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XII

Los partos* son un pueblo guerrero temido pertenecientes al poderoso antiguo reino de los Arsácidas, que lucharon con ferocidad contra los seléucidas como ahora lo hacen contra nuestras legiones, aunque tal vez infructuosamente, la fuerza militar romana es avasalladora. Siempre existirá un imperio que será la potencia dominante, como lo es Roma en estos tiempos.

Tuvimos un viaje sin contratiempos, afortunado, hasta la ciudad de Edesa, al igual que en el segundo trayecto hasta el perdido poblado desde donde escribo, en la montañosa región parta sobre el río Tigris. Fortuna consecuente de la prudencia, y valga la verdad, de uno que otro denario con los que pagamos información sobre los posibles peligros que nos esperaban, pudiendo siempre eludirlos, gracias a Dios.

Mi acento hispano junto con mi barba y nuestros modestos trajes sirios han sido el camuflaje perfecto.

Me vi obligado en cierta parte del trayecto a quemar las cartas de presentación del César, así como a enterrar mi valioso anillo de patricio. También con dolor me separé de mi vieja espada de legionario, cambiándola por una burda espada parta a un dichoso mercader de Damasco con quien nos encontramos en el camino, quien me debió tomar por tonto. Pero no podía arriesgar mi vida ni la de Sulamita ni la de Ahmés, ni siquiera la del guía sirio, por apegarme a cosas materiales, símbolos de un imperio al que odian los habitantes de estas agrestes tierras.

Así pues, no debo quejarme. Estos aldeanos nos han tratado bien, no obstante pareciera que no miraran con buenos ojos a los extranjeros ni a los practicantes de religiones diferentes a la suya.

La tierra de los partos es más bien árida, las lluvias son escasas, es muy fría en invierno y bastante calurosa en el verano. Pese a esto sus paisajes me maravillan, aunque no sobrepasan en belleza las llanuras que conocí entre el Eúfrates y el Tigris. Si el paraíso realmente existió en este mundo, estas llanuras sin lugar a dudas formaron parte de él.

Después de tantos y tantos días a lomo de asno por polvorientos caminos, fue más que reconfortante haber llegado a este poblado parto y dormir en las camas de la humilde posada, que aunque rústicas son lo suficientemente cómodas para nuestros ya poco exigentes y maltratados cuerpos.

Aquí esperaba encontrar a uno de los discípulos de Natanael, el verdadero nombre de quien era más conocido por estos lares como "el Mago de Mesopotamia". Ese seguidor suyo, que lo sobrevive, se llama Abreu.

De acuerdo a los resultados que habían arrojado mis pesquisas en Antioquía, aquí en este olvidado rincón del mundo vivía este anciano discípulo de Natanael, uno de los doce apóstoles de Jesús de Nazaret. La información fue correcta.

Pero por qué me interesaba en particular este apóstol y no otro más conocido entre las comunidades cristianas, como Simón a quien el Maestro llamó Pedro, quien encontraría la muerte en Roma, o a los hermanos Zebedeo: Juan y Santiago, siendo el primero el favorito del Galileo y quien vivió hasta avanzada edad, casi cien años dicen, muriendo en el sexto año del reinado del Dácico en Efeso. ¿O por qué no Felipe, o Mateo, o Tomás, o el otro Santiago, o el discreto Simón, o Judas Tadeo o Matías el que sustituyó a Judas Iscariote, el que traicionó a Jesús?

Quería indagar sobre aquel Natanael, también conocido como Bartolomé, porque se me había dicho en Antioquía que poco después de irse Jesús se produjo un cisma entre los apóstoles, unos que apoyaban a Pedro y a Juan, quienes al igual que Saulo de Tarso querían hacer énfasis en el origen Divino del Galileo, como el verdadero Hijo de Dios, resaltando más sus obras y milagros que su Mensaje, siendo precisamente esto último lo que Natanael y los otros que estaban de su lado consideraban más importante. No pudiendo llegar a un acuerdo entonces se dividieron.

Así Natanael y sus partidarios me cautivaron, pues pienso que ciertamente es más importante para los hombres conocer la Verdad que simplemente admirar a un hombre como Hijo de Dios por sus impresionantes milagros que, me atrevo a pensar, los hizo no para que lo adoraran sino para que creyeran en Él, en su palabra, en el Mensaje que traía, la Verdad. No imagino a un Jesús vanidoso que buscaba idolatría sino a un hombre que conocía la naturaleza humana y su incredulidad.

También supe que Jesús había dicho de este apóstol cuando lo conoció: “Ahí viene un verdadero israelita de corazón sencillo." Natanael sorprendido le preguntó que cómo podía decir eso si no lo conocía. A lo que Jesús le respondió describiendo con detalle cómo fue que otro apóstol, Felipe, había hablado con él bajo una higuera invitándolo a ver al Maestro. Natanael admirado lo reconoció como Hijo de Dios, pero Jesús le dijo: "Tu crees porque te he dicho: Te vi bajo la higuera. Verás cosas mayores que éstas."

