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Como todas las mañanas hasta ese día, don Pedro Olarte entró en la cafetería de doña Margarita para tomar un café, que sería el primero de nueve o diez durante la jornada. Acostumbraba don Pedro ubicarse en la mesa más cercana a la puerta de la entrada para así poder divisar el panorama comercial y el desarrollo de los eventos de cualquier tipo en la cuadra en la que permanecía todo el día, desde las 7:30 a.m. hasta entrada la noche, cuando ocupando la misma mesa cambiaba el café por unas cuantas cervezas.
La cafetería de doña “Márgara”, como la llamaban todos, era uno de esos negocios legendarios de todo sector. En ese lugar se enamoraron decenas de adolescentes, se concretaron negociaciones millonarias, se jugaron dilatadas partidas de ajedrez y dominó y, por si fuera poco, se concibieron varias criaturas. Doña “Márgara” había presenciado cómo en la puerta de su tienda se disputaban las más patéticas y pintorescas refriegas entre improvisados púgiles que, avivados por el alcohol, terminaban combatiendo por política, fútbol, religión o por algún mal negocio que terminaba afectando también el humilde mobiliario compuesto de seis mesas y al menos unas quince sillas distribuidas indiscriminadamente, las cuales nunca, y por ningún motivo, se encontraban aseadas, al igual que las paredes y el techo que dejaban ver a las claras los efectos de la humedad.
Aunque don Pedro sabía que en el gremio poco madrugador de los comerciantes el trabajo no empezaría hasta pasadas las nueve de la mañana, prefería estar temprano fuera de casa y así remplazar el hostigante ruido de los reclamos de su esposa por el sonido familiar de la cuadra que por mas de veinte años lo había acompañado. Mientras oía las populares rancheras mexicanas que doña Márgara tanto disfrutaba, pensaba en asuntos sin importancia, esperando que algún colega suyo apareciese para así hablar de asuntos no más importantes; ya que don Pedro era en realidad uno de esos personajes a los que la vida da tantos golpes que ya no se preocupan por esquivar uno más. Había comprendido que llorar por el pan no quita el hambre, y por eso aprendió a ignorar las circunstancias desagradables de la vida y a conformarse con nada, aunque se le tomará por irresponsable o incapaz. Tal actitud no obedecía a la de un guerrero que tras una prolongada batalla, agotado de tanto luchar, se rendía ante fuerzas superiores a las suyas esperando su final. No; en realidad don Pedro se asemejaba más a un bufón que consciente de su condición degradada, prefería acostumbrarse a vivir como le había tocado. Se percibía en su aguante cierta grandeza; por otro lado, una desagradable falta de espíritu. Era, además, un sujeto bastante pintoresco. Sus ojos saltones, brillantes y sin un color definido transmitían inocencia y lástima; su cabello rubicundo, estaba siempre despeinado y el bigote mal recortado daba una total asimetría a su rostro. Aunque era de una imponente estatura, si alguna vez decía que no tenía que comer no habría quien lo dudara, pues era de muy pocas carnes y su rostro siempre estaba demacrado. Sin embargo lo que lo hacía más peculiar, era el frecuente movimiento compulsivo de sus cejas mientras cerraba los ojos, lo cual tornaba insoportable sostener una conversación con el siquiera unos minutos.
A medida que el tiempo transcurría, iban apareciendo paulatinamente en el recinto los amigos, y aún más, los enemigos de don Pedro. Muchos de los últimos habían sido antaño sus más fieles compañeros, pero la vida creó entre ellos barreras de todo tipo, especialmente económicas. Se podía decir de él que no era un potentado como muchos de sus contemporáneos; pero tampoco era uno de aquellos sujetos sin criterio ni identidad que solían servir y adular servilmente a quien más conviniera. Por otro lado, entre sus más fieles camaradas se encontraba don Isaac: un viejecito indefenso e inofensivo, sin un ápice de dinero pero con vasta experiencia en los negocios, y quien además había tomado involuntariamente la posición de tutor y maestro de don Pedro en todas las ramas, ya que este concordaba en cada una de sus opiniones, más que por afinidad ideológica, por ignorancia.
Pasadas las nueve de aquella fría mañana, un furgón muy antiguo y estropeado se aparcó frente al negocio y de él bajó un joven de humilde apariencia que revelaba ser el hijo de don Pedro, no solo por su contextura física, sino también por la tristeza de sus ojos de color indefinido. Para acabar con cualquier duda sobre su parentesco, el enojado padre la emprendió contra el infeliz mediante variadas imprecaciones y ofensivos epítetos que aludían a su irresponsabilidad y descuido con los asuntos del hogar, algo que por demás era falso, ya que Raúl, como se llamaba el desdichado, había resultado ser un joven bastante aplacado y sobrio. Algunos decían que el padre debía comportarse como lo hacía el hijo, y don Pedro, sin comprender que esto constituía un insulto, lleno de orgullo atribuía la conducta intachable de su hijo a la buena educación que recibía en el hogar.
El disgusto y la humillante reprimenda se basaban en la tardanza de Raúl en recoger el furgón que se encontraba en la casa del dueño del mismo, es decir, don Eduardo Bermúdez, uno de los tres hombres mas adinerados de aquel lugar y uno de los diez más mezquinos y desagradables que se hayan conocido en la historia humana. Es imposible describir su repugnante figura con todos los detalles sin asquearse, por lo cual solo diremos que era de muy baja estatura, quizá hasta el enanismo, y poseía un abultado vientre que no le permitía moverse con facilidad y del cual parecía sentirse orgulloso, pues nunca lo disimulaba y, antes bien, lo exhibía como si fuese un preciado don de la naturaleza. En sus ojos color miel se percibía todo el resentimiento y la amargura reprimidos desde su niñez y se dejaba ver claramente la traición, ya que nunca miraba al prójimo fijamente a los ojos. Su tez, excesivamente blanca, estaba salpicada por manchas de distintos colores y tamaños, las cuales aumentaban copiosamente con el transcurso de los años así como el volumen de su portentosa nariz. Sin embargo, ninguna de estas características sería siquiera equiparable en materia de repulsión colectiva a la sola presencia de don Eduardo, que para muchos era la personificación de la envidia, la avaricia y la bajeza moral. La gran mayoría de los vecinos habían sido explotados por él. Muchos, como don Pedro, trabajaban en pésimas condiciones por un salario insignificante; otros, pagando los descomunales intereses que cobraba por los prestamos de dinero, perdieron sus bienes dados como prenda de garantía, y hasta se hizo de dominio público el hecho de que varias doncellas del barrio habían sufrido sus indecorosas y lascivas propuestas. Es cierto que muchas de estas últimas no eran tan inocentes ni tan doncellas como aseguraban; sin embargo, el repudio de las masas no es siempre objetivo y esta no era la excepción.
No es posible expresar con exactitud los sentimientos de Raúl en aquel momento. La vergüenza causada por el escarnio público al que se le sometía injustamente, le sirvió como máscara para ocultar la irritación y el enfado que su progenitor le causaba y le hizo olvidar por unos instantes las maquinaciones homicidas que había contemplado desde que salió de la casa de don Eduardo, donde fue objeto de similares tratos, esta vez por parte del avaro anciano, que lo amenazó con dar el furgón a otros conductores si al terminar la jornada no habían reparado algunos daños que este tenía y que no habían sido causados por ellos precisamente. La idea era descabellada, pero Raúl la usó como único desahogo a tanta tensión que le causaban sus padres, el trabajo y las responsabilidades que la vida le había delegado a una edad inconveniente. Con tan solo dieciocho años, ya había tenido que enfrentarse con la enfermedad terminal de su irascible madre, la terrible amargura que le causaba la muerte de su hermano tres años mayor que él, ocurrida algún tiempo atrás, y las andanzas de su media hermana, que era fruto de las de su padre. Además, había dejado la escuela pública a los diez años, cuando don Pedro decidió que lo mejor para el entonces preadolescente era aprender en “la escuela de la vida”.
Esa escuela, en la que muchos entran por obligación y otros por ignorancia, no le enseñó como crear negocios prósperos ni cómo ser un empleado eficaz. Mas bien, aprendió a lidiar con seres del peor género, los cuales le enseñaron una que otra triquiñuela para apoderarse de lo ajeno y el desacierto de ligar la felicidad al dinero, y por ende, la falta de este al fracaso. Aunque luchó tenazmente por evadir dichos conceptos, no se puede negar que en más de una ocasión actuó en virtud de ellos al comportarse como muchos de sus contemporáneos y desvivirse por hacer alarde de su poco dinero mediante la exhibición de alguna nueva adquisición en su escaso y deslucido armario.
Había transcurrido un año desde que uno de sus amigos más cercanos le enseño pacientemente a fumar y por esto se daba aires de experiencia y virilidad, esperando siempre a estar cerca de alguna chica para así encender un cigarrillo y flirtear con ella. Estos comportamientos pueriles no restaban nobleza y responsabilidad a Raúl, pues siempre se preocupó por cuidar de su familia y ganarse el dinero honradamente con algunas ligeras excepciones. Por el ambiente en que había crecido era casi un milagro que no estuviera en peores condiciones, como muchos de sus amigos, que ya eran temidos delincuentes, padres de niños a los cuales negaban y en algunos casos recuerdos sepultados bajo lápidas con tristes epitafios.
