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Por fin ya era viernes. Para Silvia todos los viernes eran buenos pero aquel viernes  era especial. Cuando salía por la puerta del colegio aún tenía en la cabeza la idea que le había rondado todo el día. Esa tarde, a las siete y media, estaba invitada al cumpleaños de Itziar. Que ese día fuera el cumpleaños de su amiga no tenía mucho de particular pero había algo que lo hacía diferente a los otros cumpleaños. Julen, el primo de Itziar, vendría a la fiesta y esa era la razón de que Silvia no pensara en otra cosa. Las ecuaciones de la clase de Matemáticas no tenían ningún sentido,  ni las frases de Lengua,  ni los lejanos ríos africanos. Tampoco aquellas aburridas historias de romanos que salían de los labios de la profesora de Historia, tan gorda. Los ojos  de Julen, de ese color verde manzana, esos si que tenían importancia para ella, y su sonrisa, tan característica, de lado, como si de un actor de cine se tratara. Sí. Silvia  podía decir que ese iba a ser su día aunque ya supiera que Julen prestaría más atención a Karmele que a ella pero claro, Silvia no se pavoneaba tanto como Karmele, ni se pintaba los labios, como ella.


“De todas formas —pensaba Silvia— algún día cambiarán las cosas”... Aún quedaban dos horas y media para la fiesta. Tiempo suficiente. Silvia no se entretuvo ni esperó a sus compañeras y regresó a casa a paso ligero. Quería cambiarse de ropa y ponerse al cuello aquel colgante que compró en la tienda de productos exóticos de la capital. Todavía recordaba el bazar, lleno de cosas mágicas en sugerente desorden, que invitaba a pasar las horas muertas mirando, apartando, tocando aquellas mercancías traídas de quién sabía dónde. Y la vendedora… misteriosa, entre gitana y aristócrata, de una edad indefinida aunque vieja, sin duda. Recordaba que sintió cierta inquietud, casi podría llamarlo miedo, cuando llevó el colgante al mostrador y ella le miró tras los cristales de sus lentes, como de media luna. Guardó el papel del envoltorio durante meses entre las hojas de un libro. No tenía nada de especial salvo el olor, un perfume singular de maderas dulces, delicado pero duradero. Algunas noches, antes de dormir, abría el libro y aspiraba su aroma, suavemente, como para no gastarlo, y entonces recordaba la tienda. Era un elixir que despertaba sus sueños.

Y es que Silvia disfrutaba soñando, ya estuviera dormida o despierta. A sus catorce años, casi quince, soñar era lo normal. “¿Quién no ha soñado a esa edad?”.

Aunque Silvia era una guapa adolescente, prefería soñar con las actrices y cantantes, en ser como ellas. “Esas sí que son hermosas —solía pensar con frecuencia”. Tan resueltas como aparecían en la televisión, con esos trajes de ensueño, alegres, de fiesta en fiesta, felices, en una palabra….

Había dejado de llover y eso era un alivio. Hacía tres días que llovía y ahora parecía que el tiempo se hubiera confabulado con Silvia para que la fiesta fuera un éxito. Aunque hiciera frío, eso era lo normal para mediados de enero. Su madre la miró sorprendida cuando llegó a casa, no así su perro Seti, un precioso Setter blanco con manchas marrones en el lomo y la cabeza. Le había puesto ese nombre en honor al faraón egipcio. Seti la esperaba inquieto tras la puerta de la casa y Silvia no pudo esquivarlo cuando se le echó encima.

—Llegas temprano —dijo su madre mientras se secaba las manos.

—Ya.

Silvia se descalzó y fue directa a su habitación, seguida por Seti quien aún no había quedado satisfecho con las caricias y abrazos que había recibido y movía insistentemente el caprichoso rabo, largo y nervioso Lo primero que hizo Silvia fue abrir el libro y oler el papel de la tienda durante un instante. Guardó el aroma como si fuera su tesoro secreto y cerró las tapas. Después, buscó la foto de Julen en el cajón y estuvo un rato contemplándola. Quedaban algo más de dos horas. Su madre abrió la puerta.

—¿No vas a merendar? —le dijo.

—¿No te acuerdas? Hoy es el cumpleaños de Itziar.

—Es verdad. Lo había olvidado.

Silvia se duchó y comenzó a vestirse sin prisa. Eligió unos jeans estampados y un jersey con cuello alto. Se plantó frente al espejo y se recogió el pelo castaño oscuro en una coleta alta. Se giró un poco a derecha e izquierda y, una vez satisfecha, cogió del zapatero las botas rojas y se dispuso a salir.

—¿Dónde vas? —le dijo, severa, su madre.

—He quedado.

—¿Tan pronto?

—Daremos una vuelta antes de la merienda.

 

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