XI
Antes de nuestra partida de Antioquía le escribí al Dácico, cuidándome de no mencionar mi próximo destino. Le narré sin mucho detalle mi vida en los últimos casi dos años, confirmándole mi apreciación inicial de que los cristianos no encerraban ningún peligro potencial para el Imperio. También le advertí que no me respondiera la carta, pues cuando llegase ésta a sus manos yo estaría ya muy lejos de la ciudad siria. Todavía no podía decirle cuando regresaría a Roma.
La suma de las ganancias acumuladas de la pastelería más la venta de la misma más el dinero que aún me restaba arrojaba una cantidad muy superior a la que tenía cuando salí de Roma. Parecía que la buena estrella me seguía, ahora no sólo era más rico en amor, espíritu y conocimiento sino también en plata. Aunque ignoraba cómo marchaba mi hacienda en Lacio*, que había dejado a manos del viejo mayordomo. La nostalgia por aquella tierra cada vez era mayor.
Hay un momento en que el hombre encuentra su lugar en el mundo, su sitio, la tierra a la que pertenece y que no necesariamente es aquella donde nació. Yo nací en Baética, pero mi lugar lo encontré en Lacio. El hombre halla su tierra como a su compañera, basta con verla una vez para saber que es ella, no obstante a veces comprende tarde con la mente lo que su corazón tiempo atrás vio con los ojos.
Contraté a un guía con varios asnos para la travesía por Mesopotamia. Quise pasar como un discreto mercader viajero, al igual que en Antioquía, con su mujer y su siervo.
Ciertamente no dejaba de ser riesgoso el viaje, ya que nos adentraríamos por inhóspitas regiones donde todavía el estandarte de la "Pax Romana" no estaba firme. Sin embargo, confiaba en mi destino, en la Voluntad del Padre. Una fuerza muy grande en mi interior me obligaba a conocer más sobre el Mago de Mesopotamia.
(*) Lacio (Latium): región de donde son originarios los latinos, que en la época de Augusto conformó la región romana de Campania. Situada en la Italia central, vecina a Roma, entre el Tiber y los Montes Albanos.