El fin de la mañana sería desgastante para Raúl, que tuvo que seguir soportando los achaques de su padre que no paró de quejarse por la escasez de trabajo, por la falta de dinero para pagar las deudas y por la severa disposición de don Eduardo, que ahora los obligaría a sacrificar la mayor parte de la ganancia del día en reparar un carro que ni era suyo ni ellos habían averiado. Después de la hora del almuerzo en la que ambos estuvieron enclaustrados en la cabina del camión para disimular que no tenían nada que comer, apareció el primer cliente del día. Era la primera vez que veían aquel sujeto espigado y elegante que por su indumentaria fina y bien cuidada llamaba la atención de todos.
- Buenos días... – dijo en tono apurado el forastero.
- A la orden, patrón - contestó don Pedro, interrumpiendo al visitante.
- Es que necesito llevar una mercancía hasta San Nicolás –un barrio relativamente retirado- y tengo un poco de afán. Ustedes me pueden ayudar?
Percibiendo que era un hombre adinerado, de buenas maneras y además urgido, don Pedro fingió cierto desinterés, algo común entre casi todos los comerciantes, por lo menos, entre los Colombianos:
- Pero... qué mercancía sería?
- Es tela - respondió
- En rollo?
- Sí señor.
- Como cuántos?
- No sé – contestó exasperado el extraño, apartando la mirada para buscar otras opciones.
Esta posibilidad de perder la que tal vez fuese la última oportunidad de conseguir dinero en el resto del día asustó a don Pedro, quien de inmediato aceptó. Treinta minutos más tarde padre e hijo se encontraban cargando el camión con rollos de tela de todos los géneros, algunos de los cuales contaban más de cincuenta kilogramos. Solían discutir a la hora del trabajo por cualquier asunto, por que según don Pedro él hacía todo y su hijo no servía para nada. Por su parte, Raúl protestaba por no tener quién le ayudara a levantar los pesados rollos que eran demasiado para él. En un ataque de furia y heroísmo, don Pedro decidió alzar por si solo dos enormes cilindros que le causaron un severo espasmo muscular que lo llevó a proferir varias maldiciones y a cesar en su labor.
Obligados a buscar un reemplazo, después de un buen rato, por no tener más opciones, contrataron a un mancebo de veinte años, macilento y debilucho, con ropas ajustadas que lo hacían sentirse corpulento y que hablaba más de la cuenta. Cuarenta minutos de viaje hasta San Nicolás lograron que Raúl se sintiera en estado agónico por el cansancio físico, el temerario estilo de conducción de su padre y el parloteo incesante del joven carguero sobre hazañas del pasado, que finalmente se vio interrumpido por un grito desesperado de don Pedro que lo obligó a callar. La bodega en la que debían descargar la costosa mercancía que llevaban era deslumbrante para ellos. Nunca habían visto una habitación destinada a ese propósito tan aseada y organizada. Mientras don Pedro aprovechaba el tiempo paseándose por la estancia y coqueteando descaradamente con una de las secretarias, los dos jóvenes empezaron a descargar los ya odiosos rollos de tela. Después de llevar unos cuantos hasta el lugar que le indicó una hermosa señorita con bata azul, Raúl sintió un estentóreo alarido que provenía de fuera.
Cuando llegó hasta el furgón, encontró a su compañero de labores quejándose de un terrible dolor en el hombro derecho por alzar inadecuadamente un rollo que era el cuarto o quinto en su cuenta personal. La mayoría de los presentes discernieron que se trataba de un caso típico de engaño y debilidad. Era imposible que se lesionara tan pronto, sobre todo si no había participado siquiera en una cuarta parte de la labor realizada una hora antes mientras cargaban y recién empezaba el descargue. Con los inoportunos perjuicios físicos acaecidos a sus compañeros, Raúl se vio en la obligación de realizar todo el trabajo por sí solo. Nunca antes había deseado tanto tener dinero como entonces, al ver ejecutivos que se paseaban por su lado con ropa de la mejor marca, sin derramar una gota de sudor y jacareando mientras ganaban en un día lo que el y su padre juntos ganaban en una semana. Se puede decir que sus sentimientos constituían una mezcla de rabia, tristeza, impotencia y algo de envidia.
Cuando terminaron, o más bien, cuando Raúl terminó la agobiante tarea, el hombre elegante que los había contratado arregló cuentas con don Pedro, que durante casi una hora estuvo discutiendo por el pago de sus servicios, o servicios de Raúl, que él consideraba injustamente escaso. Simultáneamente, el holgazán que fingió una incapacidad laboral estaba excusando su debilidad en múltiples enfermedades y preocupaciones, en un ayuno que en verdad no ocurrió y en el cansancio por haber trabajado fuertemente la víspera alzando pesadas mercancías tan reales como su ayuno. Además, relató anécdotas sobre su pasado ficticio de arduos trabajos y hechos heroicos con el fin de hacer olvidar a los presentes el bochornoso acto que había protagonizado hacía unos instantes.
Finalmente, llegaron de nuevo a su cuadra de estancia, y don Pedro, cansado de ver como su hijo levantaba cargas tan pesadas, entró a buscar una cerveza en la tienda de doña “Márgara”, donde él y su hijo fueron testigos de un acto de truhanería y desfachatez. El ya varias veces mencionado joven llegó cojeando, aunque la lesión fue en el hombro, y se sentó al lado de don Pedro y con aire irrespetuoso dijo:
- Y que, don Pedro... Que va a gastar?
- Pues tómese una, “mijo”- Contesto este, y pidió una cerveza a doña “Márgara” que estaba terriblemente vestida y dando indicios de embriaguez.
Raúl estaba visiblemente incómodo con la presencia de todo lo que lo rodeaba, excepto con la botella de cerveza fría que acariciaba en sus manos, la cual era, por lo menos en esa mesa, la única bien merecida. Después de tomar media docena de cervezas a expensas de don Pedro y hablar de temas sin sentido, el descarado joven solicitó el pago correspondiente a su trabajo:
- Bueno, don Pedro... es que se me está haciendo como tarde. Será que usted me cancela para poder irme?
- Qué quiere que le cancelen, hermano? – protestó Raúl, esbozando una sonrisa incrédula ante tal falta de vergüenza.
- Yo estoy hablando con su papá – contestó altanero el tipo y empezó a subir la voz y a explicar que ahora tendría que ir al médico, que había perdido toda la tarde, y se disculpó además con muchos otros argumentos que no fueron del todo comprensibles, ya que a medida que hablaba, se permitía lloriquear y sollozar llamando la atención de todos los presentes, que empezaban a murmurar a pesar de no saber lo que sucedía. Don Pedro, increíblemente decidió pagarle para que no continuara discutiendo. En realidad no era algo tan increíble, pues en más de una ocasión este perito de los negocios había sido desfalcado y no se atrevía a reaccionar.
De modo que el individuo más débil y cínico que había conocido, desaparecía ante los ojos de Raúl, que indignado, veía como aquel se iba a su casa con el pago de una tarde de trabajo en la que no trabajó y con la panza a reventar por la cerveza que había tomado a nombre de don Pedro. A propósito, el siniestro personaje se llamaba Miguel, un hecho intrascendente en estos momentos, pues gracias a Dios, no se volverá a mencionar en la historia, por lo menos en esta. Entrada la noche, Raúl empezaba a preocuparse por el derroche de dinero que hacía su padre, ya bastante subido de copas, y por la amenaza de don Eduardo que en cualquier momento aparecería. El problema era claro. El carro no estaba reparado como lo exigía la perentoria orden del mezquino hombre. Además, no habían reunido el suficiente dinero para demostrarle que tenían con que pagar, y la mitad del poco que reunieron estaba en sus vientres, en los bolsillos de doña “Máragara” y en los de un sujeto que prometimos no volver a mencionar. En la vida hay personas de las que no es fácil deshacerse, sobre todo, si nos repugnan. Con las condiciones claras en su mente, Raúl comprendió que su futuro laboral inmediato dependía de la compasión que pudiera tener el ser más cruel y abominable que hasta entonces conocía. Empezó a discurrir en cuanto a lo que podría pasar; pensó en diversas explicaciones, en disculpas factibles y hasta en humillarse si era necesario para poder conservar su destartalado medio de vida.
El momento que tanto había deseado que no llegara, llegó. Don Eduardo, acompañado por sus tristes esbirros, entró en la cafetería que a esa hora parecía mas una taberna. Con arrogancia, saludó despectivamente a los hipócritas que lo saludaban con amabilidad esperando que les invitara unas copas. Tal esperanza no tenía fundamentos, pues en todos sus días, don Eduardo solo gastó dinero en invitar a alguien la noche en que propuso matrimonio a la que sería su sufrida esposa. Es mejor no mencionar los detalles de esa cita, pues fueron tan sucios y denigrantes, que se creería que son solo invenciones.
Acercándose lentamente a don Pedro, dijo:
- Entonces, don Pedrito, qué paso con lo mío? Me arregló el carrito? Yo lo veo un poquito descuidado y además... mire el espejito como lo dañaron.
Don Pedro, molesto con tantos diminutivos que solo buscaban ofenderlo y excitado por el alcohol, quiso ignorar a su jefe y continuó escuchando a don Isaac, que en ese momento le contaba los pormenores de la vida del emperador Nerón.
- Don Isaac, - dijo don Eduardo - por qué no me deja hablar con este tipo y mañana viene y le sigue hablando pendejadas, sí?
- Ahora no me moleste, don Eduardo, – dijo ofendido don Pedro, mientras atajaba por el brazo a su recién agraviado maestro que ya obedecía la orden – si quiere, mañana arreglamos.
- Yo le dije al mocoso este – refiriéndose a Raúl – que hasta hoy tenían plazo. Así que deme las llaves por las buenas.
El repertorio de estrategias de Raúl desapareció de su memoria y solo atinó a ponerse de pié y decir:
- Tranquilo, don Eduardo, no se ponga así que no es para tanto.
- Usted no se meta, mocoso, que esto es con su papá – dijo el viejo.
Era ya la segunda ocasión en que alguien lo excluía de las conversaciones, recordándole que el no era más que el hijo del implicado y también era la segunda ocasión en que el mismo sujeto lo llamaba despectivamente “mocoso”. Por si fuera poco, uno de los rufianes que acompañaba al viejo lo tomó del brazo y lo llevó afuera, donde le advirtió en términos que no se pueden redactar, por su tono indecoroso, que si volvía a interrumpir se atendría a las consecuencias. Incapaz de defenderse a sí mismo, Raúl comprendió que no estaba en condiciones de defender a su desdichado padre, que se enfrentaría solo a tres matones de la peor calaña y a un viejo que lo acababa de llamar “mocoso”. La única idea que paso por su mente para evitar el desastre fue avisar a la policía de lo ocurrido. Corrió diez cuadras hasta la estación más cercana donde, para colmo de males, se demoraron en atenderle.
Quince minutos después guió a los policías hasta la tienda donde había un gran alboroto y una muchedumbre se aglomeraba para poder ver lo que ocurría. Los policías se abrieron paso e impusieron el orden, ante lo cual Raúl pudo acercarse y ver mejor como su padre golpeaba sin compasión a uno de los sujetos, mientras otro se revolcaba en el suelo gritando y tomándose con ambas manos la cabeza que sangraba copiosamente. Don Eduardo y el hombre que le había ultrajado momentos antes desaparecieron. Resultaba que don Pedro, a pesar de ser un sujeto enjuto y de apariencia lastimera, sabía defenderse en este tipo de situaciones y, más aun, si estaba fortalecido por el producto de la cebada.
Los agentes detuvieron bruscamente al enfurecido hombre que parecía una fiera devorando a su víctima y se lo llevaron a la estación como el gran responsable de todo. En el camino, cuando don Pedro supo que quién había llamado a la policía, y además, la había llevado hasta el lugar de los hechos era su hijo, se abalanzó sobre este dirigiéndole irrepetibles insultos y hasta citó a don Eduardo llamándolo una vez más “mocoso”, mientras los policías lo sujetaban fuertemente para que no le hiciera daño. Una vez en la estación, don Pedro se apaciguó y escuchó las explicaciones de su hijo que no terminaban de convencerlo. Este, por su parte, sentía que nada de lo que hacía estaba bien. Cuando acudió en ayuda de su padre, se le excluyó con desprecio del campo de batalla y al usar el único recurso que tenía a su alcance, solo consiguió defender al ejército enemigo y meter en problemas al suyo.
Minutos después, apreció don Eduardo acompañado por el cobarde que amenazaba a un joven en pleno desarrollo y no era capaz de enfrentarse a un borracho colérico y desarmado. El agente encargado hizo las preguntas correspondientes y don Eduardo explicó como don Pedro los había atacado a traición mientras estaban sentados tomando unas copas. Además sacó a relucir el asunto de la deuda de la forma más conveniente para él. Habló de cuentas atrasadas, de intereses por mora, de contratos, cláusulas y otros temas que los egresados de la escuela de la vida no dominaban muy bien y por lo tanto no estaban en capacidad de aclarar. El oficial dejó ir a don Eduardo y su acompañante con las llaves del candente furgón, el poco dinero que había en los bolsillos de don Pedro y un documento firmado por este en el que se comprometía a pagar las falsas cuentas atrasadas y las reparaciones del camión. Raúl y su padre se quedarían por lo menos dos noches detenidos a menos que alguien pagara una fianza. Sentados en el suelo de un frío calabozo, que compartían con dos malolientes sujetos que lucían realmente peligrosos, padre e hijo reflexionaban por aparte en lo ocurrido y pensaban en sus opciones para salir de ahí. No tenían que pensar mucho, pues sus opciones eran pocas: una mujer en cama que al saber lo ocurrido pagaría para que aumentaran el castigo y así dar una lección a su esposo irresponsable y a su hijo incapaz; un anciano que para ellos era el más sabio que conocían, pero también el más pobre después de ellos, ya que don Isaac sabía hasta aguantar hambre; y finalmente una sarta de ineptos con dinero para saciar la sed de trago de un amigo pero sin un centavo para sacarlo de la cárcel.
Pasada la media noche, Raúl notó que su padre estaba incómodo con la compañía y que no perdía de vista a los sujetos que susurraban en un rincón de la celda, mientras los observaban a ellos y al guardia de turno como si tramaran algo. Don Pedro pidió con autoridad al guardia que le dejaran hablar con el oficial encargado y después de unos minutos este le mandó llamar. Momentos después regresó a la celda y se despidió de su hijo que quedaba en libertad por algún arreglo extraoficial y le indicó que buscara el dinero para sacarlo de allí. En una demostración de grandeza y abnegación, se había sacrificado por su hijo y, a cambio de la libertad inmediata de este, aceptó privarse de la suya mientras no se pagara el valor de la fianza que ahora sería más cuantioso y terminaría en un destino distinto al original.
El joven deprimido y adolorido caminó una larga distancia hasta su pequeña y humilde casa, a la que llego sin hacer el menor ruido para no despertar a la familia y no tener que dar explicaciones. Al entrar, notó que todo estaba oscuro y en silencio. Un reloj de pared marcaba los segundos que para él eran eternos y la escasa luz de la luna que se colaba por la ventana le permitió ver que eran las tres de la mañana. Entró sigilosamente a su alcoba y se desvistió con lentitud. Cuando se metió en la cama, instantáneamente dejó de sentir el cansancio, dejó de oír la ruidosa urbe nocturna y solo podía pensar en su padre; en lo que había hecho por él, en cómo lo odió en la mañana y lo respetó en la noche, y sobre todo, en cómo conseguiría el dinero para liberarlo y demostrarle que era todo un hombre. Desde su ventana, podía ver una montaña sola y oscura en la cual reinaba una paz semejante a la que el deseaba. Soñó vivir en un lugar como ese, donde nadie lo perturbara y donde pudiese respirar tranquilidad. Sus devaneos se prolongaron casi hasta el amanecer, cuando el crepúsculo, quizás sabiendo lo que le esperaba, acabó con la noche más horrible de su vida hasta entonces y le regaló unos instantes de paz.
2
Unos diminutos pies descalzos caminaban por la sucia y desordenada estancia buscando no ser identificados. A paso lento y trémulo se acercaban al lecho de Raúl que dormía profundamente y parecía imposible de perturbar. Toda la gracia y el candor de una blanca mano infantil se poso sobre su mejilla y una voz casi imperceptible lo llamó:
- ¡Tío! – al no recibir respuesta, insistió con más fuerza. Finalmente, unas palmaditas en el rostro e insistentes sacudidas y llamados despertaron a Raúl, que al ver aquél ángel interrumpiendo su sueño, sonrió y lo atrajo a sí colmándole de besos.
Por la voz “tío” no es difícil deducir quién era el ángel: su sobrina, Alejandra, que contaba tan solo cinco años de edad. Era en realidad la única que se mostraba afectuosa y cariñosa con Raúl y se había convertido tal vez en el ser más especial para él. Tenía las facciones hermosas, heredadas de su familia paterna seguramente. Sus expresivos ojos, opuestos a los de su abuelo materno, eran de un color negro definido, estaban llenos de vida y ternura, y los bucles de su cabello dorado daban un marco perfecto al rostro lleno de inocencia. Los rasgos de su personalidad la hacían aún más agradable, ya que solía ser muy respetuosa y demostraba abiertamente sus sentimientos a quienes amaba, especialmente a su familia.
El juego inocente entre tío y sobrina se vio súbitamente interrumpido por los estrepitosos gritos de doña Fabiola, la madre de Raúl, que todas las mañanas repetía aquella escena, sobre todo, cuando su esposo no dormía en casa. Doña Fabiola era una gruesa mujer; quizá un poco desmejorada física y emocionalmente por su enfermedad. Aunque estaba siempre dispuesta a hacer notar su férreo carácter, a la postre cedía y complacía a todo el mundo. Parecía ser que el pago por sus favores, su indulgencia y su colaboración, fuera soportar sus agobiantes reclamos e interminables discursos en los que todos eran seres desconsiderados y desagradecidos que no merecían tener una madre y esposa tan inocua como ella. Definitivamente, buscaba alguien con quién desquitarse. La vida la había castigado injustamente al entregarla como esposa a un hombre que le había traído grandes problemas, entre ellos, uno representado en forma humana por una criatura producto de un romance adulterino, la cual había aceptado criar y que había acabado con la paz del hogar y, ya crecida, había hecho que una niña que no era su nieta la llamara abuela. Además, un avanzado cáncer de colon, que según los médicos era incurable, le causaba terribles dolores, no tan fuertes, por supuesto, como el que hacía cuatro años le infligió la muerte de su primogénito asesinado por unos asaltantes que procuraban robarlo cerca de su casa.
Doña Fabiola, como era su costumbre, ordenó a Alejandra arreglarse para ir a la escuela aunque fuera un día sábado; desheredó a los muchachos y exilió a su cónyuge, después de lo cual profirió varias maldiciones contra el universo y se dirigió a su cama para estar postrada el resto del día. Por primera vez, Raúl agradeció a su madre que no le dejara hablar, pues así no debió confesar todo lo ocurrido y podría escapar de la situación por el momento. Tomó una breve ducha y se vistió de cualquier modo. Cuando se disponía a salir, sin tomar siquiera un poco de café, se topó en la sala de la casa con su dulce sobrina que dibujaba entretenida junto a su alma antípoda, que se hallaba acostada en un amplio y descuidado sofá y, al verlo, inquirió sin siquiera saludarlo sobre la ausencia de don Pedro, ya que no había dinero para la comida y el dueño de la casa juró desalojarlos si no le cancelaban por lo menos uno de los seis meses de renta que le adeudaban.
La antípoda era su media hermana Patricia; una vulgar y voluptuosa joven de diecinueve años con el cabello mal tinturado y una apariencia extravagante. Era la madre de Alejandra, a quien erradamente llamaba Alexandra, error que tal vez no sería tan notorio si al pronunciar la letra x no interpusiera su lengua entre los dientes, haciendo absolutamente irritante su dicción. Era tan solo catorce años mayor que su hija, y sin embargo, esta dominaba una mejor caligrafía y leía con mayor precisión. Además, parecía empeñada en conseguir un hermano para la pequeña Alejandra, pues todas las noches salía con hombres que apenas conocía y que solo buscaban desfogar sus apetitos e impulsos sexuales con ella. En ocasiones, lucía como una mujer engañada o utilizada por ingenuidad y torpeza; en otras, como una desvergonzada que no respetaba su hogar ni daba ejemplo a su hija, que algunas veces, no entendía por que su madre parecía su hermana y su abuela se comportaba como una madre.
Raúl le contestó de cualquier modo a Patricia, ignorando sus reclamos y quejas que harían pensar a cualquiera que también era hija de doña Fabiola, y salió de casa dejando tras de sí una madre enferma y disgustada y a dos seres que personificaban, uno, la pureza, y otro, el vicio. No acababa de cerrar la puerta y ya se había percatado de que don Julio, el dueño de la casa, venía a cobrar las cuentas atrasadas. Simulando no haber notado su presencia y haciendo gestos exagerados para mostrar que llevaba mucho afán, Raúl caminó apresuradamente como lo habría hecho su padre. Sin embargo, no pudo continuar con su pantomima, pues don Julio lo llamó a voz en cuello, dejándole ver que no tenía ningún problema en convertir el arreglo de las cuentas pendientes en un espectáculo público.
Descubierto y reintegrado a la embarazosa situación, Raúl trató de explicar a don Julio lo difícil que había sido conseguir el sustento últimamente e incluyó en su defensa algunos detalles ligeramente alterados de los hechos de la víspera; como por ejemplo, el pago obligatorio, que en realidad no se hizo, de las supuestas reparaciones del carro y los abusos de su inescrupuloso jefe. Ante tantos ruegos y excusas don Julio accedió bondadosa y generosamente a darles un miserable plazo de un día. Añadió que era el último y que al día siguiente los desalojaba definitivamente. Don Julio era un hombre de unos sesenta años, con características físicas no muy trascendentes, exceptuando su mandíbula inferior prominente que le impedía cerrar la boca, y que por alguna razón, dejaba ver sus sesgados dientes en total desorden. Su personalidad era mucho más llamativa y singular.
Aunque había sido por más de veinte años un conductor de medios de transporte masivo, había comprado coincidencialmente un billete de lotería que, para fortuna suya e infortunio de todos sus vecinos, salió premiado. En diez años logró adquirir un treinta por ciento de todos los inmuebles del barrio y se dedicaba a cobrar rentas atrasadas y a desalojar inquilinos morosos en lugar de disfrutar de su dinero. En toda su vida había leído un solo libro y sin prólogo. Nunca se actualizaba con los informativos televisivos, radiales o impresos, y había dejado la educación formal a las dos semanas de haber ingresado en la escuela de su pueblo natal, pues la maestra consideró un caso perdido a un niño de ocho años que no sabía leer ni escribir, y que además dirigía a sus compañeros en revueltas y motines, promoviendo así una peligrosa anarquía. A pesar de las antedichas limitaciones intelectuales, don Julio se consideraba a sí mismo un sabio filósofo comparable a Platón o a Sócrates y se atrevía a discutir con políticos, médicos y catedráticos sobre cualquier tema, incluso sobre aquellos que nunca había escuchado mencionar. Su afán por contradecir y opinar respecto a temas ignotos para él, lo llevaba a cometer algunas ligeras inexactitudes como llamar a New York la capital de Estados Unidos o asegurar que Alejandro Magno era un cristiano católico apostólico y romano.
Ahora Raúl partía a cumplir con la tarea de rescatar a su recluso padre, dejando atrás la madre disgustada, la pureza, el vicio y un viejo ignorante y presumido, que seguramente cumpliría su palabra de desalojarlos como ya lo había hecho con varios de los vecinos. La misión era sumamente complicada. Primero, conseguir el dinero suficiente para pagar la fianza que dejara libre a su padre; segundo, conseguir más dinero para pagarle a don Eduardo y a don Julio respectivamente, y tercero, conseguir todo ese dinero en un día. Con tanto trabajo por hacer y tan poco tiempo para lograrlo, Raúl acudió a don Isaac, la única persona que a su forma de ver le podría dar un consejo sensato, y que por influencia paterna también se había convertido en su oráculo.
Cuando llegó a la cuadra donde habían pasado tantas cosas la noche anterior, Raúl se estremeció al recordar como se habían llevado a su padre por la fuerza y sintió temor de encontrarse con alguno de los sujetos que acompañaban a don Eduardo y que podrían tomar represalias. Los sábados solían ser muy solos en la zona y esto dificultaba la tarea de Raúl, pues no había mucho trabajo y el dinero que el tanto necesitaba se convertía en licor.
Cuando encontró a don Isaac, este se hallaba totalmente ebrio en el depósito de un hombre, que a pesar de ser muy joven, había acumulado un gran capital y se había ganado el respeto y la confianza de muchos. Ese era otro de los que despertaba envidia en Raúl por su prosperidad y su escasez, no de dinero, sino de problemas. Don Isaac no se encontraba en condiciones de dar consejos a Raúl, pues la sobriedad y la sensatez lo habían abandonado por completo y en aquel momento solo podía hablar de tendencias políticas y economía en el continente europeo. Su interlocutor se reía por los disparates del viejo, que a veces en medio de sus discursos insultaba a algún transeúnte o daba rienda suelta a su melancolía y cedía al llanto. No había manera de encontrar buenos consejos en un ser que se encontraba en semejante estado.
Los intentos de Raúl por abordarle se vieron frustrados, pues ni siquiera se percató de que él estuviera allí. Al salir, pensó en lo angustiosa que era su situación, ya que el día estaba avanzado y todas sus esperanzas estaban puestas en un octogenario, que sin lugar a dudas, estaba más próximo a pedir ayuda que a brindarla.
Cuando entró a la tienda de doña “Márgara”, esta inusitadamente le ofreció un café mirándolo con lástima. Después, con disimulo le comentó que su padre había llamado dos o tres veces preguntando por él y que finalmente le explicó lo que sucedía. Raúl le preguntó si sabía de alguien que le pudiera ayudar y ella le dio varios nombres que no sonaron muy bien, pues eran los de algunos comerciantes con los que su padre había discutido ya en varias ocasiones y que no lo recordaban con agrado, pues solía ser exagerado en sus amenazas. Los pocos conocidos que remotamente le podrían ayudar estaban como el se lo figuraba, es decir, borrachos o a punto de morir por el dolor de cabeza y el malestar que dejaron los tragos de la víspera.
Al medio día, doña “Márgara” lo llamó de lejos con urgencia, pues su padre lo necesitaba en el teléfono. La conversación aumentó las preocupaciones de Raúl, que escuchó con tristeza a su padre quejarse de hambre, sueño y de algunos dolores y magulladuras que le quedaron como recuerdo de lo ocurrido. En la tarde, totalmente hambriento y desesperado, se sentó en un andén a rezar lo poco que recordaba de lo que su madre alguna vez le enseñó. Mientras trataba de traer a su mente las oraciones que en su niñez había aprendido, rememoró otros tiempos mucho más felices. Recordó una madre sana y vigorosa que reía todo el día y pasaba mucho tiempo con él y con su hermano. Ah!! Su hermano; su hermano y amigo Juan, que hoy no lo acompañaba y que seguramente en estos momentos lo habría ayudado. Recordó sus juegos infantiles y algunas travesuras que les unieron poderosamente, pues no solo disfrutaban juntos el goce inocente de una picardía infantil, sino que además se acompañaban solidariamente en los castigos. Cuando dejó de pensar, se dio cuenta de que había estado delirando por varios minutos y sus ojos húmedos le demostraron cuan fuerte habían penetrado los recuerdos.
Vagó por las calles de todo el barrio esperando algún milagro, pues estaba seguro de que no conseguiría el dinero en tan poco tiempo, y más aún, en sábado. Al caer la noche, sintió fuertes dolores en su estómago y recordó que ya habían transcurrido varias horas desde la última vez que había comido, y forzosamente recordó a su padre que seguramente tampoco había tomado un solo bocado. Impotente y nuevamente desesperado, olvidó su dignidad y acudió a casa de don Eduardo a rogarle retirar los cargos y así sacar a su padre del encierro. Cuando tocó la oxidada puerta de la casa vieja y descuidada pensó en devolverse; sin embargo, la imagen de su padre despidiéndose de él mientras le rogaba que le ayudara a salir libre le impidió moverse.
La puerta se abrió con varios tropiezos y el rostro triste y demacrado de una mujer muy entrada en años se asomó y preguntó:
- A quién necesita?-
- A don Eduardo – contestó Raúl, que al igual que su interlocutora no se molestó en saludar
- Espere un momentico – dijo la anciana y cerró nuevamente la puerta.
Después de un rato se oyeron los gritos del viejo que despotricaba contra su esposa y nuevamente la puerta se abrió con dificultad. Don Eduardo tenía una toalla deshilachada sobre sus hombros, el cabello empapado y unas tijeras en la mano, lo que trajo a la memoria de Raúl un atinado comentario de su padre, según el cual, el viejo era tan avaro que no gastaba dinero en ir a una peluquería y prefería encargarse por si mismo de su cuidado capilar, aunque se viera claramente que este era deficiente.
- Ah! Es usted. Que pasó ... ya pagaron la fianza? – dijo mientras miraba a Raúl de arriba a abajo.
- No señor. – dijo este en tono suplicante - Por eso es que vengo; por que mi papá esta allá encerrado y no tenemos plata para sacarlo. ¡Por favor ayúdenos! Yo le prometo que le vamos a pagar todo.
- Y que quiere que haga? Voy y le pago la fianza? Eso le pasa por no pagar y además por altanero. – respondió don Eduardo mientras sacudía las manos.
- ¡Por favor! Denos una oportunidad- imploró Raúl –. No tiene que pagar nada; solo es que retire los cargos para que lo dejen salir.
- Pues yo no sé – dijo el viejo y después de pensar un momento, añadió- siga, a ver si me decido.
Pasaron varios minutos en que Raúl esperaba en una silla de mimbre en la sala húmeda de don Eduardo, cuando apareció la viejecita que le había atendido en la puerta. Llevaba una taza con café y dos panes pequeños, y parecía caminar a hurtadillas. Le entregó los panes y la taza mientras le sonreía con complicidad y miraba atentamente hacia el baño donde estaba su esposo. Raúl tomó rápidamente el café comprendiendo que aquel refrigerio se le ofrecía sin autorización, y cuando entregaba de nuevo el vaso a la anciana, notó que don Eduardo entraba en la sala.
Los tres quedaron en silencio mientras intercambiaban miradas que hacían el momento aún más incómodo. Después de unos segundos, el viejo rompió el silencio y con desprecio ordenó a su mujer que fuera de nuevo a la cocina. Mirando los panes que Raúl tenía en la mano le dijo:
- Yo creo que es mejor que se vaya; por hoy no creo que vaya a ayudar a su papá a salir de la cárcel. Además bien merecido se lo tiene.
- Por favor - suplicó nuevamente Raúl, pues ya no le molestaba – mire... usted no sabe en que situación estamos. Ayúdenos si? ¡Dígame que quiere que haga!
- Lo que quiero es que se largue por que yo tengo mucho que hacer – replicó, mientras miraba los panes con ansiedad. Después, prácticamente empujó a Raúl hasta la salida, y una vez afuera, cerró con doble llave la puerta de la casa, pues se dirigía a su negocio que quedaba a dos o tres casas de la suya en la misma calle. Su negocio era una “casa comercial” o casa de empeño, donde solían perderse los objetos dados como prenda de garantía al poco tiempo de ser llevadas y donde además se realizaban otro tipo de transacciones, siempre favorables al viejo.
Raúl permaneció en el establecimiento cerca de una hora insistiendo y rogando a don Eduardo, quien decía que no podía ayudarle mientras contaba los enormes atados de billetes y pesaba una y otra vez las joyas que algunos incautos habían empeñado. Detrás de un vidrio de seguridad, el viejo simulaba ignorar frustradamente a Raúl, pues los panes que seguían en sus manos atraían constantemente su atención. Finalmente, la avaricia del hombre no aguanto más y tuvo que reconocer que en ese sector no conseguiría un cliente más siendo las ocho y treinta de la noche de un sábado. Cerró con llave los cajones donde guardaba el dinero, apago las luces y cerró finalmente las puertas del negocio mientras Raúl le miraba con desesperación y con ojos llenos de resignación, comprendiendo que esa era la única y última opción que le quedaba.
- Ya le dije que no voy a ir a esta hora de la noche a hacer que suelten al desgraciado de su papá.- dijo imperiosamente don Eduardo - Así que váyase ya y no me moleste más.
- Pero don Eduardo... por qué es así con nosotros?- preguntó conciliadoramente Raúl
- Por que se me da la gana.- contestó con sonrisa irónica y se fue dando la espalda al frustrado joven, sabiendo que este era incapaz de hacerle daño, algo que no habría sucedido con su padre.
Ante tal respuesta, Raúl solo pudo bajar la cabeza y caminar lentamente hasta la estación donde se encontraría con su padre cara a cara y le diría que no había podido hacer nada por devolverle su libertad. Pensó en todo lo que su padre haría y ya se estaba preparando para un monumental discurso en el que le culparía de todas las desgracias de la familia y en el que no podría defenderse pues, tal vez en esta ocasión, su padre tendría razón, ya que gracias a su diligente llamado la policía lo había detenido. Cuando llegó a la estación, dos arrogantes agentes que conversaban animadamente le dijeron que no era hora de visitas y que viniera el día siguiente.
Raúl continuó con su reciente tendencia a suplicar y rogó que le dejaran ver a su padre aunque fuese unos minutos. Finalmente, se compadecieron de él y le permitieron ver a don Pedro, que estaba irreconocible. Su rostro era una mezcla de nostalgia y preocupación, y dejaba ver lo poco que había comido y dormido durante su estancia en aquel lugar. Saludó a su hijo y no se molestó en preguntar que había pasado con el dinero que debía conseguir. Un silencio estremecedor se apodero de ambos y solo el ruido de una bolsa plástica en la que Raúl llevaba los panecitos rompió el prolongado letargo.
Don Pedro no sabía que su hijo tampoco había comido en las últimas veinticuatro horas y por eso tomo los panes y los engulló con vehemencia sin compartirlos con él, algo que no molesto a Raúl, que estaba más preocupado por excusarse con su padre. Después que este hubo acabado su precaria cena, miró desconsoladamente hacia su hijo que en ese momento se llenó de valor y empezó a relatar sus esfuerzos por ayudarle. Cuando su historia llegó a la porción de los ruegos que hizo a don Eduardo en la casa y en el negocio de este, don Pedro movió la cabeza de lado a lado con un gesto que indicaba decepción de saber que su hijo se había humillado ante su peor enemigo. Finalmente Raúl preguntó a su padre buscando un consuelo:
- Papá ... usted está disgustado conmigo por no conseguir esa plata?
- No mijo, tranquilo que no es culpa suya.- dijo don Pedro- Yo tampoco estaba muy ilusionado en que la consiguiera, usted no conoce a nadie ni sabe como hacer estas cosas ... no se preocupe que la culpa no es suya.
Esta respuesta que buscaba tranquilizar a Raúl lo sumió aún más en su estado depresivo, pues su padre no cifraba su confianza en él. En una palabra lo consideraba un absoluto incapaz. Aún así, no se disgusto y por el contrario se sintió más atraído hacia un padre que estaba lleno de defectos, pero que a la misma vez le cuidaba y se esforzaba por hacerle sentir bien. Cuando salió de la estación, llevaba consigo la tristeza de ver a su padre maltratado, famélico y resignado a soportar su suerte. También llevaba la resolución de ayudarle y así ganarse su respeto y confianza a como diera lugar.
A pocas cuadras de su casa, Raúl alcanzó a ver a don Julio en una tienda atiborrada de gente en la que, junto a dos vecinos, discutía por algún tema en el que él seguramente estaba errado pero aseguraba tener la razón. Cuando este lo vio pasar por el frente de la tienda lo llamó ruidosamente. La conversación que habían sostenido en la mañana se repitió casi al pie de la letra, con la diferencia de que en esta ocasión don Julio aclaró que no habría más plazos y que solo por ser domingo el día siguiente no los botaría a la calle, de modo que tenían tiempo para desalojar. La muchedumbre aglomerada en el establecimiento se enteró así de cómo Raúl y su familia se quedarían sin hogar, de cuántos meses de renta debían y de cómo se le había agotado la paciencia a don Julio que ya les había dado muchos plazos; por supuesto, todos de un día solamente. Algunos ojos se posaron sobre el joven con mofa; otros con lástima. Con disimulo, salió lentamente hacía su hogar, al cual no deseaba realmente llegar en esas condiciones y con esas noticias.
