III
Todos buscaron refugio en sus hogares y esperaban que la noche clareara de algún modo con el pasar de las horas. Víctor era uno de los pocos que andaban por las pavorosas calles oscuras. El fenómeno, en realidad, facilitaba su tarea, pues sería más sencillo llevar a cabo su encuentro clandestino bajo el manto de la noche y sin visos de claridad. Tras aguardar por más de treinta minutos en el lugar donde había acordado con Eugenia, empezó a inquietarse. Pensó que tal vez ella se había arrepentido o habría imaginado que las circunstancias atípicas aplazarían su encuentro. Sin embargo, sus pensamientos fueron interrumpidos por la figura esbelta de Eugenia que se hacía más y más clara, iluminando todo su entorno.
- ¿Por qué tardaste tanto? – dijo Víctor inquisitivamente
- Estaba esperando que se durmieran en la casa.
- ¿Te vieron salir?
- No, se imaginan que estoy durmiendo. Les dije que me iba a la cama aprovechando la oscuridad. Si se dan cuenta me van a matar.
- Tranquila, que no lo van a saber. Y si lo supieran aquí estoy yo para defenderte. ¡Ah, mira! Dejaste las rosas en la iglesia.
- ¡Ay, gracias! No me di cuenta... pero ¿están todas? Pensé que eran más.
- Es que le regalé unas a doña Ana, que me pidió el favor.
- Más te vale que haya sido ha esa viejita y no a otra ¿oíste?
- Tranquila, no importa donde estén, yo las compré para ti.
Tras besos, caricias y declaraciones mutuas de amor, los amantes partieron a las afueras del pueblo con rumbo a un pequeño bosque en donde acostumbraban pasar sus tardes de amoríos. No pudieron ser vistos y esto les excitaba aún más, pues por primera vez se sentían libres. Nunca antes se habían fugado en las horas de la noche, así que ese episodio lo veían como un riesgo que los uniría y demostraría cuánto se amaban.
Las horas pasaron y ya la media noche se acercaba. En el pueblo se respiraban zozobra y angustia. Fernanda se hallaba tendida en su cama junto a su hijo. No podía apreciar completamente los gestos de este y por instinto materno sentía que la oscuridad lo asustaba aunque se hallaba dormido, así que ponía su mano sobre el pecho de la criatura y le hablaba dulcemente:
- Tranquilo, nene. Solo va a ser por un momento. Mañana otra vez saldrá el sol y no vas a tener miedo. La luna se escondió por que la noche está muy fría, pero aquí está tu madre para darte calor. ¡Eso es! Duerme, duerme sin preocuparte que yo te cuidaré el sueño... ¿qué estarás soñando? Yo sé. Sueñas que yo te llevo a conocer el mar, y que juntos disfrutamos de la playa y el sol. ¡Te juró, hijo mío, que cuando crezcas te llevaré a conocer el mar! Por ahora solo duerme y, por favor, si puedes, sueña también conmigo.
A medida que arrullaba de esta forma a su hijo, Fernanda escuchó a lo lejos un sonido misterioso e intrigante que llamó su atención. Se levantó y fue a su ventana a ver lo que ocurría. Entonces escuchó el ruido con más claridad, y empezó a reconocer la voz de un hombre que cantaba sin mucho virtuosismo. El hombre se aproximaba y así el volumen de su voz crecía, aunque su fonación seguía siendo ininteligible. Finalmente, Fernanda develó la misteriosa figura y descubrió de quién se trataba. Era Jacinto, que completamente ebrio, se balanceaba de un lado a otro y daba portentosos gritos en su aterradora canción. Esa canción, entre otras cosas, nunca había sido cantada, solo era una melodía voluble y desordenada que maquillaba las palabras del mendigo. Parecía estar herido y a cada instante se quejaba en tono doloroso. Sus lamentos se oían de forma tenebrosa cuando decía con voz visceral:
- ¿Por qué me han herido, paloma? Yo solo he dicho la verdad. Me odian por que hablo de la muerte y lloro todo el día. ¿Por qué no vienes y me llevas contigo para así dejar de sufrir? Si pudiera volar como tú me iría por los cielos hasta otra tierra y así no vería lo que va a suceder. Quiero volar... volar como tú...
Fernanda se escandalizó con los gritos de Jacinto y pensó que el desdichado loco haría despertar a su bebé, de modo que cerró las ventanas y cortinas y volvió a su cama, donde el niño dormía plácidamente. Se acostó con mucho cuidado y de nuevo cubrió con sus manos el pecho de su hijo, buscando que los gemidos de Jacinto no llegaran hasta aquel pequeño corazón aún puro e inocente.
Don Luis y su esposa también oyeron el escándalo. Se habían acostado muy temprano, aunque no habían podido dormir. Conversaron como todas las noches durante largo rato. Su actuar cotidiano era monótono y hasta ellos se habían cansado de hacer lo mismo cada noche. Aun así, seguían haciéndolo, pues no concebían un estilo de vida diferente. Hasta su lecho llegaron las vociferaciones de Jacinto:
- ¡Adiós, San Francisco! Me voy tras mi paloma. ¡Adiós, tierra mía! Me voy muy lejos, donde no te vea sufrir.
Doña Ana se movió con inquietud y dijo a su esposo con tono colérico: