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IX

Una energía multiplicada hace que todo surja como por arte de magia que hasta los deseos más firmes del espíritu se cumplan. Sentía esa gran energía en mí. Todo parecía, en mi vida, seguir un plan trazado de antemano, mas no por mí. Me preguntaba qué o quién estaba detrás de todo. Era evidente una inteligencia coordinadora de todo, una mano invisible que guiaba los hilos del mundo. No creía en la casualidad.

Algo me faltaba.

El destino me llevó hasta Antioquía, después me llevaría hasta Mesopotamia, donde descubriría al que llamé "el Último Misterio".

Esa gran energía estaba dentro de mí. Sabía de su existencia en todos los seres, en unos más en otros menos, todo depende de cuánto se recibió y cómo se ha administrado por cada quien. Ahora entendía lo que muchos sabios, filósofos y magos tratan de explicar: Somos un capullo de luz, energía pura, en un cuerpo de carne y huesos. Esa es la Vida. Como un árbol es luz, es energía en su tronco, en sus ramas, en sus hojas y en sus frutos.

Esa energía, esa luz, es el soplo de Dios en todos los seres de su Creación, el mundo que él nos presta unos instantes para aprender y para que conozcamos su magnificencia.

La misma que podemos gastar hasta el derroche, a través de actos provenientes de la vanidad y del orgullo, de la ira, de los celos, de la envidia, de la posesión, del engaño, de la codicia, de la venganza y del odio, todo esto que nos agota físicamente porque en verdad gastamos así la energía. Mientras que podemos conservarla si no caemos en todo eso, aún pudiendo aumentarla con el amor, la paz, la fraternidad, la serenidad, disfrutando de la naturaleza y dejando de lado las preocupaciones por las cosas vanas de la vida. Un espíritu sereno y libre de ambiciones mundanas se mantiene en paz, multiplica su energía, enriqueciendo al hombre en salud, amor, paz, libertad y bienes. Es a esto, creo, a lo que se refería el Maestro de Galilea cuando dijo: "Al que tiene mucho se le dará más y al que tiene poco se le quitará hasta lo que no tiene."

Es esta, para mí, la Verdad sobre la vida, la que ahora, después de muchos años de estudio comprendía. Entonces, me faltaba por aprender la Verdad sobre la muerte.

El largo tiempo que duró el viaje por mar desde Nicomedia hasta Antioquía me sirvió para sacar las anteriores conclusiones, para conocerme más. Seguí pues, la enseñanza grabada en el Oráculo de Delfos: "Conócete a ti mismo."

Habíamos salido de Nicomedia, de una manera apresurada. Opté por no informar a las autoridades sobre aquel atentado, y menos al procónsul en Bitinia, Plinio el Joven, ya que no podía estar seguro de que no estuviera implicado. Ni siquiera me tomé el trabajo de despedirme de él o de informarle sobre mi partida, quería mantener en secreto mi próximo puerto de destino. No sé si relacionarían las misteriosas muertes de mis dos atacantes con mi partida, pero hasta el día en que este relato escribo, más de dos años después, no ha llegado hasta mis oídos que hayan ordenado investigación alguna o solicitud de interrogarme. Lo que se hace cada vez menos probable.

En cambio, antes de partir, decidí enviarle una segunda carta al Dácico, narrándole sin mucho detalle lo sucedido para que en caso de ser interceptada o leída por ojos diferentes a los de mi tío no pudiera utilizarse en mi contra, pero advirtiéndole de la existencia de enemigos mortales en Roma no sólo míos sino posiblemente también de él.

Pese a que los poderosos siempre viven rodeados de enemigos.

Nos embarcamos rumbo a Efeso*, allí tomamos otro barco directo a Tarso** y en el puerto de aquella ciudad cambiamos nuevamente de nave para arribar a Antioquía. Ruta seguida con el fin de despistar a mis enemigos o posibles perseguidores, al menos por un tiempo. Durante el trayecto me dejé crecer la barba y cambié mis atuendos romanos por trajes sirios, pretendiendo pasar por un mercader baético***, lo que no me sería difícil gracias a mi origen.