No sabía por cuánto tiempo podría continuar engañando a su madre respecto al real estado de don Pedro. Ya muy cerca de su casa, cuando pensó que nada más le podría ocurrir, Raúl se topó con una desgracia más: su hermana Patricia nuevamente lo hostigó con sus preguntas y acusaciones. Cuando la encontró, estaba vulgarmente sentada en las piernas de Edwin, un joven espigado y tan extravagante como ella, al que hacía poco había sumado a su extensa lista de amantes, novios o amigos. Aunque tan solo llevaban dos semanas saliendo juntos, ya habían hecho el amor más veces que la cándida Eréndira y, por lo tanto, la abuela desalmada, es decir doña Fabiola, debía cuidar de la pequeña Alejandra.
- Y es que mi papá tampoco piensa venir hoy?- preguntó ella.
- Yo no sé, no me moleste – respondió Raúl.
- ¿Cómo que no lo moleste? Allá está su mamá sin plata para las medicinas y “Aledsandra” esta que se muere del hambre por que no ha comido nada
- No sea exagerada; ahí había comida esta mañana.
- “Edsagerada?” Pregúntele a Edwin y verá que no hemos comido nada en todo el día.-
Edwin asintió, como si a Raúl le importara su opinión, y después de acariciarse el mentón posó nuevamente su mano sobre el muslo descubierto de Patricia.
- Bueno, nosotros no tenemos la culpa. El trabajo esta muy difícil y mi papá no ha podido hacer nada.
- No lo disculpe, Raúl – dijo ella, que en este tipo de situaciones se comportaba como los protagonistas de las novelas que día y noche veía, los cuales para ella no eran personajes imaginarios, sino héroes de la vida real y por lo tanto buscaba imitarlos.
Después de suspirar profundamente y mover la cabeza para mostrarse desconcertada, se levantó y dijo con voz de víctima:
- Yo no sé usted que piensa hacer. Pero si las cosas siguen así, es mejor que nos vayamos y lo dejemos solo a ver si “readsiona”.
- Nosotros no tenemos a donde ir. Si usted quiere váyase, es problema suyo.
La discusión, que para ellos era un saludo, terminaría como siempre; patricia perdería el control, insultaría a todo el mundo y después iría hasta su casa y se desquitaría con su pobre hija. Raúl, por su parte, al entrar en su casa vio a su madre en estado realmente grave.
Su rostro estaba pálido y sus ojos no tenían ya ningún brillo. Ni siquiera tenía ánimo de reñir con su hijo, al cual miró con indiferencia e ignoro a pesar de los intentos de este por llamar su atención. Raúl no había conocido hasta entonces lo que era la desesperación. Ahora estaba frente a frente con ella y sentía que perdía la batalla prácticamente sin poder defenderse. Su padre, encerrado en un calabozo frío y peligroso; su madre, enferma y sin muchas esperanzas de recuperarse; su sobrina, sufriendo una mala vida a su corta edad y toda la familia próxima a perder su casa y a morir de inanición. Salió de su casa sin rumbo y caminó por varios minutos. La lluvia arreciaba en toda la ciudad que Raúl podía ver más ampliamente a medida que subía los empinados cerros de su barrio.
En sus ojos tristes y húmedos sentía gotas de lluvia y lágrimas que al recorrer sus mejillas le hacían sentir lástima de sí mismo y lo obligaban a llorar aún más, no solo de tristeza, sino también de rabia e impotencia.
Finalmente, llegó a lo más alto de aquella solitaria montaña que había visto desde su ventana; la montaña de la paz y la tranquilidad. Al verse completamente solo, se sentó en el suelo mojado y pudo llorar y desahogarse sin temor a ser visto. Nuevamente recordó a su hermano y los tiempos buenos de su niñez. Parecía que nunca recobraría la calma, pues sus lágrimas no se agotaban. Pensó que no existía en el mundo alguien más desdichado que él y que la única solución tal vez sería acabar con su vida y así no sufrir más. Ya en varias oportunidades, en su corta y sufrida vida, lo había pensado; de hecho, alguna vez lo intentó, aunque sin éxito.
De pronto, empezó a meditar en aquellos seres que para él eran símbolos del sufrimiento y la miseria con los cuales se identificaba en ese momento. A su mente llegaron las precarias clases de historia que recibió a su corta edad, en donde aprendió como muchos esclavos eran torturados por sus dueños en la época de la colonia. También recordó las vívidas imágenes televisivas de pobres campesinos desplazados por la guerra, que habían perdido sus humildes casas y en muchos casos lloraban por sus familias asesinadas.
Además, sus oídos parecían escuchar de nuevo con total claridad las leyendas que don Isaac les refería a él y a su padre en aquellas tertulias nocturnas. Por ejemplo, una de las historias que más disfrutaba don Pedro, era la de un esclavo romano llamado Espartaco, el cual huyó de la escuela militar donde recibía instrucción como gladiador y creó un ejercito de esclavos que lucharon por su libertad y se enfrentaron aguerridamente a las fuerzas romanas. Don Pedro siempre realzaba la valentía de esos esclavos que preferían arriesgar sus vidas luchando por su libertad, que seguir sufriendo el maltrato y la humillación que les imponía el poder.
Eran para el héroes que hicieron lo que el nunca pudo hacer y tal vez por eso los admiraba de ese modo; sin lugar a dudas le habría gustado poseer su coraje y dignidad. Raúl pensó en lo que habría representado en la historia el suicidio de Espartaco para no seguir sufriendo, y gracias a esto, olvidó la reciente idea que había florecido en su interior y que en más de una ocasión había considerado. También se preguntó preocupadamente si él tendría el valor de luchar como aquella leyenda, que según don Isaac, había inspirado a miles de esclavos a pelear por su libertad y que muchos años después seguía siendo halagado por su valor. Por otro lado, consideró que su situación no era tan trágica como la de aquel que para seguir con vida debe acabar con la de su enemigo; de hecho, el no era capaz de asesinar a otro ser humano. Bueno, tal vez lo haría, si su vida estuviera en peligro y la víctima fuese objeto de su más profundo odio; alguien que a sus ojos mereciera morir.
3
La mañana era más fría que de costumbre y la fuerte lluvia que azotó la noche, dejó notorios estragos en las calles sin pavimento que resultaban intransitables y que a esa hora no dejaban ver un alma, a excepción de unos cuantos pequeños que aún en domingo solían levantarse muy temprano para salir a jugar.
Raúl caminaba frenéticamente sin cruzar su mirada con nadie y evitando cualquier obstáculo que le hiciera perder el impulso que había tomado horas antes, mas exactamente, la noche anterior. Ya no pensaba en nada, no pensaba en nadie, no pensaba si algo estaba bien o mal; solo caminaba con prontitud y con plena seguridad de lo que iba a hacer, algo que no ocurría desde algún tiempo atrás. Para él, ya habían acabado los momentos de vacilación en los que no sabía que hacer y decir, o en los que tenía que recurrir a alguien por ayuda. Ya no le preocupaba la impresión que pudieran tener de él los demás, ni temía lo que pudieran hacer en contra suya, pues en ese momento la rabia, la desesperación y los deseos de acabar con una situación asfixiante le hacían casi invulnerable. Toda su impotencia, sus temores y su abnegación se habían quedado en lo mas alto de la montaña la noche anterior; ahora se dirigía vertiginosamente a poner fin a sus penas y, dicho sea de paso, a su sobriedad, su responsabilidad y su nobleza.
Un día domingo era casi imposible toparse con alguien en las calles desaseadas y solitarias del barrio en el que Raúl trabajaba y que tantos momentos desagradables le había proporcionado últimamente. Aunque su casa estaba bastante retirada de aquel lugar, siempre se desplazaba caminando, ya que no tenía dinero para el transporte y en cierta forma nunca deseaba llegar allí. Todos los establecimientos se encontraban cerrados y en las calles solo se veían mendigos escarbando en las basuras y una que otra viejecita, habitante de alguna casa ancestral y descuidada, que iba hacia la plaza de mercado a comprar víveres.
Además de unos cuántos burdeles contiguos, el único negocio en funcionamiento era el de don Eduardo. Para un sujeto tan avaro y codicioso, la más remota posibilidad de conseguir un poco de dinero le impedía dejar el trabajo un solo instante y le atormentaba quedarse en casa mientras podía estar llenando sus arcas. Solo dejaba su fétida cueva para cobrar dinero, para tomar algo de comida y para dormir; aunque en más de una ocasión iba a medianoche con el fin de verificar que todo estuviera bien o para hacer algún cálculo que hubiese quedado pendiente. Toda la mañana estuvo encerrado allí, mientras Raúl se encontraba a una cuadra de distancia procurando no ser visto y tomando fuerzas para realizar lo que se había propuesto.
Al medio día, don Eduardo salió y cerró cuidadosamente las puertas de su negocio y se dirigió lentamente hacía su casa, que como ya se mencionó, estaba muy cerca. Aunque no estaba acompañado, caminaba tranquilamente, puesto que sabía que nadie se atrevería a hacerle daño a tan pocos pasos de su casa a un hombre con tanto poder en ese sector. Ese poder se debía a las limosnas y ayudas que daba, no desinteresadamente, a muchos de los vecinos que por conveniencia le servían para seguir obteniendo sus favores, pero que deseaban intensamente que alguien se atreviera a causar su final. La noche anterior, Raúl había tenido la oportunidad perfecta para hacer lo que hubiese deseado con aquel viejo aborrecible; sin embargo, no estaba consciente de eso y ni siquiera contemplo la posibilidad de hacerle daño. Una noche de llanto y profundas meditaciones logró despertar en aquel joven el impulso de actuar de una forma completamente opuesta a su naturaleza.
