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-No se preocupen tanto por saber quién era o cómo vivía Jesús, no, eso no es lo importante. Presten más atención a sus parábolas y a sus palabras, traten de entender el mensaje detrás de éstas, cosa que no es fácil si se lo dejan a la razón; comprenderán mejor si las leen o escuchan con el corazón.

Julián también les daba ejemplos:

-Cuando el Maestro decía “dejad todo y seguidme”, no se refería propiamente a abandonar sus familias o bienes. Quería decir que dejen el apego a las personas que aman y a las cosas que poseen, que no se aferren a nada ni a nadie, que sean como Él, libres de ataduras a este mundo. Que vivan como Él, disfrutando cada día de la vida, con lo que ésta les obsequia, desde la sonrisa de un niño o el canto de un pájaro hasta la puesta del sol o la belleza de una flor.

“Seguirlo a Él, es seguirse a sí mismo, es seguir el dictado de nuestro corazón, es seguir nuestra esencia, es seguir las cosas buenas que somos capaces como dar bondad o amor. Dar sin esperar nada a cambio.

“Seguirlo a Él, es dejar de lado la codicia, la ambición de poseer, la de ser admirado, la de ser poderoso... Todo esto es vano. El Reino de los Cielos no es otra cosa distinta que la felicidad, la plenitud, la armonía y la paz en esta vida. Sí, aquí y ahora.

“Cuando Él le dijo a Nicodemo que ‘nadie puede ver el Reino de Dios sino nace de nuevo, de arriba’, ¿a qué creen que se refería? No es ningún misterio ni se refería a otra vida. No, simplemente quiere decir que debemos dejar de lado todo lo que pensamos, deseamos y anhelamos como adultos. Que hay que sacar de nosotros el materialismo, las apariencias, las emociones negativas como la codicia, la envidia, el odio y el egoísmo.

“Que hay que ser como un niño recién nacido quien no ha adquirido esas malas costumbres, quien todavía no ha formado un ego, quien no conoce el orgullo, ni nada de lo que les amarga la vida a los adultos.

“El Reino de Dios está aquí, basta con mirar a los lados, arriba o abajo. Ver el maravilloso mundo que nos rodea: las montañas, los ríos, los árboles, las nubes, los animales, el sol, las estaciones, la luna... Todo, incluso nosotros mismos hacemos parte del Reino de Dios...”

Julián trataba de ser diáfano y al tiempo infundir entusiasmo, aunque también se cuidaba de no atacar los errores de la Iglesia, no quería entrar en disputas inútiles o ganarse enemigos gratuitos. Además, él pertenecía a la misma.

Así como a Jesús los fariseos lo probaban, algunos sacerdotes ortodoxos y cerrados de pensamiento trataban de encontrar aberraciones o contradicciones en los discursos del monje. Pero él evitaba la confrontación con sutileza.

Finalmente, esa mañana partimos sin más dificultades rumbo a Roma, el mismísimo centro de la cristiandad. Mas algo ocurriría en el trayecto, algo insospechado que me dejaría perplejo.

***

Después de varios días de cabalgar sin apuros, pasando algunas noches al aire libre y otras en posadas del camino o en las casas de gentiles campesinos, nos aproximamos a Roma.

Desde hacía once años el emperador Federico I “Barbarroja” había reconocido los Estados Pontificios.

De repente un halcón gris pasó volando sobre nuestras cabezas asustando a mi caballo, que parándose bruscamente en su tren posterior me derribó. De algún modo Julián logró calmarlo. Me reincorporé sacudiendo el polvo de mi ropa. Al intentar exclamar unas palabras al respecto, Julián me hizo señas para que guardara silencio y mirara hacia el horizonte frente a nosotros:

Unos seis hombres, no muy lejos, apaleaban salvajemente a otro.

-¡Vamos! -gritó al tiempo que se lanzaba en dirección a ellos en su caballo a todo galope.

Monté. Apenas lo alcancé le pregunté:

-¿Estás de acuerdo conque utilice mi espada?

-Claro, amigo mío. El uso de la espada se justifica tanto para la defensa propia como para defender a otros. A veces no queda otro camino... ¡Oigan, déjenlo en paz!

Ya estábamos casi encima de los truhanes.

Éstos al vernos nos lanzaron improperios mientras nos mostraban de un modo agresivo sus cuchillos y sus garrotes, tratando de disuadirnos.

-Deja. Les enseñaré lo que siente la carne cuando es cortada por el filo de una espada normanda –grité al monje.

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