 

Desde nuestra llegada a Antioquía actué con mayor discreción y sigilo, mi misión tenía ahora un interés más personal que oficial. Por lo tanto me abstendría de mostrar mis credenciales imperiales, excepto en caso de extrema necesidad. Tampoco volvería a escribirle al César, no sólo porque una carta delataría mi ubicación sino porque hasta no tener claridad sobre lo que estaba sucediendo no tenía objeto presentar un nuevo informe. Intención de la que le advertí en mi última carta para que no se preocupara por mi suerte. Además, nuevos interrogantes me aguijoneaban: ¿Acaso sabía el César algo que yo ignoraba y, estando enterado del peligro que me acechaba en Roma, decidió alejarme ocultando tras la misión encomendada la verdadera intención de protegerme? ¿O, mi misión era parte de una estrategia para que sus enemigos, y míos, se descubrieran más fácilmente? La astucia del Dácico, más su vasta red de informantes, ha sido el secreto de su permanencia por diecisiete años en el trono más codiciado del mundo.

Sulamita actuaría como mi esposa, papel que desempeñó a la perfección, que confieso disfruté y nos pareció divertida. Para Ahmés la situación no cambió mucho, debía comportarse como nuestro criado, aunque para mi sorpresa no parecía molestarle el que estuviese bajo el mando de Sulamita, es más, en algún momento me pareció notar cierta complicidad.

Ellos dos eran los únicos amigos en quienes podía confiar, eran mi familia. A Sulamita, lo acepté de una vez, la amaba como a ninguna, como ella a mí. Es esta la mayor fortuna de un hombre.

Mi plan era pernoctar en Antioquía un largo tiempo, contactar a la comunidad cristiana y profundizar en el estudio de esta nueva religión, que empezaba a intrigarme. Así que tomé en arriendo una casa en un modesto pero tranquilo barrio. En la planta baja abrimos una pastelería, para vender los deliciosos pastelillos de miel que Sulamita preparaba, que pronto fueron famosos en la ciudad, y otros pasteles no menos exquisitos que provenían de las secretas recetas de Ahmés. En el piso de arriba vivíamos.

Abrí la pastelería pensando más en camuflarme que en una fuente de sustento, pues en realidad traía mucho dinero conmigo, pero en pocas semanas se convirtió en un magnífico negocio. A veces, así surgen los buenos negocios, sin quererlo, o mejor, sin proponérnoslo.

El comercio en general es una actividad que depende de los más variados factores, algunos de los cuales no puede controlar, ni siquiera prevenir el hombre, y el producir o mercadear alimentos aunque parece un negocio seguro en principio, la única certeza que se tiene es que su resultado obedece a los caprichos de la gente. Es decir, primero hay que descubrir lo que de verdad la gente quiere o está dispuesta a comprar, antes que ofrecer lo que se sabe hacer bien. En nuestro caso no hicimos lo primero, pero por fortuna, coincidió con lo segundo.

Ahmés era el pastelero y yo el vendedor, él en el horno y yo tras el mostrador. Sulamita nos ayudaba a ambos, y por supuesto, preparaba sus apetecidos pastelillos de miel. Así fue en un comienzo. Pese a que yo aporté el capital, los vi tan entusiasmados con la pastelería, que rompiendo con la ortodoxia, decidí repartir las ganancias entre los tres en partes iguales. Jamás vi trabajar con tanto ímpetu a mi esclavo egipcio, parecía que mientras más ganaba más ambicionaba. Pero hasta el día de hoy, todavía ignoro en qué gastaba él sus denarios.

Aunque, para hacer honor a la verdad, también había decidido compartir los réditos del negocio para que ellos no me recriminaran o se lamentaran por mis cada vez más largas y frecuentes ausencias. Era consciente de ser quien menos contribuía, en lo que a trabajo se refiere, para el éxito de la pastelería. Mis intereses eran otros en Antioquía. Tan poco tiempo le dedicaba, que muchos creían que Ahmés era el dueño, hasta llegó a conocerse como "La pastelería del Egipcio". Quien me la compraría, tiempo después, le puso precisamente ese nombre, ya que nunca le dimos uno.

Pronto contacté a los líderes cristianos de Antioquía, gracias a una carta de Filopátor y a los buenos oficios como mensajera de mi amada. Sin embargo a nadie enteré de mi calidad de patricio, menos de mi vínculo con el César. La señal del pez era la clave de las reuniones secretas. La figura de un pez se dibujaba en los sitios de reunión, la misma que con los dedos índice y pulgar formábamos como señal de identidad.

Mientras más aprendía sobre el Mensaje y la vida de Jesús, de sus discípulos, llamados apóstoles y del ciudadano romano Saulo de Tarso, llamado Pablo, más tiempo le dedicaba al estudio de sus ideas y filosofía, y menos al negocio de los pasteles. Dejó de importarme el negocio como tal. Confiaba en Sulamita y en mi viejo esclavo. Si no podía ser así entonces no tenía a nadie en este mundo en quien confiar, lo que me sería desastroso, pues el hombre que no tiene en quien confiar se convierte en un ser solitario lleno de amarguras, en un ser desdichado con pocas razones para vivir.