Se había acercado sigilosamente al viejo mientras este cerraba su negocio y por tanto no podía verle. Una vez cerradas las puertas, don Eduardo giró y empezó a caminar sin notar la presencia de Raúl y sin sentir sus pasos. El corto trayecto hasta la casa hacía más difícil la tarea de Raúl, que ante la primera sombra de duda notó que su presa desaparecía, mientras él todavía aguantaba la respiración y se decidía a actuar. Esto le mostró cuan raudo y hábil debía ser a la hora de consumar su idea.
Raúl se acercó hasta la puerta y trató de escuchar lo que sucedía adentro; sin embargo, el corredor que conducía de la entrada hasta las habitaciones era muy extenso y por lo tanto no pudo escuchar nada. Finamente, logró percibir una voz que subía el tono apresuradamente y tras unos segundos, reconoció en ella a don Eduardo, que maldecía e insultaba a su esposa repetidamente. Los gritos se hicieron más fuertes y Raúl notó que las voces se acercaban con rapidez a la puerta, y por eso corrió hasta un lugar donde pudo esconderse mientras veía de lejos lo que sucedía. La puerta se abrió y la viejecita que le había llevado los panes y el café, es decir, la esposa de don Eduardo, salió atropelladamente de la casa mientras el viejo la empujaba. Raúl, a lo lejos, no comprendía lo que este decía a la pobre ancianita, pero si notaba que la ofendía y maltrataba. La mujer trató de decirle algo sumisamente al viejo, pero para sorpresa de Raúl, este le dio un fuerte golpe en el rostro y ella se desplomó. Después de gritarla e insultarla nuevamente, la tomó por el cabello y la obligó a levantarse, dándole algunas órdenes que Raúl no podía escuchar. La mujer, resignada, se tomó el rostro y caminó lentamente. Raúl la siguió y a unas cuadras de allí la abordó y saludó como si no hubiese visto nada. Notó que las lágrimas estaban a punto de caer por las mejillas marcadas con profundas arrugas y una de ellas con la huella del golpe recibido.
En la conversación Raúl supo que el ataque feroz del viejo se produjo por que al llegar a casa no había encontrado su almuerzo preparado. Aunque no había dejado un solo centavo y no había nada en la despensa, si es que se puede llamar despensa a un lugar abandonado y desprovisto, él esperaba encontrar suficiente alimento para satisfacer su voraz apetito. A medida que narraba ese y otros acontecimientos similares, las palabras de la mujer le hicieron saber a Raúl que nadie lloraría la pérdida de un ser tan despreciable y que ni siquiera su esposa, la única que lo había soportado tantos años, se molestaría en hacer justicia.
Al medio día, Raúl caminó por todo el barrio distraídamente mientras esperaba que el tiempo transcurriera. Aunque en los últimos días sus hábitos alimenticios habían sido absolutamente inadecuados, no tenía hambre ni sed. Tras dar varios paseos por el barrio, se sentó en un banco descuidado que servía de lecho a los vagos. Durante varios minutos estuvo divagando y, aunque sabía que no le dejarían ver a su padre, acudió a la estación a probar suerte.
Como era de esperarse, no le dejaron entrar y le advirtieron que no regresara sino quería quedarse haciendo compañía a don Pedro. Cuando dejó de insistir, se dio cuenta de que era bastante tarde y corrió apresuradamente hacía el negocio de don Eduardo, que para desgracia suya estaba abierto y con el viejo adentro tras el vidrio de seguridad que lo protegía completamente. Secó el sudor de su rostro y se alejó nuevamente, pero esta vez sin perder de vista las puertas del establecimiento y concentrado en cualquier movimiento que se presentara.
La tarde la utilizó para repasar su plan una y otra vez. La noche anterior había pensado cuidadosamente en lo que haría y ahora lo tenía muy claro. Estaba dispuesto a acabar con la vida de don Eduardo y a tomar su dinero, aunque nunca en su vida hubiera hecho algo semejante. Siempre fue muy pacífico y aguantó los maltratos de todo el mundo; sin embargo, su límite fue traspasado. Por momentos se preguntaba en qué momento había llegado al extremo de planear la muerte de alguien. Para tranquilizarse, pensaba en aquellas ocasiones en que el mismo don Eduardo lo había llevado a contemplar, aunque muy vagamente, tan absurda idea. Si alguna vez había sentido deseos de hacerle daño a algún ser humano, ese era él.
Cuando la tarde llegó a su fin, Raúl sintió que el momento estaba más cerca que nunca y tras secar sus sudorosas manos preparó el arma con que habría de realizar su crimen. En la mañana, había tomado ocultamente de su casa un cuchillo bien afilado y de hoja sumamente ancha. No tenía idea de cómo podría introducir semejante objeto en el vientre, el pecho o la espalda de alguien. Al sentir algunos ruidos en el interior del local, percibió que la hora había llegado, y tras rezar muy brevemente, se ocultó para esperar que su víctima saliera. Unos segundos después, don Eduardo, que no tenía la más remota idea de lo que le sucedería, salió y se dispuso a cerrar su negocio. C
uando estaba de espaldas a la calle, su victimario aprovecho el momento para abalanzarse sobre él y le dio un fuerte golpe en la cabeza, lanzándolo hacia el interior del local. Los gritos del viejo no se parecían en nada a los que horas antes había dirigido a su mujer; esta vez eran quejidos que solo transmitían pesar y molestia. Una vez adentro, Raúl cerró las puertas y tras golpear de nuevo al maltrecho anciano, tomó las llaves y entró en la sección protegida por el vidrio de seguridad. Registró los cajones y guardó todo el dinero y las joyas que en ellos había en un saco de cuero que encontró en el suelo. Durante esos momentos no pensó un solo instante en los delitos en que incurría; más bien, pensaba en no tardar demasiado para acabar de una vez por todas con esa pesadilla que había empezado varios días atrás.
Cuando se prestaba a salir del recinto, Raúl sabía que su tarea no había culminado, pues don Eduardo aún seguía con vida y podría delatarlo. Por si esta razón no fuese un motivo suficiente para Raúl de acabar con la vida del viejo, este quiso darle uno más al arrastrarse hasta él y tomarlo por su pierna derecha mientras musitaba desesperadamente. Desde su óptica, Raúl veía abajo, a sus pies, la espalda indefensa y expuesta de un hombre debilitado y prácticamente vencido. Era el momento perfecto para terminar con su plan, el cual, a la hora de ejecutarlo, le había resultado más difícil de lo que había pensado.
Aunque fuese un ser despreciable que les había causado muchos dolores de manera premeditada y malintencionada a él y a su padre, don Eduardo no dejaba de ser una persona y, para Raúl, matar a alguien era una locura, una infamia y, sobre todo, un pecado. Por consiguiente, buscando hallar la fuerza que le diera el impulso de actuar, Raúl llevó a su mente imágenes ásperas, como un padre afligido y maltratado, una pequeña hambrienta y sin hogar, una ancianita golpeada y humillada, el cuerpo inerte de un amado hermano cubierto de sangre y una madre enferma, abatida, y postrada en un lecho en el que también se posaba la desesperanza.
El fuego abrasador que se encendió en su pecho debido a estas imágenes, salió de él en medio de la fuerte exhalación que lanzó mientras asestaba el primer golpe con el cuchillo. Los gritos de don Eduardo fueron tan aterradores, que Raúl temió ser descubierto por los vecinos, de modo que con afán, y sin contemplaciones ni pudor, continuo con el suplicio de un viejo orgulloso, mezquino y tirano que sin importar lo que sucediera, nunca volvería a maltratar a nadie.
Cuando por fin se detuvo, respiró con dificultad unos minutos mientras observaba el cuerpo ensangrentado que yacía en el suelo, y de pronto, sintió que su sed de venganza y desahogo habían sido saciadas a la misma vez que el remordimiento por el mal cometido se apoderaba de él.
No se podría definir con precisión el motivo por el cual Raúl, una vez cumplió con su misión, se arrodilló y con manos temblorosas lloró, rezó, pidió perdón a un cuerpo ensangrentado y finalmente salió de aquel lugar rápidamente, dejando en el suelo la bolsa de cuero con el dinero y las joyas que tanto anhelaba y que lo habían llevado a cometer tal crimen. Podría pensarse que las últimas horas habían transcurrido para él en un estado de total inconsciencia, y solo la cruda escena del homicidio perpetrado, lo llevó de vuelta a la realidad y le indicó la magnitud de sus actos.
Notó cuan lejos lo habían llevado la codicia y la desesperación, convirtiéndolo en un ser desalmado que, a decir verdad, no coincidía con el joven noble y sosegado que siempre fue. Seguramente, en un arranque de pudor y contrición se escarmentó a sí mismo al privarse del botín que tanto le había costado conseguir y que además necesitaba y seguramente extrañaría. Sin lugar a dudas, en esos momentos su conciencia atribulada se sobreponía a las penurias económicas de su familia y a los deseos de venganza que abrigaba contra don Eduardo.