Después del cisma poco se supo de Natanael, o Bartolomé como lo llamaban algunos. Él, al igual que varios de los doce, empezó un peregrinaje por las tierras de Oriente predicando el Mensaje del Galileo. Se dice que recorrió Mesopotamia hasta la frontera con la India, y en los mismos días en que las tropas de Tito destruían a Jerusalén, según mis cálculos, Natanael moría crucificado en una cruz invertida en Albanópolis, ciudad parta de Armenia. Tal y como murió años antes Simón Pedro en Roma, con una diferencia: Natanael antes de ser crucificado había sido despellejado... vivo. ¡Cruel muerte!

La intolerancia de muchos llega a límites aterradores, aunque ya nada que provenga del Hombre me asombra.

Pero Natanael durante su misión en todos aquellos años sí asombró. Llevaba consigo el don del Espíritu que Jesús les había prometido, y un hombre de "corazón sencillo" debió multiplicarlo al máximo. Realizó grandes milagros entre sus seguidores y en los pueblos que visitó, hasta el punto que su fama como mago se extendió entre los bárbaros que habitan los confines de la Tierra, por lo que se le conoció con el Mago de Mesopotamia.

Sus milagros se han vuelto leyenda. Se habla de la hija de un príncipe de la India a quien revivió, arrebatándola de las garras de la muerte como se dice que Jesús hizo con un tal Lázaro.

El poder de Dios no tiene límites y a veces Él elige a uno de entre los hombres, para a través de éste, mostrar ese poder, recordándonos su existencia y que todo lo puede. Creo que Natanael fue uno de los elegidos.

Dios se muestra a los hombres por medio de sus elegidos, como a través de los profetas lo podemos entender, así como por los filósofos lo podemos encontrar, pues de lo contrario estaríamos en un mundo lleno de ciegos. La Verdad es como la luz del sol, pero de nada nos sirve si no podemos ver. La gran mayoría de los hombres no vemos porque no abrimos los ojos, por eso necesitamos seguir a un elegido, escuchar a un profeta o estudiar al menos a un filósofo. Son ellos quienes nos abren los ojos. Tal vez por eso Jesús repetía: "Que vea el que tenga ojos para ver, que escuche el que tenga oídos para oír."

No obstante, este apóstol también se valió de la "magia Divina" para que creyeran en él, en su predicación del Mensaje de Jesús.

Su predicación sobre el Mensaje, del hombre a quien el Maestro dijo: "...Verás cosas mayores que ésta," era lo que me interesaba. ¿Qué cosas había visto?

Un elegido sabe de Dios porque ha visto, por eso jamás duda. Como los seguidores de éste ven a través de los ojos de él creen en Dios, pero a veces dudan. Así como la duda es todavía más grande entre quienes escuchan a un profeta o estudian a los filósofos. Mientras quien no han seguido a un elegido o escuchado a un profeta o estudiado a filósofo alguno, rara vez creerá con sinceridad en Dios, menos en la existencia de la Otra Vida, limitándose a cumplir ritos y normas en los mejores casos, con la tenue esperanza de que sea cierto lo que se dice. Estos últimos, que son la mayor parte de los hombres, tienen un velo oscuro que no les permite ver la luz. No tienen ojos para ver ni oídos para oír.

Desde que Natanael salió de Judea fue siempre acompañado por uno de sus discípulos, uno muy joven, Abreu. Éste aún vivía y estaba aquí entre las montañas partas, retirado en la meditación y la oración, esperando su hora. Esperando reunirse con su maestro en la Casa del Padre para siempre, como Jesús lo había prometido.

Vivía en una discreta casa algo alejada del poblado, bajo un abnegado cuidado y atención que le brindaba una joven mujer parta.

Cuando vi por primera vez a Abreu, sentado sobre una roca tomando el sol de la mañana frente a su casa, me pareció el anciano más venerable que había conocido en mi vida. Aunque los cálculos me decían que debía superar los noventa años, aparentaba la vitalidad de un hombre veinte años menos pese a su delgadez. De larga y blanca barba y cabellera, irradiaba un aura de paz y serenidad como suelen los pocos seres que han alcanzado la plenitud en sus vidas. Pero era su cálida sonrisa lo que más me llamó la atención. Sentí que podía confiar en él, revelarle quién era yo, mas no fue necesario, sus palabras de saludo fueron: "Acércate en paz y con el corazón abierto, mi querido Marco Trajano."

Quedé estupefacto. A diferencia de Filopátor en Nicomedia, quien había sido informado sobre mí y la misión encomendada por el César a través de terceros, Abreu no podía tener tal información. Desde que arribé a Siria nunca nadie supo mi verdadera identidad, menos en Mesopotamia y mucho menos aquí entre los partos. Ahmés y Sulamita jamás me traicionarían, además si lo hicieran morirían al igual que yo por estar con un romano, peor aún, con el sobrino del César. Así que este anciano tenía que ser Abreu, el discípulo de Natanael el Mago de Mesopotamia. ¿Era Abreu un profeta?

(*) Partos: Del griego Párthoi. Antiguo pueblo escita que se estableció en el norte de Irán, antes del siglo III a.C., y cayó bajo dominio de los persas. Fundaron luego el reino Arsácida que sería incorporado al imperio sasánida años más tarde. Lucharon contra los seléucidas y los romanos.

 

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