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VII

Dos días después de enviar mi informe al César, a través de un correo no oficial que me había recomendado el mismo Filopátor, salí en la tarde a dar un paseo por las calles de Nicomedia en compañía de Sulamita. Quería apreciar la arquitectura de la antigua ciudad bitinia y conocer un poco más la vida cotidiana de sus habitantes, así como ejercitar mi cuerpo, al que siempre he procurado darle un buen cuidado.

Creo que el cuerpo es la casa que nos obsequia Dios, su mejor regalo, para que en ella habite nuestro espíritu, su soplo de vida, y por lo tanto debemos mantenerla limpia y en buen estado. Por eso ni la limpieza ni el ejercicio físico deben considerarse como una pérdida de tiempo. Desde niño mi madre me inculcó el baño diario con agua limpia, el baño de sol frecuente y el lavado de la boca después de comer, incluso me enseñó a cepillarme los dientes con un corto pincel de crin de caballo e insistía en la importancia de retirar los residuos de comida entre las piezas dentales con hilos. Cuando conocí a Sulamita, descubrí que ella coincidía en estas sanas costumbres, algo que me agradó sobremanera y explicaba su perfecta dentadura que no ocultaba al sonreir como muchas mujeres y hombres suelen hacerlo. La boca es como la entrada a la casa, repetía mi madre, por eso hay que mantenerla digna de mostrar, que invite a entrar en vez de causar repugnancia.

Es curiosa la insistente práctica romana de la afeitada de la barba y el corte del cabello con frecuencia, mientras poco se insiste en la limpieza bucal. Cuando he escuchado que muchísimas mujeres, sean nobles, cortesanas o esclavas, prefieren a los hombres con dentaduras sanas y sin malos olores a los que nada más les preocupa la cara rasurada y un cabello rizado.

Tampoco se cuida quien se excede con el vino, la embriaguez no sólo degrada al hombre y lo hace despreciable a los suyos sino que envilece su cuerpo.

Pienso que también a esto se refería el Galileo cuando dijo: "Dios está en cada uno de ustedes." Nuestro cuerpo es su Templo.

Continúo con el relato:

Finalizando nuestra caminata, al oscurecer, muy cerca a la posada donde nos alojábamos luego del incidente con los espías del mayordomo del palacio de Plinio, de repente por una solitaria calle nos sorprendieron por la espalda dos bandidos. Ambos, puñal en mano. Apenas tuve tiempo de sacar mi espada, por fortuna no había olvidado el consejo de mi tío, siempre llevándola conmigo bajo el manto.

En el rápido forcejeo perdí el equilibrio y caí sobre el empedrado suelo. Uno de los tipos se abalanzó sobre mí, mientras el otro le cubría la espalda. Sulamita gritaba horrorizada. Antes de que cayera con todo su peso sobre su puñal en mi corazón logré esquivarlo al tiempo que le atravesé uno de sus costados con mi espada. Gimió maldiciendo, no sin antes alcanzar mi hombro izquierdo con su arma. Lo dejé tendido en un charco de sangre buscando al segundo con mis ojos. Lo descubrí a pocos pasos sujetando por la espalda a Sulamita apretándole su delicada garganta con el puñal.

En griego me advirtió que soltara mi espada o degollaría a mi esclava. Por unos instantes vacilé, no sabía qué hacer, él estaba fuera del alcance de mi espada y el horror de sólo pensar que Sulamita fuera herida o asesinada me paralizó. Oré: "¡Dios, Padre de Jesús, ayúdanos!"

El bandido gritaba de nuevo su advertencia cuando percibí el rápido movimiento de una sombra tras él. Instantáneamente se desplomó en silencio.

Comprendí qué sucedió cuando advertí en el cuerpo inerme del bandido, tendido boca abajo, una daga egipcia clavada en su nuca. Detrás de él, de pie observándolo, Ahmés respiraba con agitación.

Sulamita corrió a abrazarme y estalló en llanto. Fue en ese cruento momento cuando tomé conciencia del bello y magnífico sentimiento que enaltece al ser humano, el que nos hace sentir que vale la pena vivir: el amor. Necesité llegar al límite, ver cómo pude perder a Sulamita para siempre, para darme cuenta que la amaba como jamás había amado a mujer alguna. Gracias a Dios, y a Ahmés, ahora tendría una segunda oportunidad, me juré no dejarla pasar esta vez.