A propósito, me dicen que Pablo recomendaba incluso rodearse de prostitutas y de ladrones si un hombre llegaba a adolecer de amigos. Hay que evitar la soledad como al peor de los demonios.

Más que los amigos, aunque son muy importantes, el mejor antídoto contra el veneno de la soledad es el amor.

El amor sincero y desinteresado de una mujer vale más que siete cofres repletos de diamantes, esmeraldas, rubíes y perlas. Doy gracias a Dios porque lo tengo. Ya lo dijo un rey que tuvo más de cien cofres así, según la tradición judía: El rey Salomón, hijo del gran rey David, de cuyo linaje desciende Jesús hijo de José de Nazaret, concluye en el libro "Eclesiastés" que lo único que vale en la vida es el comer y beber bien, el disfrutar del trabajo y el amor de una buena mujer.

El amor es sublime y enaltecedor, todo lo vale. El amor es la mejor razón para vivir, es la mejor experiencia para sentir la presencia de Dios. En ese sentimiento que florece entre un hombre y una mujer ahí está Él, porque Dios es amor, la Fuerza que llena hasta el más pequeño espacio del Universo, es lo que rige y ordena. Es por eso que Dios es mucho más que un hombre supremo y todopoderoso, no, Él no es de carne, aunque la carne proviene de Él. Es por eso que no lo podemos ver ni tocar no obstante está en todas partes. El amor no se ve ni se toca, el amor se siente y se goza. El amor tampoco se comprende ni se razona, simplemente se tiene o no. Así es Dios, porque es Dios. El amor es de Dios, porque Dios es amor.

El amor entre hombre y mujer es el más claro pero no el único, ¿o acaso hay amor más leal, desinteresado y duradero que el de una madre y un hijo?

Es entonces Dios, el amor, ambos que son uno solo, la solución para la mayor angustia del Hombre: la soledad de su existencia.

El Hombre no está solo, Dios existe como existe el amor. Un Dios Padre que ama, guía, enseña y cuida a sus hijos, nosotros. Por eso a Dios se le debe amar, no temer, porque Él enseña, no castiga, pese a que a veces las enseñanzas son dolorosas y hasta amargas. Pero si Él las manda es porque es lo mejor. Dios nos creó y por ende conoce muy bien nuestra naturaleza, como un padre conoce a su hijo, y más una madre. Él es Padre y Madre a la vez. El sabe que si aún siendo dolorosas y amargas algunas de nuestras experiencias en la vida, con frecuencia no aprendemos u olvidamos la lección, menos aprenderíamos si nos sentara en sus rodillas y nos diera consejos. Como el padre que permite al niño quemarse el dedo con el fuego porque sabe que la advertencia sola de por sí no basta. Tal vez sea difícil de entender, pero eso es amor.

He aquí la esencia del Mensaje del Galileo, la columna principal de su Iglesia, la más importante Verdad. En ésta radica la fuerza del cristianismo, siempre y cuando no sea deformada por los hombres del futuro. Por eso creo que estamos en el nacimiento de una religión indestructible, que ningún hombre ni imperio, por poderoso que sea, podrá detener o impedir su expansión. Lo que nos llevará a otro peligro: que algún día un emperador, ante su impotencia, se una a ella. Nada peor podría sucederle al cristianismo, aliarse con el poder. El poder corrompe a los hombres y la Iglesia la conforman hombres. Espero que no se de la corrupción de la Iglesia, porque degeneraría la Verdad.

Casi dos años viví en Antioquía, pleno y feliz, tiempo que fue como un largo sábado en mi vida, de descanso y aprendizaje. Conocí gente muy interesante entre cristianos y no cristianos, aunque se notaba el predominio, discreto, de los primeros. Si a Plinio le preocupaba que los templos de las religiones romanas en Nicomedia estuvieran desiertos, se hubiera espantado con los de Antioquía a los que no entraba sino el polvo y las polillas.

Pero en Antioquía sucedió algo más. Ocurrió al final, cuando ya conocía con cierta profundidad el Mensaje y me convencí de su procedencia Divina. Creí en Él. Decidí seguir el Camino, me bauticé.

Sí, ahora soy cristiano.

(*) Éfeso (Ephesus): ciudad y puerto de la antigua provincia romana de Asia, hoy oeste deTurquía.

(**) Tarso (Tarsus): capital de la provincia romana de Cilicia, hoy sur de Turquía.

(***)Baética: antigua provincia romana de Hispania, hoy sur de España.

 

 

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