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I

Muchas cosas han pasado desde que salí de Roma hace más de tres inviernos, en el año 14 del reinado de "El Dácico"*, mi magnánimo tío con quien no se aún si tengo la fortuna o desventura de compartir el nombre, como tu bien sabes apreciado Fabio.

Te sorprenderá la extensión de este escrito así como el apenas legible pergamino que lo acompaña, que por la Gracia Divina no fue totalmente consumido por el fuego. Los que deposito bajo tu custodia hasta mi llegada a Lugdunum**, si es que el mensajero logró cumplir cabalmente su misión. En caso contrario solicito, en nombre del único y verdadero Dios, a quien en sus manos posea estos rollos su protección y difusión de lo que en ellos encontrará, asegurando su conservación de generación en generación para que en tiempos futuros los hombres conozcan la Verdad. Igual pedido te hago excelente Fabio, en nombre de nuestra antigua amistad, si después de un tiempo prudente no vuelves a tener noticias mías.

Confiando pues en los designios de Dios, he decidido componer para ti y para todos aquellos que quieran conocer la Verdad, un relato ordenado de todo lo importante que me sucedió en estos tres años y que cambió mi vida para siempre.

El Trajano que te escribe no es el mismo con quien compartiste la mesa en aquella magnífica fiesta con la que me honraste en tu espléndida casa en Lugdunum. Tampoco es el mismo que luchó a tu lado en las guerras por la Dacia, y menos aún, el muchacho orgulloso de su pasado turdetano junto al que creciste jugando en los alrededores de nuestra Itálica. Recuerdos que todavía guardo en mi corazón.

Así es, yo Marco Trajano, quien no cabía de gozo y vanidad cuando mi célebre tío se vistió de púrpura, quien blandía con excesivo donaire el Sello Imperial cuando se me encomendó la supervisión de la construcción de la vía entre Benavento con Brindisi, y no supe elegir entre apaciguar mi ira a empuñar la espada ante las ofensas de algunos desdichados; confieso con la humildad que sólo da un espíritu arrepentido, que estaba equivocado y demasiadas veces actué mal. Hoy, cuando he visto pasar casi cuarenta primaveras, puedo decir que soy otro hombre, gracias a que otros me mostraron el Camino a la Verdad y a la Vida, la Verdadera Vida.

Como recordarás cuando te visité en Lugdunum, ya hacía un largo tiempo me había retirado de la vida militar en pos de colaborarle al César en la administración del Imperio. Contaba con una modesta pero suficiente fortuna producto de los botines que me correspondieron como Capitán de Legión en las guerras por la Dacia, que bien sabes no escasearon. Además de las recompensas que eventualmente recibí de mi generoso tío por lo que él consideraba un buen desempeño en mis funciones administrativas, tal y como lo hacía con los demás que le servían lealmente. Es así que quise imitarte, comprando una hacienda no muy lejos de Roma adonde pudiera retirarme de la vida pública, dedicarme al estudio de la Filosofía, tal vez casarme y construir una familia. Aunque todavía no conocía a ninguna mujer, hija de algún patricio o al menos ciudadana romana, que cumpliera los requisitos que exigía para tal fin. ¡Cuán equivocado estaba!

Recién me había instalado en la casa de mi hacienda junto con mi leal esclavo egipcio, que antes había servido a Domiciano, después a Nerva y luego a mi tío, quien me lo obsequió un día sin más razón que "llévatelo, ya merece descanso en manos de un amo que no tenga mujer que lo azote." Además de Ahmés, que así se llamaba el viejo esclavo que conoció los secretos más íntimos de tres césares y de cuyo nombre se ufanaba que perteneció a un antiguo general tebano que expulsó a los hicsos de su milenario país, llevé conmigo a la bella esclava judía que dos años atrás había rescatado en el puerto de Ancona de las manos de un inescrupuloso mercader sirio. Cuando una lluviosa mañana llegó hasta mi puerta un mensajero de César Augusto Trajano "El Dácico".

Pese a que no estuvo muy de acuerdo cuando decidí renunciar a mi cargo, el Dácico comprendió y aceptó. Ahora en su carta, sin ninguna explicación, me pedía regresar al Palacio.

Sulamita, mi joven esclava, me puso la capa con la suavidad que la caracterizaba en su trato. Al mirarla ella leyó en mis ojos la preocupación de que se frustraran los planes de llevar una vida alejada de la política. "Confía en la voluntad de Dios, Él te dará lo mejor," me susurró.

"¿Acaso lo mejor que te pudo dar tu dios fue hacerte esclava?" Le repliqué. Bajó su cabeza. Arrepentido por la crudeza de mis palabras, agregué: "Está bien, pídele a tu dios judío que me acompañe." Sus ojos negros brillaron de nuevo.

Siempre había sido un escéptico en cuestiones religiosas, así se tratasen de los dioses del Olimpo, de los dioses con cuerpos humanos y cabezas animales que adoraba Ahmés, o del tal Yavé, el Dios sin rostro ni cuerpo que pregonaba el pueblo al que pertenecía Sulamita. Mi educación filosófica sumada a la observación del mundo y de los hombres, me hacía difícil creer en uno o varios seres superiores al ser humano. Dioses en contra de toda lógica o razón, que consideraba más como productos de la necesidad del Hombre de responsabilizar de los actos humanos a actores invisibles supramundanos y del no aceptar que la vida simplemente termina con la muerte, engañándose con la ilusión de una supuesta vida en el más allá.

No obstante existían muchos interrogantes sobre la condición humana, sobre la vida y sobre la muerte, a los que no encontraba respuestas satisfactorias. Por lo que leía y escuchaba con atención desapasionada toda filosofía y religión nueva que estuviera a mi alcance, sin excluir temas oscuros como la magia y la hechicería, logrando sólo aumentar más las dudas al respecto. Hasta tal punto que llegué a una conclusión: O caía en un mar de confusiones que podrían llevarme al borde de la locura, o, abandonaba toda búsqueda de respuestas y me refugiaba en la seguridad de mi escepticismo. Opté por la sana e indiferente incredulidad. Cuando me llegara la muerte encontraría las respuestas, si es que existía alguna.

Pero sería injusto sino reconociera que durante todos aquellos años de búsqueda de la Verdad aprendí de filósofos, sacerdotes, magos y ascetas, así como de algunas religiones, valiosa sabiduría. La que me permitió extractar muchas cosas ciertas, que encontraba en común, entre las diversas creencias y pensamientos.

Empecé a dilucidar que la verdadera magia, la verdadera Fe, es la "de adentro hacia afuera", como la llamé. Es ésta la que logra el cambio interior, del ser, la que alcanza la libertad del espíritu, a través del reconocer y aceptar el destino, el sino del hombre, cumpliendo a cabalidad su misión. Fortaleciendo el espíritu con el manejo de la energía interna, multiplicándola en vez de derrocharla en los asuntos que se originan en la vanidad, emociones dañinas, que son los verdaderos demonios: La envidia, los celos, la ira, el egoísmo, el engaño, la codicia, el odio y la venganza.

Descubrí también, que las mujeres y los hombres somos infelices porque andamos por la vida cargados de apegos y de rutinas. Somos ciegos, no vemos lo que hay que ver ni sentimos lo que hay que sentir, cuando el mundo nos ofrece sus bellezas a diario. El secreto de la felicidad es sencillo: Hay que ver, sentir y vivir al máximo cada día con los regalos que la Naturaleza, la Vida misma, nos obsequia.

Y es que conocí a hombres verdaderamente ricos, no por sus bienes materiales, aunque algunos también los poseían en abundancia, sino ricos de espíritu, felices, llenos de esa misteriosa energía vital. Una especie de gran fuego interior, de energía multiplicada, que hace que todo surja como por arte de magia, que todo salga bien, que hasta los deseos más sublimes se cumplan. Hombres que han descubierto esa magia "de adentro hacia afuera" y viven cada día de acuerdo al secreto de la felicidad. Hombres que traslucen su "riqueza" a través de la paz y serenidad que irradian.

Algo que cualquiera puede alcanzar si multiplica su energía interna, alimentando bien las llamas de ese fuego interior. Lo que me propuse y poco a poco comencé a ganar. Siendo ésta la principal razón por la que desdeñé la promisoria carrera política que tal vez hubiese desarrollado bajo el manto protector del César. Decisión inaceptable para muchos.

Creo que ahora queda más claro el motivo de mi preocupación ante la inesperada llamada del Dácico.

(*) Marco Ulpio Trajano "El Dácico": Nacido en Itálica (España) en el año 53 d.C. cerca de Sevilla. Emperador romano (98-117). El primer extranjero que ascendió al trono. En el 91 fue nombrado Cónsul por Domiciano y en el 96 gobernador de Germania Superior; en el 97 fue adoptado por Nerva al que sustituyó a su muerte en el 98. Restituyó al Senado algunas de las prerrogativas que le habían sido quitadas por sus antecesores. Convirtió la Dacia en provincia romana tras dos guerras (101-102 y 105-107), por lo que ganó el apodo de "El Dácico"; anexionó la Arabia Pétrea y tras vencer a los partos, Mesopotamia, Asiria y Armenia. Gobernante progresista; su reinado destacó por el saneamiento de la política administrativa imperial y por el impulso dado al comercio y a la agricultura. Construyó numerosas obras como el gran Foro Romano; vías como la Vía Trajana, que unía Benavento con Brindisi; puertos como Ancona y Civitavecchia; puentes como el Alcántara, sobre el Tajo; y monumentos como la "columna" que lleva su nombre. Consideró a los cristianos fuera de la ley pero no los persiguió obsesivamente. En su época se desarrollaron notablemente la literatura y el arte. Murió en el 117.

(**)Lugdunum: nombre latino de Lyon (Francia).

 

 

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