cosas en común entre ellos; especialmente, la visión puesta en el futuro. Él soñaba con vivir el resto de sus días junto a Eugenia, y ella esperaba anhelante ver crecer a su  hijo, el único hombre que la respetaría. 

Después de una hora, la conversación llegó a su fin. Víctor había escuchado a Fernanda y ella lo había escuchado a él; de hecho, le dio varios consejos sobre algunos secretos femeninos para que convenciera a Eugenia de ser su esposa.  Toda la incomodidad se había esfumado y ya se sentían como un par de amigos entrañables. De modo que se despidieron y volvieron a lo suyo. El enamorado partía a su cita con su amada como habían acordado; la madre, continuaba cantando a su hijo canciones de amor y esperanza.

Justo al lado del hogar donde se sostuvo el mencionado coloquio, dos ancianos tomaban una taza de café, cumpliendo así con una costumbre que ya se había convertido en un rito. Don Luis lo hacía por vicio o adicción; su esposa solo por acompañarle. Siempre conversaban sobre asuntos triviales y muy conocidos para ambos, no solo por que los habían vivido juntos, sino también por que los comentaban a diario. Sin embargo, don Luis se hallaba esa tarde más nostálgico que nunca, de modo que comentó a su mujer:

-         Estoy cansado, Ana.

-         ¿De qué?

-         De la vida, creo que vivir cansa.

-         ¿Y hasta ahora te das cuenta?

 

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