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El amanecer llegó lentamente al campamento obano como si el frío de la noche no quisiera despegarse de las tierras inhóspitas. En la tienda de Gheywin aún crepitaban las brasas pero éste sintió un escalofrío cuando despertó. Salió al exterior envuelto en una tupida piel de showir. La niebla cubría todo el asentamiento dando un aspecto espectral al mismo. Sin embargo había mucha vida entre aquel grupo de nómadas. Gheywin estaba impresionado por la fortaleza y determinación del pueblo de Obán. No los imaginaba así. Las historias que corrían de boca en boca en Goljia hablaban de los obanos como un pueblo de miserables pastores, tan animales como los showires que cuidaban. No obstante, aquello no era lo que Gheywin veía. Los obanos eran un pueblo recio pero amable, áspero pero en absoluto cruel, sin lujos pero no sucios, trabajador aunque gustaran de gozar de sus ratos libres contando historias y haciendo sonar sus instrumentos. Los niños parecían felices sabiéndose protegidos en el seno de la tribu. Gheywin empezaba a pensar que Mendh-Yetah había perdido mucho al separar tanto las castas. La convivencia en igualdad habría podido enriquecer enormemente tanto a los obanos como a las castas nobles.


Se alejó del centro del campamento, hacia la zona donde pastaba el ganado. Varios grupos de niños pululaban entre los animales, separando a los que debían ser ordeñados. Los pequeños obanos miraban a Gheywin con una mezcla de temor y curiosidad, manteniéndose siempre a una distancia prudencial del undhiano. Éste se maravillaba de la seguridad con que aquellos niños apacentaban a unos animales que les sacaban más de metro y medio de altura. La habilidad con que manejaban las varas de arreo permitía adivinar a los expertos guerreros, diestros con la espada, que serían cuando cumplieran los dieciséis años.

Mientras paseaba entre el ganado, Gheywin inspeccionó aquella zona. Le pareció adecuada para escapar del campamento. Era consciente de que no estaba seguro entre los obanos. Una cosa era ser bien aceptado por Ruán pero había gentes en el campamento que le odiaban por su condición de noble. Además, Gheywin sentía que su destino estaba fuera de allí. Recordó las palabras del Primero: “así que no viste morir a la princesa Radjha”. Por un momento, un destello de esperanza pasó fugazmente por su mente. “Tal vez  no estuviera muerta. Acaso aún pudiera hallarla en los bosques lindantes a las tierras inhóspitas, allí donde la perdió de vista”. Regresaría. En cuanto tuviera ocasión, se dirigiría hacia el sur, se aferraría a esa mezcla de ilusión y deseo de que Radjha estuviera viva. La voz de Ruán le sacó de su ensimismamiento.


—Estás lejos del campamento —dijo éste—. Los showires pueden ser peligrosos. Mira aquel más alto que el resto. Es un semental. Si sospecha que quieres apropiarte de sus hembras, te atacará y hay que saber defenderse de un showir celoso. Puede matarte en segundos. ¿Quieres tomar el desayuno conmigo? En mi tienda nos esperan unos exquisitos frutos silvestres. Un privilegio para esta época del año.


—Me sorprende tu pueblo, Ruán. Vuestros niños crecen fuertes pero el contacto con los animales y con las condiciones de vida tan extremas no les convierte en seres brutales. Todo lo contrario.


—Todas las historias que unos pueblos cuentan de otros están sujetas a mentiras y exageraciones. Creo que nada hay de diferente entre un noble y un obano. Por eso estás aquí y estás vivo.


—¿Por cuánto tiempo?

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