Mientras corría por las solitarias calles, Raúl sentía el sudor que recorría todo su cuerpo y las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas una vez más. Aunque el día, la hora y el lugar no se caracterizaban por alojar demasiadas personas, sentía que nunca antes en su vida había recibido tantas miradas de carácter inquisitivo. Los pocos vecinos que escucharon los gritos se asomaron por las ventanas y, como es de esperarse, avisaron a otros cuantos que sin saber lo que sucedía, salieron a las calles y vieron a Raúl huyendo con las manos teñidas de sangre y gimiendo dolorosamente. Estaba seguro de que lo habían reconocido y, además, recordó como en las horas de la tarde se había presentado sospechosamente en la estación de policía, quedando así al descubierto su culpabilidad. A esas alturas, no se preocupaba por demostrar una supuesta inocencia, más bien, deseaba salir lo más pronto posible de aquel lugar y tomar solo un poco de aire para sanar su cuerpo y su alma.
Así, ante los ojos de hombres y mujeres que lo habían visto crecer y desarrollarse, que lo conocían a él y a su padre con detalle y ante la mirada atónita de otros tantos que husmeaban por pura curiosidad, Raúl dejó para siempre las calles en las que rió, lloró, trabajó, se hizo hombre y, lamentable, asesino. Los curiosos lo vieron huir, y sin embargo, ninguno se atrevió a detenerlo, tal vez por miedo, lástima o complicidad. Cuando se encontró el cuerpo de don Eduardo tendido en el ensangrentado suelo de su negocio, rostros de estupefacción, asco y desahogo reflejaron claramente las sensaciones que despertaba aquel hombre en sus semejantes.
En medio de la muchedumbre, una ancianita demacrada se asomó, y al ver la terrible escena, se persignó mecánicamente mientras miraba con persistencia y cierta incredulidad el cadáver de alguien que la obligó a conocer la desgracia y la miseria. Seguidamente, sin hacer un solo gesto, se dirigió de nuevo a su hogar donde, tal vez demasiado tarde, conoció la libertad, terminando sus días completamente sola.
4
Aquella noche era para don Pedro la más fría de toda su vida y el calabozo al que no terminaba de habituarse se hacía más amplio a medida que los forzados huéspedes recobraban su libertad. Su experiencia en estos asuntos le indicaba que muy pronto él también lo haría, ya que había recibido el castigo por el escándalo público de la noche del viernes y aún sin pagar fianza podría salir aquella misma noche. Es cierto que había acordado privarse de su libertad y dar algún dinero a los agentes a cambio de eximir del castigo a su hijo; aún así, sabía que estas condiciones no eran legales y finalmente se iría a su casa sin problema alguno.
Sus presagios se cumplieron, aunque no como él pensaba. Tarde en la noche un agente abrió las puertas y le ordenó salir mientras lo miraba detenidamente como queriendo decirle algo. El oficial encargado le dirigió una mirada semejante y con tono adusto le dijo:
- Listo, hermano, puede irse. Ya no necesita quedarse aquí más tiempo.
- Gracias, señor. Yo en estos días paso por acá y arreglamos lo de la fianza – dijo don Pedro innecesariamente, ya que no debía pagar tal fianza.
Solía hacerlo, para quedar en buenos términos con aquellos a quienes no cancelaría nunca el dinero que adeudaba y para conservar un poco de dignidad.
- Tranquilo; por eso no se preocupe. Yo creo que usted tiene otros problemitas que arreglar. Es mejor que pase por el negocio del señor que lo metió en esto; además, localice a su hijo lo más pronto posible.
Los consejos del agente, aunados a su tono preocupado, impactaron a don Pedro y lo llenaron de una curiosidad muy diferente a la que es común, ya que en realidad, no quería ser satisfecha gracias a presentimientos negativos fundamentados en lo que había oído. Mientras se dirigía al lugar indicado, acompañado por un agente, se imaginaba lo que podía haber sucedido y no cesaba de preguntar por qué debía ver a don Eduardo y qué tenía que ver todo eso con su hijo.
Se enteró de que Raúl había buscado verlo infructuosamente en las horas de la tarde y eso llamó su atención. Al llegar al lugar de los hechos, sin haber entrado hasta el interior del negocio, sintió que los presentes lo acusaban con sus miradas y por tanto indagó sobre lo que había sucedido. Cuando entró, vio un cuerpo tendido en el suelo cubierto por una sabana empapada en sangre y al instante entendió por que había sido liberado de forma tan sencilla. Por primera vez en mucho tiempo, sus ojos se mantuvieron completamente abiertos sin parpadear compulsivamente y esto dio un matiz trágico a su rostro. Notó que el cuerpo correspondía al de don Eduardo y eso explicaba por qué ya no tenía sentido el que siguiera detenido en aquella estación. Sin embargo, no comprendía como podía estar inmiscuido en semejante crimen su hijo adolescente. Recordó las palabras del agente y de inmediato fue presa de un estremecimiento no muy frecuente en él, ya que parecía ser impasible ante ese tipo de situaciones. Cuando preguntó por su hijo, algún vecino valeroso le confesó que se le había visto huyendo con las manos cubiertas de sangre, de modo que sin decir una sola palabra ni mirar a nadie desapareció en busca de Raúl. No tardó mucho en llegar hasta el barrio donde desde hacía muchos años vivía y donde casi todo el mundo lo conocía. Algunos de los vecinos le informaron que habían visto a su hijo y su narración concordaba con la que él había escuchado anteriormente, en la cual su hijo manchado de sangre corría desesperadamente.
Al llegar a su casa encontró a su esposa acostada en la cama y llorando. Contrario a lo que él esperaba, no le hizo el más mínimo reclamo ni le ignoró como hubiese hecho en una ocasión anterior. Ambos se miraron con ojos plagados de tristeza sin decir una sola palabra; dijeron todo con sus ojos. Cuando salió de casa a continuar su frenética búsqueda, encontró en un parque solitario, sentada sobre una piedra a su nieta, es decir Alejandra, llorando de una forma en la que nunca lo había hecho. Con lástima, pero sin tacto, le preguntó:
- Qué le pasó? Por qué llora? Ha visto a Raúl?
- Sssi señor- contestó Alejandra trémulamente, intercalando en su respuesta suspiros ahogados y percibiendo que de las tres preguntas la única que debía responder era la última.
- Dónde está? – preguntó don Pedro.
Aunque no se percataba de ello hablaba en tono agresivo y agitado, asustando a su frágil e indefensa nieta. La niña, llena de inseguridad, señaló con su pequeño y tembloroso dedo índice hacia los cerros y trató de explicar lo que había visto; sin embargo, las lágrimas le interrumpieron y don Pedro tuvo que partir, dejando atrás una criatura desconsolada y alterada, que tardaría muchos años en olvidar lo que sucedió esa noche.
A medida que subía las empinadas calles, preguntaba a las pocas personas que alcanzaba a reconocer si sabían del paradero de Raúl. Todos le indicaban que lo habían visto subir afanadamente hacía el cerro oscuro y despoblado mientras repetían las dolorosas palabras que aludían a las manchas de sangre. Cuando por fin llegó a la montaña que le habían señalado, se dio cuenta de que muchos curiosos lo acompañaban y al vislumbrar la posibilidad de descubrir algo terrible, se detuvo y cerró sus ojos varios segundos.
Después de orar y tomar las fuerzas necesarias, don Pedro Olarte, aquel hombre pobre, abnegado y resignado con la vida, abrió sus ojos tristes, que por primera vez en su vida tuvieron un color definido: el lúgubre y trágico color de la muerte.
Entre los matorrales silvestres, una figura humana se develaba por la fría luz de la luna y a medida que los espectadores se aproximaban se hacía más reconocible. Por el preámbulo de la situación, todos sabían de quién se trataba y solo el fin de confirmarlo obligó a alguien a decir que era Raúl. Don Pedro se acercó lentamente, y en esta ocasión nadie lo siguió, tal vez por un vago sentido de respeto.
No era la primera vez que se acercaba al cadáver de un hijo suyo; años atrás se había enfrentado a la muerte de su primogénito, Juan. Aún así, en esta ocasión sentía que con la vida de su hijo y compañero Raúl, se iban todos sus deseos de vivir. No se creía capaz de soportar un golpe así nuevamente, sobre todo por que ahora lo embargaba el remordimiento y un enrome sentido de culpa.
De pie, al lado del cuerpo de Raúl, don Pedro trató de decir a este algo afectuoso por primera y última vez; sin embargo la cruel imagen que constituía el suicidio de su hijo le impidió expresar uno solo de sus pensamientos. Cayendo de rodillas, cedió a las lágrimas de forma tan desmedida, que muchos de los presentes se retiraron para no contagiarse de un sufrimiento tal. Finalmente, tomó a su hijo entre sus brazos y le gritó mil veces que lo amaba, aunque sabía que hubiese sido mejor susurrárselo tan solo una vez mientras estaba vivo.
Ojalá don Pedro hubiera demostrado a su hijo cuanto le amaba mientras le tuvo a su lado. Ojalá Raúl hubiera entendido que los más grandes héroes no solo deben saber pelear, sino también aguantar.
¡Ojalá que la vida hubiera enseñado a estos valientes, y a la vez cobardes guerreros, que es más fácil encontrar oro que paz!
¡Ojalá que los hombres no lucharan por luz en medio de las sombras y no emprendieran aquel viaje del que nunca pueden regresar!
FIN