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Don Pedro, molesto con tantos diminutivos que solo buscaban ofenderlo y excitado por el alcohol, quiso ignorar a su jefe y continuó escuchando a don Isaac, que en ese momento le contaba los pormenores de la vida del emperador Nerón.

- Don Isaac, - dijo don Eduardo - por qué no me deja hablar con este tipo y mañana viene y le sigue hablando pendejadas, sí?

- Ahora no me moleste, don Eduardo, – dijo ofendido don Pedro, mientras atajaba por el brazo a su recién agraviado maestro que ya obedecía la orden – si quiere, mañana arreglamos.

- Yo le dije al mocoso este – refiriéndose a Raúl – que hasta hoy tenían plazo. Así que deme las llaves por las buenas.

El repertorio de estrategias de Raúl desapareció de su memoria y solo atinó a ponerse de pié y decir:

- Tranquilo, don Eduardo, no se ponga así que no es para tanto.

- Usted no se meta, mocoso, que esto es con su papá – dijo el viejo.

Era ya la segunda ocasión en que alguien lo excluía de las conversaciones, recordándole que el no era más que el hijo del implicado y también era la segunda ocasión en que el mismo sujeto lo llamaba despectivamente “mocoso”. Por si fuera poco, uno de los rufianes que acompañaba al viejo lo tomó del brazo y lo llevó afuera, donde le advirtió en términos que no se pueden redactar, por su tono indecoroso, que si volvía a interrumpir se atendría a las consecuencias. Incapaz de defenderse a sí mismo, Raúl comprendió que no estaba en condiciones de defender a su desdichado padre, que se enfrentaría solo a tres matones de la peor calaña y a un viejo que lo acababa de llamar “mocoso”. La única idea que paso por su mente para evitar el desastre fue avisar a la policía de lo ocurrido. Corrió diez cuadras hasta la estación más cercana donde, para colmo de males, se demoraron en atenderle.

Quince minutos después guió a los policías hasta la tienda donde había un gran alboroto y una muchedumbre se aglomeraba para poder ver lo que ocurría. Los policías se abrieron paso e impusieron el orden, ante lo cual Raúl pudo acercarse y ver mejor como su padre golpeaba sin compasión a uno de los sujetos, mientras otro se revolcaba en el suelo gritando y tomándose con ambas manos la cabeza que sangraba copiosamente. Don Eduardo y el hombre que le había ultrajado momentos antes desaparecieron. Resultaba que don Pedro, a pesar de ser un sujeto enjuto y de apariencia lastimera, sabía defenderse en este tipo de situaciones y, más aun, si estaba fortalecido por el producto de la cebada.

Los agentes detuvieron bruscamente al enfurecido hombre que parecía una fiera devorando a su víctima y se lo llevaron a la estación como el gran responsable de todo. En el camino, cuando don Pedro supo que quién había llamado a la policía, y además, la había llevado hasta el lugar de los hechos era su hijo, se abalanzó sobre este dirigiéndole irrepetibles insultos y hasta citó a don Eduardo llamándolo una vez más “mocoso”, mientras los policías lo sujetaban fuertemente para que no le hiciera daño. Una vez en la estación, don Pedro se apaciguó y escuchó las explicaciones de su hijo que no terminaban de convencerlo. Este, por su parte, sentía que nada de lo que hacía estaba bien. Cuando acudió en ayuda de su padre, se le excluyó con desprecio del campo de batalla y al usar el único recurso que tenía a su alcance, solo consiguió defender al ejército enemigo y meter en problemas al suyo.

Minutos después, apreció don Eduardo acompañado por el cobarde que amenazaba a un joven en pleno desarrollo y no era capaz de enfrentarse a un borracho colérico y desarmado. El agente encargado hizo las preguntas correspondientes y don Eduardo explicó como don Pedro los había atacado a traición mientras estaban sentados tomando unas copas. Además sacó a relucir el asunto de la deuda de la forma más conveniente para él. Habló de cuentas atrasadas, de intereses por mora, de contratos, cláusulas y otros temas que los egresados de la escuela de la vida no dominaban muy bien y por lo tanto no estaban en capacidad de aclarar. El oficial dejó ir a don Eduardo y su acompañante con las llaves del candente furgón, el poco dinero que había en los bolsillos de don Pedro y un documento firmado por este en el que se comprometía a pagar las falsas cuentas atrasadas y las reparaciones del camión. Raúl y su padre se quedarían por lo menos dos noches detenidos a menos que alguien pagara una fianza. Sentados en el suelo de un frío calabozo, que compartían con dos malolientes sujetos que lucían realmente peligrosos, padre e hijo reflexionaban por aparte en lo ocurrido y pensaban en sus opciones para salir de ahí. No tenían que pensar mucho, pues sus opciones eran pocas: una mujer en cama que al saber lo ocurrido pagaría para que aumentaran el castigo y así dar una lección a su esposo irresponsable y a su hijo incapaz; un anciano que para ellos era el más sabio que conocían, pero también el más pobre después de ellos, ya que don Isaac sabía hasta aguantar hambre; y finalmente una sarta de ineptos con dinero para saciar la sed de trago de un amigo pero sin un centavo para sacarlo de la cárcel.

Pasada la media noche, Raúl notó que su padre estaba incómodo con la compañía y que no perdía de vista a los sujetos que susurraban en un rincón de la celda, mientras los observaban a ellos y al guardia de turno como si tramaran algo. Don Pedro pidió con autoridad al guardia que le dejaran hablar con el oficial encargado y después de unos minutos este le mandó llamar. Momentos después regresó a la celda y se despidió de su hijo que quedaba en libertad por algún arreglo extraoficial y le indicó que buscara el dinero para sacarlo de allí. En una demostración de grandeza y abnegación, se había sacrificado por su hijo y, a cambio de la libertad inmediata de este, aceptó privarse de la suya mientras no se pagara el valor de la fianza que ahora sería más cuantioso y terminaría en un destino distinto al original.

 

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