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El agente Matos daba vueltas alrededor de la silla. Alrededor de José Carlos. Mientras, sus agentes permanecían sentados sin despegar la vista del pobre joven que temblaba de miedo y de frío.

José Carlos siempre pensó que las imágenes de los interrogatorios eran cosa de películas. Ahora sabía que no. Un cuarto frío y maloliente, una mesa corrompida por el polvo y el moho; la clásica lámpara colgando desde arriba, desde donde la oscuridad parecía llevarse el cable del que colgaba a una lúgubre y hedionda dimensión. En si el cuarto era rodeado por oscuridad, el radio de la lámpara era bastante corto. El círculo de luz cubría la mesa y las sillas únicamente.

Matos se puso al extremo contrario de José Carlos. Puso los puños en la mesa, con los brazos estirados como si estuviera haciendo lagartijas. Miró ya con cierta furia al pobre mocoso que tenía enfrente y que, según el expediente del caso, había hecho algo que el agente aun no podía entender como es que lo había hecho.

- ¿Y bien muchacho? - le dijo y su voz oronda rebotó por lo mínimo dos veces mas en el jodido cuarto de cuatro por cuatro.

José Carlos no levantó la mirada, sus negros cabellos caían sobre sus ojos y se le pegaban en su sudorosa frente.

- Ya se lo he dicho - dijo el muchacho con voz taciturna y sin levantar la mirada.

Matos respiró tan profundamente que parecía que iba a inflar un globo. Miró al joven enfrente de él y sintió que el coraje le hacía hervir la sangre.

Con ambos puños golpeó la mesa haciendo saltar no sólo al muchacho, sino a los dos agentes que estaba sentados a los lados.

- ¡Puta madre! Invéntate otra historia mocoso de mierda, ¿entiendes?

Los agentes voltearon a ver a su jefe. José Carlos mantuvo agazapado.

Matos respiraba como toro en brama y con ganas de tirarse al pobre muchacho.

- Mira hijo - dijo el agente tratando que su voz sonara cortés - . Tengo problemas del corazón, como verás estoy demasiado obeso, creo rebasar los ciento veinticinco kilos y medio; no me importa. Sigo fumando habanos cubanos, sigo siendo un adicto al whisky; yo se que todo esto puede acelera mi muerte, lo se. Pero me importa un carajo. Ahora que, eso no significa que me quiera morir, y sobre todo por el coraje que me de un crío necio y estúpido como tu ¿entendido?

José Carlos permanecía quieto como un estatua.

- ¿Entendido? - gritó Matos volviendo a golpear la mesa.

El muchacho movió la cabeza afirmativamente.

- Bien - aceptó Matos y se irguió hasta donde su enorme panza se lo permitió - . Ahora dinos ¿Cómo demonios hiciste para provocarle a tu "amigo" el estado catatónico en el que el pobre infeliz se encuentra?

Mario, perdóname por el amor de Dios, perdóname, pensó José Carlos y cerró los ojos fuertemente. Por su mente pasó la última imagen de Mario: pálido como una nube, con los ojos azules abiertos, cristalinos, inflamados como globos y la desesperación que empuja a la locura brillando intensamente atravéz de ellos, sin parpadear; su cabello encanecido, muerto, petrificado, cubriéndole las orejas; su boca abierta como si quisiera gritar algo y el grito lo estuviera ahogando...

José Carlos abrió los ojos intentando deshacer esa imagen de su mente; los ojos de Mario abiertos, desesperados. Era como si telepáticamente pudiera escuchar sus lacerantes gritos llenos de horror. El puño macizo de Matos le ayudó a José Carlos a borrar esa imagen de su cabeza. El anillo de bodas del agente, con un pequeño diamante al centro, se enterró bruscamente en la sien del muchacho derribándolo de la silla.

 

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