Al medio día, doña “Márgara” lo llamó de lejos con urgencia, pues su padre lo necesitaba en el teléfono. La conversación aumentó las preocupaciones de Raúl, que escuchó con tristeza a su padre quejarse de hambre, sueño y de algunos dolores y magulladuras que le quedaron como recuerdo de lo ocurrido. En la tarde, totalmente hambriento y desesperado, se sentó en un andén a rezar lo poco que recordaba de lo que su madre alguna vez le enseñó. Mientras trataba de traer a su mente las oraciones que en su niñez había aprendido, rememoró otros tiempos mucho más felices. Recordó una madre sana y vigorosa que reía todo el día y pasaba mucho tiempo con él y con su hermano. Ah!! Su hermano; su hermano y amigo Juan, que hoy no lo acompañaba y que seguramente en estos momentos lo habría ayudado. Recordó sus juegos infantiles y algunas travesuras que les unieron poderosamente, pues no solo disfrutaban juntos el goce inocente de una picardía infantil, sino que además se acompañaban solidariamente en los castigos. Cuando dejó de pensar, se dio cuenta de que había estado delirando por varios minutos y sus ojos húmedos le demostraron cuan fuerte habían penetrado los recuerdos.
Vagó por las calles de todo el barrio esperando algún milagro, pues estaba seguro de que no conseguiría el dinero en tan poco tiempo, y más aún, en sábado. Al caer la noche, sintió fuertes dolores en su estómago y recordó que ya habían transcurrido varias horas desde la última vez que había comido, y forzosamente recordó a su padre que seguramente tampoco había tomado un solo bocado. Impotente y nuevamente desesperado, olvidó su dignidad y acudió a casa de don Eduardo a rogarle retirar los cargos y así sacar a su padre del encierro. Cuando tocó la oxidada puerta de la casa vieja y descuidada pensó en devolverse; sin embargo, la imagen de su padre despidiéndose de él mientras le rogaba que le ayudara a salir libre le impidió moverse.
La puerta se abrió con varios tropiezos y el rostro triste y demacrado de una mujer muy entrada en años se asomó y preguntó:
- A quién necesita?-
- A don Eduardo – contestó Raúl, que al igual que su interlocutora no se molestó en saludar
- Espere un momentico – dijo la anciana y cerró nuevamente la puerta.
Después de un rato se oyeron los gritos del viejo que despotricaba contra su esposa y nuevamente la puerta se abrió con dificultad. Don Eduardo tenía una toalla deshilachada sobre sus hombros, el cabello empapado y unas tijeras en la mano, lo que trajo a la memoria de Raúl un atinado comentario de su padre, según el cual, el viejo era tan avaro que no gastaba dinero en ir a una peluquería y prefería encargarse por si mismo de su cuidado capilar, aunque se viera claramente que este era deficiente.
- Ah! Es usted. Que pasó ... ya pagaron la fianza? – dijo mientras miraba a Raúl de arriba a abajo.
- No señor. – dijo este en tono suplicante - Por eso es que vengo; por que mi papá esta allá encerrado y no tenemos plata para sacarlo. ¡Por favor ayúdenos! Yo le prometo que le vamos a pagar todo.
- Y que quiere que haga? Voy y le pago la fianza? Eso le pasa por no pagar y además por altanero. – respondió don Eduardo mientras sacudía las manos.
- ¡Por favor! Denos una oportunidad- imploró Raúl –. No tiene que pagar nada; solo es que retire los cargos para que lo dejen salir.
- Pues yo no sé – dijo el viejo y después de pensar un momento, añadió- siga, a ver si me decido.
Pasaron varios minutos en que Raúl esperaba en una silla de mimbre en la sala húmeda de don Eduardo, cuando apareció la viejecita que le había atendido en la puerta. Llevaba una taza con café y dos panes pequeños, y parecía caminar a hurtadillas. Le entregó los panes y la taza mientras le sonreía con complicidad y miraba atentamente hacia el baño donde estaba su esposo. Raúl tomó rápidamente el café comprendiendo que aquel refrigerio se le ofrecía sin autorización, y cuando entregaba de nuevo el vaso a la anciana, notó que don Eduardo entraba en la sala.
Los tres quedaron en silencio mientras intercambiaban miradas que hacían el momento aún más incómodo. Después de unos segundos, el viejo rompió el silencio y con desprecio ordenó a su mujer que fuera de nuevo a la cocina. Mirando los panes que Raúl tenía en la mano le dijo:
- Yo creo que es mejor que se vaya; por hoy no creo que vaya a ayudar a su papá a salir de la cárcel. Además bien merecido se lo tiene.
- Por favor - suplicó nuevamente Raúl, pues ya no le molestaba – mire... usted no sabe en que situación estamos. Ayúdenos si? ¡Dígame que quiere que haga!
- Lo que quiero es que se largue por que yo tengo mucho que hacer – replicó, mientras miraba los panes con ansiedad. Después, prácticamente empujó a Raúl hasta la salida, y una vez afuera, cerró con doble llave la puerta de la casa, pues se dirigía a su negocio que quedaba a dos o tres casas de la suya en la misma calle. Su negocio era una “casa comercial” o casa de empeño, donde solían perderse los objetos dados como prenda de garantía al poco tiempo de ser llevadas y donde además se realizaban otro tipo de transacciones, siempre favorables al viejo.