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El cielo ornó su inmensidad con la más bella de sus galas, y aquella mañana de viernes las nubes, formando  una inefable corte, abrieron paso al rey sol cubierto de esplendor. Su vigorosa luz blanqueaba las  antiguas  casas de puertas enormes y románticos balcones que exhibían todo el color de las hermosas enredaderas que los ataviaban. En la plaza central se podían ver los corrillos de beatas que acudían a misa en medio de una animada tertulia, y se percibía la algazara de los cándidos juegos infantiles de cada mañana. El pueblo de San Francisco despertaba un día más, y desde las empinadas lomas que lo rodeaban se apreciaba un paraje de ensueño.

La plaza de mercado se encontraba atiborrada de gente y se respiraban aires de prosperidad y alborozo. Los pequeños buscaban la forma de escapar a los ojos de sus madres y así fraguar sus inocentes travesuras.   Expertos tenderos  discutían febrilmente con sus compradores acerca del valor de la mercancía, haciendo gestos de estupefacción ante las propuestas de compra y luchando por obtener la mayor ganancia; aún así, y a pesar de lo exiguo de las ofertas, terminaban entregando en aquellas manos caudales de frutas y hortalizas de la mejor clase, mientras esbozaban sonrisas de aquiescencia. 

Al terminar la misa, Ana, una anciana de setenta y dos años, se dirigió como de costumbre al mercado, donde conseguiría los víveres para llevar a su hogar. Su paso era lento en demasía, y sus manos se aferraban del vetusto chal de lana que cubría su encorvada espalda. Llevaba suficiente dinero, tal vez más que  suficiente, pues su envejecido esposo había fungido como maestro de dibujo en la escuela del pueblo durante sus años briosos y por lo tanto había adquirido lo necesario como para vivir cómodamente.

Tras comprar todo lo necesario, la vieja Ana se dispuso a salir de la plaza rumbo a su casa. Sin embargo, uno de los puestos que se hallaban a las afueras exhibía unas hermosas rosas que la entretuvieron por un momento. Estaba totalmente concentrada en la belleza de estas, cuando oyó una singular voz detrás suyo:

-         ¿Quién se murió, doña Anita? – el que hablaba era Jacinto, un mendigo que vivía a las afueras del pueblo y que, según se creía, no andaba bien de la cabeza.

-         Nadie, Jacinto, no se ha muerto nadie.

-         Pero las rosas son para los muertos, no?

-         ¡Claro que no, hombre! Las rosas son para los vivos. Los vivos pueden verlas, olerlas, sentirlas; los vivos pueden amar.

-         ¿Y para qué amar, si hasta el más enamorado de todos se tiene que morir?

-         Por que es mejor morir enamorado.

-         Yo nunca me he enamorado.

-         No te afanes, ya te llegará tu hora; a todos nos llega.

-         A mi no. Ya es muy tarde.

-         ¿Por qué?

-         Por que antes de que pueda amar tendré que morir.

-         ¿Otra vez a hablar de muerte? ¿Es que no sabes hablar de otra cosa? Desde que te conozco no haces sino hablar de la muerte.

-         ¿Y es que acaso hay algo más  seguro que la muerte, doña Anita?

-         ¡Mira, yo no sé! No me gusta hablar de la muerte y no me gusta hablar contigo. Tengo mucho que hacer, Luis me está esperando.

-         ¡Ah, don Luis! ¿Cómo está? ¿Aún vive?

-         ¡Maldita sea, Jacinto! Por supuesto que vive. ¿Por qué piensas que todos tienen que morir?

-         Pues por que todos tienen que morir. 

El diálogo terminó y la anciana regresó a su casa con un vago sentimiento de  angustia a causa de las preguntas y aseveraciones de Jacinto. Este, por su parte, permaneció callado durante varios minutos, mirando las hermosas rosas como lo había hecho antes doña Ana. De repente, y sin razón alguna, empezó a bailar con desenfreno en medio de la plaza las notas imperceptibles de la música que retumbaba en su mente, mientras los espectadores se mofaban de él  como solían hacer todas las mañanas.  

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