Cuando Ruán y Gheywin decidieron reanudar la marcha, no podían imaginar lo que se les venía encima. Fue Ruán el primero en darse cuenta de la proximidad de los cazadores. Hizo una seña a Gheywin y le indicó que cambiara de dirección. Éste comprendió inmediatamente que estaban el peligro e hizo lo que le indicaba su acompañante. Sin embargo, al instante sintieron otras presencias frente a ellos. Se detuvieron entonces y escrutaron el paraje donde se encontraban. Sólo les quedaba otra salida pero pronto cayeron en la cuenta de que estaban rodeados.
Desenvainaron las espadas casi al unísono y se colocaron espalda contra espalda, esperando el inminente ataque.
Éste no se produjo inmediatamente pero una flecha de la que no vieron su procedencia se clavó en el suelo a escasos centímetros de los pies de Gheywin.
Enseguida comprendieron que no tenían ninguna posibilidad, de manera que depusieron sus armas y esperaron.
Cuando sus asaltantes se acercaron pudieron comprobar que se trataba de una veintena de guerreros. Estaban cubiertos con pieles de showir, corazas de grueso cuero y cascos que no permitían ver sus ojos.
“Tal vez eso —pensó Gheywin— les sirva para mitigar el control mental de sus enemigos”. Su ademán era claramente amenazador, tanto que el muchacho temió por su vida. Ruán, sin embargo, se mantenía tranquilo.
—No nos matarán —dijo éste—. Son traficantes y nos quieren vivos.
—¿Traficantes? —Gheywin no conocía la esclavitud. En Goljia no era necesaria puesto que los obanos desempañaban las labores más esforzadas y menos gratificantes por voluntad propia gracias al control mental. Había conocido esa situación desde siempre y hasta ese día no le pareció que tuviera nada de inmoral.
—Sí —respondió Ruán—. Venden esclavos.
—¿Qué haremos?
—No tenemos ninguna opción. Si luchamos, moriremos. Es preferible dejarse atrapar e intentar escapar más adelante. Yo, por mi parte, ocultaré mi poder mental. Eso será una baza en el futuro.
Entretanto, el que parecía el jefe del grupo dio un paso adelante. Era un iskhar y, a diferencia de los otros, llevaba la cara descubierta. Le faltaba el ojo izquierdo y en su lugar llevaba un parche de cuero sujeto a la cabeza por unas tiras del mismo material. Una horrible cicatriz le surcaba esa parte de la cara. Se acercó a ellos y asestó a Gheywin un golpe con una porra en el cuello que le hizo caer al suelo. Cuando éste, aturdido, se levantó, le golpeó de nuevo y Gheywin perdió el conocimiento.
Le despertó un fuerte tirón en las muñecas y el dolor producido por las piedras del suelo al ser arrastrado por él. Se incorporó no sin dificultad y comprendió la situación. Tanto Ruán como él estaban atados por las muñecas a un carro tirado por dos enormes showires machos.
Estuvieron andando durante todo el día hasta que, por la noche, se detuvieron a descansar. Estaban ambos agotados y se tumbaron en el frío suelo, bajo el carro. Uno de los obanos de cara tapada les acercó un cuenco de agua. Bebieron escasamente unos sorbos y no les ofrecieron nada más.
A pesar del cansancio que acumulaban, la paz de la noche de Mendh-Yetah bajo sus lunas, una llena y creciente la otra, animó a los cautivos a cambiar impresiones con la esperanza de elaborar algún plan de fuga.
—¿Cómo estás? —Ruán, quien hablaba, soportaba mejor el esfuerzo físico. No en vano era un hombre de las estepas y estaba habituado a las largas caminatas.
—Puedo aguantar —repuso Gheywin.
—Escucha Goljiano: el iskhar que manda este grupo de mercenarios tiene un gran poder mental y no debe saber que yo también lo poseo. Para dentro de dos días tendría que estar de regreso en el campamento. Cuando vean que no vuelvo, saldrán en mi busca. Mientras tanto, reservaremos nuestras fuerzas y aprovecharemos el mejor momento para escapar.
—¿Dónde nos llevan?
—Sospecho que a las minas de Turmita de Arkhar. Se encuentran en el cráter de un volcán. No sé para qué sirve esa sustancia pero los iskhares la aprecian mucho y la consumen en grandes cantidades. Las condiciones de trabajo en las minas son infrahumanas y prácticamente nadie sale vivo de allí. De no ser porque nuestro pueblo desea mantener el secreto de su fuerza, habríamos atacado hace tiempo las minas y liberado a los desdichados que trabajan allí. Pero todo a su tiempo.
—Es terrible —interrumpió Gheywin—. Nunca hubiera imaginado que se obligara a trabajar a nadie por la fuerza y en condiciones tan pavorosas.
—¿Crees que es tan diferente a la situación de los obanos que trabajan en Goljia o en Iskhar influidos por el control mental?