Raúl permaneció en el establecimiento cerca de una hora insistiendo y rogando a don Eduardo, quien decía que no podía ayudarle mientras contaba los enormes atados de billetes y pesaba una y otra vez las joyas que algunos incautos habían empeñado. Detrás de un vidrio de seguridad, el viejo simulaba ignorar frustradamente a Raúl, pues los panes que seguían en sus manos atraían constantemente su atención. Finalmente, la avaricia del hombre no aguanto más y tuvo que reconocer que en ese sector no conseguiría un cliente más siendo las ocho y treinta de la noche de un sábado. Cerró con llave los cajones donde guardaba el dinero, apago las luces y cerró finalmente las puertas del negocio mientras Raúl le miraba con desesperación y con ojos llenos de resignación, comprendiendo que esa era la única y última opción que le quedaba.
- Ya le dije que no voy a ir a esta hora de la noche a hacer que suelten al desgraciado de su papá.- dijo imperiosamente don Eduardo - Así que váyase ya y no me moleste más.
- Pero don Eduardo... por qué es así con nosotros?- preguntó conciliadoramente Raúl
- Por que se me da la gana.- contestó con sonrisa irónica y se fue dando la espalda al frustrado joven, sabiendo que este era incapaz de hacerle daño, algo que no habría sucedido con su padre.
Ante tal respuesta, Raúl solo pudo bajar la cabeza y caminar lentamente hasta la estación donde se encontraría con su padre cara a cara y le diría que no había podido hacer nada por devolverle su libertad. Pensó en todo lo que su padre haría y ya se estaba preparando para un monumental discurso en el que le culparía de todas las desgracias de la familia y en el que no podría defenderse pues, tal vez en esta ocasión, su padre tendría razón, ya que gracias a su diligente llamado la policía lo había detenido. Cuando llegó a la estación, dos arrogantes agentes que conversaban animadamente le dijeron que no era hora de visitas y que viniera el día siguiente.
Raúl continuó con su reciente tendencia a suplicar y rogó que le dejaran ver a su padre aunque fuese unos minutos. Finalmente, se compadecieron de él y le permitieron ver a don Pedro, que estaba irreconocible. Su rostro era una mezcla de nostalgia y preocupación, y dejaba ver lo poco que había comido y dormido durante su estancia en aquel lugar. Saludó a su hijo y no se molestó en preguntar que había pasado con el dinero que debía conseguir. Un silencio estremecedor se apodero de ambos y solo el ruido de una bolsa plástica en la que Raúl llevaba los panecitos rompió el prolongado letargo.
Don Pedro no sabía que su hijo tampoco había comido en las últimas veinticuatro horas y por eso tomo los panes y los engulló con vehemencia sin compartirlos con él, algo que no molesto a Raúl, que estaba más preocupado por excusarse con su padre. Después que este hubo acabado su precaria cena, miró desconsoladamente hacia su hijo que en ese momento se llenó de valor y empezó a relatar sus esfuerzos por ayudarle. Cuando su historia llegó a la porción de los ruegos que hizo a don Eduardo en la casa y en el negocio de este, don Pedro movió la cabeza de lado a lado con un gesto que indicaba decepción de saber que su hijo se había humillado ante su peor enemigo. Finalmente Raúl preguntó a su padre buscando un consuelo:
- Papá ... usted está disgustado conmigo por no conseguir esa plata?
- No mijo, tranquilo que no es culpa suya.- dijo don Pedro- Yo tampoco estaba muy ilusionado en que la consiguiera, usted no conoce a nadie ni sabe como hacer estas cosas ... no se preocupe que la culpa no es suya.
Esta respuesta que buscaba tranquilizar a Raúl lo sumió aún más en su estado depresivo, pues su padre no cifraba su confianza en él. En una palabra lo consideraba un absoluto incapaz. Aún así, no se disgusto y por el contrario se sintió más atraído hacia un padre que estaba lleno de defectos, pero que a la misma vez le cuidaba y se esforzaba por hacerle sentir bien. Cuando salió de la estación, llevaba consigo la tristeza de ver a su padre maltratado, famélico y resignado a soportar su suerte. También llevaba la resolución de ayudarle y así ganarse su respeto y confianza a como diera lugar.
A pocas cuadras de su casa, Raúl alcanzó a ver a don Julio en una tienda atiborrada de gente en la que, junto a dos vecinos, discutía por algún tema en el que él seguramente estaba errado pero aseguraba tener la razón. Cuando este lo vio pasar por el frente de la tienda lo llamó ruidosamente. La conversación que habían sostenido en la mañana se repitió casi al pie de la letra, con la diferencia de que en esta ocasión don Julio aclaró que no habría más plazos y que solo por ser domingo el día siguiente no los botaría a la calle, de modo que tenían tiempo para desalojar. La muchedumbre aglomerada en el establecimiento se enteró así de cómo Raúl y su familia se quedarían sin hogar, de cuántos meses de renta debían y de cómo se le había agotado la paciencia a don Julio que ya les había dado muchos plazos; por supuesto, todos de un día solamente. Algunos ojos se posaron sobre el joven con mofa; otros con lástima. Con disimulo, salió lentamente hacía su hogar, al cual no deseaba realmente llegar en esas condiciones y con esas noticias.
No sabía por cuánto tiempo podría continuar engañando a su madre respecto al real estado de don Pedro. Ya muy cerca de su casa, cuando pensó que nada más le podría ocurrir, Raúl se topó con una desgracia más: su hermana Patricia nuevamente lo hostigó con sus preguntas y acusaciones. Cuando la encontró, estaba vulgarmente sentada en las piernas de Edwin, un joven espigado y tan extravagante como ella, al que hacía poco había sumado a su extensa lista de amantes, novios o amigos. Aunque tan solo llevaban dos semanas saliendo juntos, ya habían hecho el amor más veces que la cándida Eréndira y, por lo tanto, la abuela desalmada, es decir doña Fabiola, debía cuidar de la pequeña Alejandra.
- Y es que mi papá tampoco piensa venir hoy?- preguntó ella.