III
Tres semanas después estaba dando las instrucciones finales a mis siervos de mayor confianza y al viejo mayordomo de la hacienda, a quien encargué de su administración durante mi ausencia. Hombre confiable, muy conocedor de los secretos del campo y del cultivo de olivos, recomendado por el anterior propietario, a quien había prestado también excelentes servicios al igual que al padre de éste.
Sentí tristeza de tener que dejar esta agradecida tierra, pese a que llevaba poco tiempo de haberme instalado en la hacienda. Pero es que una buena finca es como una hermosa mujer, primero nos atrae con su belleza natural, luego, si descubrimos empatía y nos sentimos a gusto ya se hará difícil apartarnos de ella.
Ordené a Ahmés y a Sulamita que empacaran la menor cantidad de cosas posible. Nada más la ropa, mantas y abrigo necesario para el invierno que apenas iniciaba, para ellos y para mí. Como legionario había aprendido que cada bulto adicional era causa de problemas y retrasos. Lo demás que nos llegara a faltar lo compraríamos. Llevaría suficiente oro, plata y tablas de reconocidos cambistas. Dinero que en su mayor parte me suministró el Dácico, pues iba en misión oficial con las respectivas cartas de presentación selladas por el mismo César.
Sulamita no ocultaba su entusiasmo por el viaje, propio de su curiosidad juvenil. No así Ahmés, quien no dejaba de rezongar por las molestias que esa inesperada misión le ocasionaría a un viejo cansado y cojo esclavo como él, según sus propias palabras. Aunque yo tenía presente su cojera, consecuencia de la salvaje paliza que le hizo propinar una infame concubina del emperador Domiciano, no la consideraba excusa suficiente para privarme de su útil compañía. Creo más bien, que en el fondo él sentía miedo, pues en su ya larga vida no había conocido mundo diferente al Egipto de su infancia y a la Roma de su juventud y madurez. Su robusta salud era envidiable, gracias muy seguramente a su también robusto estómago. No en balde eran famosas sus habilidades culinarias y buen gusto gastronómico.
A la mañana siguiente, de madrugada, partimos los tres en sendos caballos más tres mulas que cargaban el equipaje tiradas de un peón que jineteaba una cuarta bestia.
Grabé en mi memoria el aroma que despedía el campo a esa hora del día así como el hermoso paisaje que pintaban los primeros rayos del sol. Me despedí de aquella tierra, ahora mía, la primera que poseía, a la que pronto esperaba regresar.
Ser sobrino del César no necesariamente involucra provenir de una familia rica. Por el contrario, mis orígenes fueron más humildes de los que la gente suponía. Mi padre había nacido como producto de un amor juvenil furtivo, de aquellos prohibidos por las diferencias de clase, entre el padre de Marco Ulpio Trajano "El Dácico" y una bella sierva de su familia en Itálica. Poco después, mi abuelo contrajo nupcias con la que sería la madre del hoy César, mujer de noble corazón quien no tuvo ningún reparo en permitir vivir en la misma casa y hasta colaborar en la crianza del hijo bastardo, luego de la temprana muerte de aquella sierva, mi abuela. Creciendo los dos niños como hermanos. Mi padre creció y pronto se casó, me engendró, llamándome igual que a su amado hermano menor.
Cuando mi tío fue nombrado Cónsul por Domiciano, me llevó a Roma para terminar mi educación. Luego me enroló en la Legión, pues consideró que la disciplina militar y el adiestramiento en armas me sería útil. Alcancé el grado de Capitán. Siendo ya el César, después de servirle en las guerras por la Dacia, me introdujo en la política nombrándome en cargos públicos de alta responsabilidad. Hasta que un día me cansé y, aceptando que aquella vida no era para mí, renuncié. Recuerdo aquel día, no muy lejano, cuando el Dácico exclamó con desconcierto: "Eres igual a tu padre, ambos carecen de ambición. La que le sobra a mi primo Adriano... Está bien, tal vez sea lo mejor para ti. Cada hombre se forja su destino de acuerdo al favor de los dioses. No soy quien para oponerme."
Cabalgamos sin prisa, cuidando de no agotar a los equinos y ahorrando nuestras energías ante la larga travesía por mar que nos esperaba. Nos dirigimos hacia el puerto de Ancona, donde nos embarcamos Sulamita, Ahmés y yo en una nave cretense rumbo a Nicomedia, la antigua capital de la provincia de Bitinia, ubicada sobre el estrecho que da acceso al Ponto*.
Fue una travesía agitada, el Mar Nuestro** no presagiaba una tranquila misión.
Mientras Ahmés, víctima del mal de tierra, cuando su indomable estómago no lo obligaba a doblar su cuerpo por la borda, renegaba entre maldición y maldición por su suerte, yo meditaba sobre las palabras del Dácico en una estera extendida en la cubierta con mi cabeza recostada sobre el contorneado vientre de Sulamita.
“No quiero tomar decisiones precipitadas respecto a los cristianos, menos cometer actos injustos contra ellos, que de una u otra forma hacen parte del pueblo. Así que antes, quiero saber con certeza quiénes son ellos y qué pretenden, cuántos son y qué tanto peligro encierran sus prédicas, si son una amenaza para el Imperio o si sus creencias son buenas para Roma.” Aquel día del llamado, el Dácico dejaba entrever que estaba indeciso ante el “problema cristiano”, como lo denominaba Cornelio.
“Por eso, querido Marco, te quiero comisionar esta misión especial.” Continuó diciendo mientras posaba su mano sobre mi hombro. “Ve a Bitinia, como mi embajador plenipotenciario ante Plinio y los demás gobernadores, averigua todo sobre esta secta que parece propagarse como una peste sobre nuestras provincias. Si es necesario recorre Asia, Siria y hasta la misma Judea. Usa toda tu sagacidad y el poder que te otorgo, investiga la verdad sobre estos cristianos y mantenme informado, sin intermediarios, a través de cartas de tu puño y letra. No me ocultes nada de lo que descubras o suceda...”
La brisa marina parecía jugar con el largo cabello castaño de Sulamita, mientras ella con sus dedos jugueteaba con el mío. Qué bien me sentía a su lado.
La imagen del César retornó a mi mente. Ahora la escena se remonta al jardín del palacio. Luego de dar por concluida la sesión en la sala de su despacho, me había tomado del brazo invitándome a caminar por el jardín con la excusa de tomar un baño de sol, dando a entender a Cornelio y a los demás consejeros que ahora debía tratar conmigo un asunto personal.
"Marco, sé muy bien que no estás a gusto con la misión que te acabo de encomendar, la que te apartará más tiempo del que quisieras de tu nueva vida campirana. Pero créeme, que no sólo es porque necesito de tus objetivos e imparciales informes sobre los cristianos sino también por nuestra conveniencia." Susurró a mi oído mientras miraba de soslayo que nadie estuviera lo suficientemente cerca como para escuchar lo que decía."
"Si es tu deseo, César, cumpliré con gusto la misión. Pero, ¿por qué dices que también es por nuestra conveniencia?"
"Deja el formalismo para las ocasiones oficiales. Ya viste la actitud de Cornelio, tu eres tan perceptivo como yo y se que atisbas el resentimiento que tiene hacia ti. Pues te digo que no es el único."
Obviando mi cara de sorpresa el Dácico continuó: "Estar rodeado de ratas intrigantes es el precio del poder. La razón por la que un gobernante pierde la tranquilidad de su sueño. Se mantienen al acecho, esperando cualquier oportunidad para atacar en jauría, como este asunto con los cristianos. Qué mejor daño a la imagen del César, que lleva catorce años reinando, demasiado para algunos, que la del tirano perseguidor de una inofensiva secta religiosa pero que goza de gran aceptación entre el pueblo raso y hasta en las mismas filas de mi leal ejército. ¿Entiendes?"
"Sí, tío. Y también entiendo que la familia y los amigos leales al César somos enemigos de esas ratas intrigantes."
"Exacto. Por esta razón y otras más, en las que no tengo tiempo para entrar en detalles, deseo que te alejes de Roma y del remolino político que cada día crece más amenazándonos, al menos hasta que el porvenir se vea más claro. Te envío a las provincias del oriente para que cuides mi espalda, tu misión oficial como espía entre los cristianos abarca más, descubre a mis verdaderos enemigos: los que ostentan o ambicionan el poder. Se mis ojos y mis oídos, y manténme informado... ¡Ah! Y no te separes de tu espada."
(*) “Pontus Euxinus” en latín: hoy Mar Negro.
(**) “Mare Nostrum” en latín, también llamado “Mare Internum”: hoy Mar Mediterráneo.