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XIX

Heme aquí, de regreso en la cosmopolita Antioquía. ¡Ah! Afeitado y con traje romano, pudiendo ir de nuevo al gimnasio y disfrutar de los baños, sanas costumbres que ya extrañaba. ¿Qué más da? Ya no tiene sentido ocultar mi identidad.

"Mente sana en cuerpo sano," decían los griegos. El cuerpo es el más maravilloso regalo, el único que recibimos en exclusiva, que nos da Dios. Luego, un regalo Divino es merecedor del mejor de los cuidados. Por eso no entiendo a quienes lo maltratan embriagándose en exceso, o con ese asqueroso hábito que se fomenta en muchos banquetes, de comer como cerdos para después vomitar y continuar atiborrándose de comida*.

No era fácil ocultar quiénes éramos al vernos entrar escoltados por legionarios. Los que dieron informe a los centinelas de la ciudad, quienes informaron al comandante de la guarnición y éste a su vez al gobernador, el que no dejó de insistir en hospedarme en su casa, pero logré persuadirlo de lo importante que era para mí la discreción. Lo entendió, pues no me ha molestado ni ha enviado sus espías, es un buen hombre, tal vez porque no es político sino militar.

Antioquía es lo suficientemente grande para pasar desapercibido, como uno de los tantos ciudadanos romanos que la visitan. Nos instalamos en una cómoda posada, desde donde he podido continuar escribiendo esta carta.

Hace pocos días visité al comerciante sirio que me compró "La pastelería del Egipcio", pues tenía curiosidad por saber cómo le iba en el negocio. Para mi sorpresa el hombre me saludó con mi verdadero nombre. "¡Cómo corren los chismes en esta ciudad!" Pensé, pues la primera vez que estuve en Antioquía siempre fui conocido como un mercader de Hispania con otro nombre muy diferente al de Marco Trajano.

"No se extrañe, honorable Trajano. Pero es que hace varios días llegó una carta de Roma a nombre de un tal Marco Trajano con esta dirección, con el mismo nombre de la pastelería. Pensé que se trataba de una broma. Imagínese, el mismo nombre del César en esta modesta pastelería... Así que, perdóneme señor, pero abrí la carta... El contenido no me parecía para nada gracioso o que fuera una chanza, se lo mostré a mi mujer... Bueno, el caso es que ella pensó que podría estar dirigida al antiguo dueño, es decir a usted, noble señor..." El sirio se deshacía en disculpas. No sabía si reír o preocuparme seriamente. "Un secreto deja de serlo cuando lo saben más de dos," pensaba, esta carta ya la había leído él y su mujer, ¿cuántos más?

El rollo no parecía muy trajinado, lo que me animó un poco. Por fortuna el Dácico, quien fue el autor, no revelaba cosas de vital importancia o asuntos serios de Estado. Más bien parecía la de un tío preocupado por la suerte de su sobrino. Supongo que se las arregló para conocer mi último paradero a través de la cadena de correos al recibir la carta que le envié antes de partir de Antioquía.

De todos modos mi preocupación era infundada, olvidaba que él sabía muy bien que las cartas de los gobernantes las leen más de un par de ojos, por lo que se cuidaba de no escribir lo que no debía.

Aparte de mostrarse inquieto por mi aventura, me contaba detalles irrelevantes sobre nuestra familia y su robusta salud, los que pienso escribió a adrede pensando más en los lectores furtivos de la carta, para que difundieran rumores positivos. Lo importante para mi era que me instaba a regresar, explicándome sin precisar mucho, que mi salida de Roma había dado sus frutos.

Tal y como lo sospeché, la aparente preocupación del Dácico por el cristianismo y mi consecuente misión fue una trampa.

Por lo que entendí, él estaba informado sobre la traición de uno de sus consejeros pero no sabía con certeza cuál. Por eso nuestra reunión fue en presencia de sus tres consejeros. Sólo ellos tres supieron de mi misión.

El traidor tramaba con otros patricios un complot que surgiría de una insurrección, que en apariencia provendría de los cristianos, al entrar en rebelión por una fuerte persecución ordenada por el César. De ahí que mis informes debían ser contra esta religión, o mejor aún, que fueran los cristianos quienes me asesinaran, despertando la ira del César, lo que facilitaría los propósitos de los confabuladores.

Lo más sorprendente fue que Cornelio, de quien pudiera sospechar con más vehemencia, hacía parte de la estratagema. Por eso él actuó tan incisivamente en contra de los cristianos en aquella reunión. Era quien halaría la cuerda que activó la trampa. El chocante Cornelio, era el único de quien mi tío no dudaba. Lo importante no es que un consejero sea agradable sino leal.

Cuando recibió mi segunda carta, desde Nicomedia, narrándole el atentado contra mi vida, pudo identificar y atrapar al traidor, en efecto uno de los otros dos consejeros, y a sus cómplices.

Comprendí todo. Admiré la astucia de mi tío y las habilidades histriónicas de Cornelio. Ya no había razón alguna para no regresar, mi misión que en realidad poco le importaba al César había concluido, y mi vida ya no corre peligro, al menos por cuenta de los traidores.

(*) En la novela "El Satiricón" de Petronio Árbitro, se describe esta repugnante costumbre entre los romanos de su época, en los capítulos sobre el convite de Trimalción.

 

 

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