"¡Oh, por Dios!" Exclamó Sulamita sacándome del éxtasis. "¡Amo, estas herido!" Miré mi herida en el hombro, una cortada algo profunda pero nada grave, peores había recibido en batallas. Tomé la cara de la mujer de mi vida y la besé con el desafuero de una pasión exaltada por el sentimiento y la sangre. Ella respondió con igual pasión.

"¡Ejem!... ¡Ejem!..." Simuló toser Ahmés. "Lamento interrumpirlos par de palomos, ¿pero no olvidan a alguien?"

Sulamita estampó un beso en la mejilla del viejo esclavo egipcio, manifestándole sus agradecimientos.

"¡Vamos, tampoco es para tanto!" Dijo Ahmés. "Por la gracia de Amón, sentí deseos de una buena cerveza y salía rumbo a una taberna egipcia que descubrí hace poco en el puerto, cuando escuché tus gritos. Corrí tan rápido como mi rodilla me lo permitió y... Bueno, tu Dios, estaba también de tu lado."

Sulamita lo beso de nuevo.

"Ya basta, mujer." Exclamó fingiendo molestia limpiándose la mejilla.

"Ignoraba que cargabas una daga... Que creo sabes es prohibido para un esclavo. Debería azotarte." Simulé enojo. Luego le sonreí y agregué: "Pero en vista de su utilidad, te permitiré su posesión. La que seguro recordaré cuando sienta deseos de golpearte."

"No debe preocuparse mi señor, nunca he pensado en usarla contra un amo, ni siquiera contra la bruja que destrozó mi rodilla. No soy tan estúpido, sé muy bien que mi castigo sería una despiadada muerte. Siempre la cargo conmigo." Agregó al tiempo que desclavaba la daga del cadáver y limpiaba la sangre en la ropa de éste. "Mientras me vista con túnica siempre usaré un cinturón, y entre el cinturón y mi espada siempre quedará un espacio, y ahí siempre habrá una daga."

Hay hombres que necesitan cargar un arma para sentir seguridad, hasta pienso que para sentirse hombres la necesitan, así ésta sea un palo.

"Vámonos antes de que lleguen los pretorianos*" Murmuró Ahmés.

"No estamos en Roma, calma. Antes interrogaré a... ¡se escapó!" Descubrí que el cuerpo del atacante al que herí con mi espada ya no estaba.

"No llegará muy lejos, mi señor. Mira, está desangrándose." Dijo Ahmés señalando el charco de sangre y un camino demarcado con gotas rojas que se perdía en la oscuridad." Por favor, vámonos, debes curarte y evitarme dar explicaciones a la justicia. Y este otro está más tieso que un tronco seco, no creo que pueda responderte." Rogó señalando el cadáver del segundo atacante.

"Está bien. Pero no eran asaltantes sino asesinos, su intención era matarme," susurré.

Ahmés se inclinó sobre el cadáver y de entre el cinturón extrajo una bolsita, de la que sacó unas monedas de plata.

"Creo que tienes razón, mi señor. Un asaltante no carga tanta plata, pues roba cuando le falta. Esta ha de ser su parte de la paga... Alguien quiere su..." Me miró con temor sin terminar la frase.

Sulamita rompió en llanto. Traté de tranquilizarla mientras nos alejábamos de prisa. La cabeza me daba vueltas: ¿Quién?, ¿por qué?, ¿Plinio?, ¿los cristianos?, ¿quién se beneficiaría con mi muerte?

Tan pronto entramos a la posada, mientras Sulamita preparaba unos emplastos y limpiaba mi herida, Ahmés pidió permiso para salir y realizar algunas averiguaciones sobre los atacantes. Argumentó que todo lo que pasaba en la ciudad se sabía en las tabernas del puerto y que además necesitaba unas cervezas para calmar sus nervios, las que pagaría con las monedas del asesino muerto, quien seguramente ya no las necesitaría, pero que para no molestarlo se bebería una deseándole un buen viaje en compañía de la Parca.

Regresó tarde al día siguiente y me contó el resultado de sus pesquisas, que me dejó sin aliento.

"Nos marchamos de Nicomedia. Prepara el viaje de inmediato." Le ordené cuando reaccioné ante sus palabras.

"¿De regreso a Roma?" Preguntó intrigado.

"No, claro que no. Vamos a Antioquía."

(*) Pretorianos: soldados de la guardia de los emperadores romanos, temidos y privilegiados respecto a otros soldados. La guardia pretoriana fue organizada por Augusto y disuelta por Constantino, influía en la política romana.

 

 

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