-Y esos somos nosotros. ¿Pero cómo llegó la mitad de la espada hasta aquí?
-De generación en generación. Parece que su tatarabuelo en una de las tantas guerras tribales la obtuvo como botín.
-¿Y qué hay de la otra mitad?
-Al llegar a Roma el confesor del rey, decidió ponerla bajo la custodia del Sumo Pontífice de aquellos días, quien la guardó como parte del tesoro papal. Sin embargo, hace pocos años, el papa Celestino III...
-¿Con quien nos entrevistamos? -interrumpí.
-Sí. Celestino III fundó la Orden Teutónica y se las entregó en custodia como símbolo secreto de la Orden.
-La Orden Teutónica... mmm... Son una orden religiosa-militar de caballeros alemanes con objetivos cruzados, una especie de Templarios, ¿o me equivoco?
-No te equivocas. Ellos son precisamente nuestro próximo objetivo, si Dios nos lo permite -dijo señalando hacia el exterior de la ventana.
A lo lejos se veían las siluetas de dos jinetes que se acercaban al galope. Entraron a la aldea blandiendo sus espadas y lanzando unos alaridos salvajes, con el ánimo de aterrorizar a los pobladores.
-¡Eh, aquí, engendros del demonio! -gritó Julián a través de la ventana. Volviendo a gritar en tono desafiante-: ¡Aquí los estamos esperando!
-¿Qué haces? -pregunté sorprendido de la actitud del monje.
-Enojar al enemigo. Así será más fácil vencerlos en la batalla.
***
-¿Dónde aprendiste a pelear así? -pregunté a Julián mientras nos alejábamos de la aldea. Dejando a unos pobladores muy agradecidos por haberlos liberado para siempre de ese par de monstruos.
-Es una historia larga. Sólo te diré que un viejo monje budista, de piel amarilla y ojos rasgados, llegó a Malta desde una muy lejana nación, un país compuesto por muchas islas, donde los hombres viven y mueren por el honor utilizando espadas como estas -me señaló la rara espada que cargaba a su espalda en vaina de madera-: Una espada samurai.
-Vaya, parece que las espadas son mi destino. En tan poco tiempo ya he conocido una espada verde partida en dos y otra espada sa... ésa. Cada día se aprende algo nuevo.
Es que el tal Hombre Caballo con quien tuve que vérmelas, era en verdad una bestia sajona gigante con una fuerza descomunal, además de hábil espadachín. Al igual que el Hombre Fiera, de quien Julián dio rápida cuenta viniendo en mi auxilio. Admiraba cada vez más la agilidad con la que mi amigo monje manejaba su rara espada.
-El objetivo de la vida es aprender. Sólo cuando hemos aprendido es que cumplimos nuestra misión en este mundo.
-Y una vez cumplida la misión llega el ángel de la muerte y nos toca -agregué.
Afirmó con un movimiento de cabeza.
-Por eso, como ignoramos cuándo se nos aparecerá la muerte -continué- debemos vivir cada instante como el último que nos queda. Así pues es inútil desgastarnos con sentimientos vanos como la soberbia, la ira, el orgullo, la ambición, los celos, la envidia o el odio. Porque si la muerte nos sorprende en esas situaciones, no será un instante, el último, digno de recordar. Ahí mismo, moribundos, caeríamos en cuenta de lo vano que es hacer infeliz al prójimo y a nosotros con esos sentimientos negativos.
Julián me miró arqueando las cejas evidenciando sorpresa ante mis palabras.
-¿Qué, acaso no sabes que un guerrero aprende sobre la vida las enseñanzas que le deja la muerte? -repliqué a su gesto. Proseguí disertando-: Todo por la vanidosa honrilla que llevamos dentro, que es como un demonio que de cuando en cuando dejamos libre por causa de cualquier tontería. Como cuando alguien nos hiere en nuestro amor propio, que es la misma vanidosa honrilla a la que me refiero, nos enojamos con ese alguien y también tratamos de herirle su amor propio.
"Una vanidosa honrilla que se nos sube por tonterías como un simple comentario, un ridículo gesto, una desatención para con nosotros, un olvido o porque simplemente no nos prestan atención.
"Nos hacemos esclavos de esta vanidosa honrilla, que cada día alimentamos con nuestra razón hasta hacerla crecer de un modo inmanejable. Convirtiéndonos en seres orgullosos, prepotentes, codiciosos, vengativos, celosos o pendencieros. Cuando deberíamos mantenernos en paz con los demás, con nosotros mismos, con la vida.