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V.- MI PAISAJE


Durante todo el tiempo que llevo aquí también las cosas que veo desde mi pared han cambiado algo. Algo... mucho, quizá. A mi izquierda, hacia el Noroeste, a la altura del paso a nivel que llaman los "Tres Pasos", puedo ver cómo las vías se bifurcan. Es ahí donde se separa la que se dirige hacia Santander de la que continúa hacia León, y después hacia Asturias y Galicia. Hasta hace unos años, en esa dirección, a unos veinte metros de mi posición, se erigía una caseta en forma de torreón donde sentaba sus reales el guardagujas principal de la estación. Con el tiempo y los nuevos sistemas electrónicos de control, la caseta se quedó vacía y al final desapareció. Mi amigo Juan Carlos pasó en aquella caseta muchas tardes de su niñez, jugando a trenes de verdad, "ayudando" al Sr. Miguel, compañero de su padre y vecino, a mover las pesadas palancas que unían o separaban las vías, para que los trenes tomasen la dirección adecuada, al entrar o salir de la estación.


Girando un ángulo de unos cinco minutos hacia la derecha, puedo ver varios grupos de viviendas. Uno de ellos, el que más me gusta es el Grupo de Casas de la RENFE. Allí viven algunos de mis amigos, y allí siguen viviendo las viudas e hijos de muchos otros que se fueron.


Si ahora giramos unos diez minutos más hacia la derecha y hacia arriba, nos encontramos con el Cristo del Otero, el auténtico vigía y centinela de esta ciudad. Es una enorme estatua gris erigida sobre un pequeño cerro. Impresiona desde lejos, así que no me puedo imaginar lo que debe ser subir hasta allá arriba y contemplarlo de cerca. He oído comentar que los ojos son como ventanas, desde donde se ven kilómetros y kilómetros...


Miro ahora por mi otra esfera, hacia el Sudeste, hacia mi derecha. Durante mucho tiempo me negué a mirar hacia allí. Porque justamente ahí había estado durante años "la Pasarela de la Estación", un paso elevado y una magnífica construcción metálica oscura, que un buen día derribaron y sustituyeron por un paso subterráneo. Siempre pensé que ese momento no llegaría. La gente hablaba de ello a mis pies, y durante el tiempo que duraron las obras pude oír comentarios de todos los gustos. Había quien se oponía fervorosamente a su derribo –sí, sí, les apoyaba yo, acelerando la marcha de mis minuteros-, y otros que decían que era una construcción anacrónica y fea, y que con las heladas de invierno se convertía en peligrosa.


Recuerdo una mañana de Diciembre de principios de los 60, aún de noche, en que al mirar hacia mis pies, vi con horror en la portada del periódico que un joven estaba leyendo en el banco, una fotografía de la estación... ¡sin pasarela!. Yo no sabía entonces que ese día era costumbre gastar una broma a los lectores, publicando una falsa noticia. Y la falsa noticia de ese año era que la pasarela se había caído. Rápidamente, sintiendo un acelerado palpitar en mi interior, miré hacia allí. Apenas se distinguía entre las sombras, pero sí, pude ver la grácil silueta. Estaba allí. Al principio no entendía nada. Durante toda la mañana, la gente que compraba el periódico en el kiosco, inevitablemente giraba su vista hacia allí, para a continuación, tras ver la Pasarela en su sitio, dibujar una sonrisa. Todo había sido una broma -una inocentada, decían-, pero el susto me costó un achaque de un par de minutos de retraso, y el enfado de Agapito cuando vino a verme al cabo de unos días.

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